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MI NOVELA 300 HOLANDESAS AHORA EN AMAZON Y BAJO EL TÍTULO ORIGINAL

septiembre 10, 2012

Por fin pude recuperar los derechos de mi novela y ahora la he subido a Amazon al módico precio de 3 euros, por si la queréis comprar; por el precio notaréis que me harán más feliz las alabanzas que el estipendio. Si tenéis críticas, también me interesará escucharlas. AQUÍ LA ENCONTRARÉIS.
Para los que uséis iPad, sabed que primero tenéis que bajaros a App de Kindle para iPad y allí se os descargará. Obviamente, precisaréis de una cuenta en Amazon.
Los que me habéis preguntado: la razón de no tenerla en iTunes para iBooks es que el sistema sólo funciona en principio para los EUA, siendo complicado para el resto de autoeditores.

Recordad que 300 Holandesas quedó FINALISTA DEL PREMIO MINOTAURO 2005, y fue publicada por MINOTAURO /PLANETA en 2006, bajo el título de «El código secreto» y en contra de las preferencias del autor, que ahora ha querido recuperarla en toda su autenticidad para esta nueva edición. Y lo hace en gran parte por las sorprendentes coincidencias, más allá de la literatura, entre las situaciones actuales que estamos viviendo y las que ficciona la novela, escrita originariamente en 2003. Una obra, pues, diferente y en buena parte visionaria, siempre dentro de los preceptos y límites de la ciencia/política ficción, donde el lector verá recreado un Madrid, y por extensión una España, tan irreal y distópico como a la vez reconocible.

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Sábado 31 de junio de 2070 (50 de la Era Fukuyama)

septiembre 20, 2011

Simone yacía plácidamente a mi lado cuando descorrí las cortinas para observar el movimiento de la calle. Realmente había agitación. Traté de despertarla para echarla de casa. No quería que se acostumbrara a aquella clase de comodidades. La chica fingió dormir con cierta obstinación, pero finalmente accedió a levantarse. Tenía un bonito cuerpo y unos pechos ya desarrollados para su edad. Le preparé un desayuno suntuoso a base de huevos de avutarda de criadero –los de gallina, más caros, me los reservaba para mí–, zumo de baobab con una naranja exprimida, harina con levadura horneada y lonchas de cocodrilo fritas. Además de café con leche en polvo. También le cedí parte de mi revuelto de entrañas de tortuga, muy rico en proteínas. Después le dejé escoger un vestido de los que Iris dejó en casa –olvidó muchos– y le regalé un juego de bragas sin estrenar. Finalmente la eché con cajas destempladas, pues no se quería ir e incluso me propuso quedarse a vivir como sirvienta.

Una vez solo, aproveché para ducharme tranquilamente. Seguidamente me vestí con una chilaba blanca y las babuchas.

Bajé a la calle y me dirigí a la compuerta 560–O 430–C, que se encontraba en un solar derruido a pocos metros de casa. Entré en el solar y activé la ultrapalm. Comprobé que García me había transferido el software que le había pedido y pulsé mi clave de oficial de la PEM para que el receptor de la compuerta la reconociera. Bajo los escombros algo comenzó a removerse. Ayude a las grandes compuertas limpiando la superficie de pequeñas piedras y algún trozo de viga. Éstas comenzaron a elevarse hasta abrirse totalmente. Tomé el cuadro de mandos que había en la cara interior de una de las compuertas y accioné la subida del montacargas. El elevador recorrió lentamente los quince metros de ascensión hasta la superficie. Cuando la alcanzó, pude apreciar que no faltaba nada de lo que le había pedido al sargento.

El ciclomóvil tenía el contador nuclear cargado. Tomé la ASL y me la guardé en el bolsillo de la chilaba. Me puse el casco, acerqué a mi boca el tubo que iba conectado a los depósitos de gelatina megahidratante y me cargué a la espalda la mochila con el juego de Amplificadores de Ondas Cerebrales. También puse dentro el traje protector. Cerré las compuertas y me dirigí en ciclomóvil hacía la Glorieta de Bilbao. Como era sábado, el mercado de esclavos estaba en plena ebullición. Bajo las valvas de los márgenes de la plaza se reunían los raptores con sus últimas presas: inmis recién llegados que habían cazado durante la semana en las distintas zonas de acampada, que solían ser la estación vieja de Atocha, los parques enmarañados de zarzas y las casas fantasma del cinturón sur, que nadie habitaba por encontrarse demasiado lejos del centro.

Los raptores vendían a chicos y chicas jóvenes de las más diversas razas: negros de todas las etnias imaginables que hablaban lenguas extrañísimas e indescifrables, norteamericanos rubios y con ojos azules, también morenos y tostados, indios americanos, bereber de los desiertos, turcómanos y mongoles expulsados del Imperio Popular Chino… Los comerciantes los compraban para usarlos en los comercios como mozos de carga, dependientes, cocineros y aprendices del oficio. O simplemente para que cuidaran de sus hijos. No era un mal destino: un esclavo no tenía libertad, pero comía caliente y dormía bajo techo. Aunque fuera en el suelo. Y si el amo era decente, incluso se libraba de las palizas.

Un tratante de origen senegalés que conocía bien, un don llamado Rudolphe Gomis, me hizo una señal con la mano para que me detuviera. Frené y me paré en medio de la plaza para atender a sus requerimientos.

–¡Rudy! –le grité desde el ciclomóvil. Se acercó lentamente entre el gentío. Cubierto por una chilaba y camuflado bajo las gafas de sol
–Salam mon frere. Tout bien.
–Todo de maravilla, bro. ¿Y tu familia?
–Oh, bien mi familia –se rió con alegría–. Mujer muy bien, hijo pequeño cada día más grande, tú tienes ver, mon bro Ibárruri. Mis hijas sin marido, por si vienes tú–se río.
–Estupendo, me alegro –dije atajando una salutación que podía durar horas–; ¿Querías decirme algo?
–Oh, qué bruscos sois los blancos. Todavía no he acabado de contarte de mi familia… Pero en fin: Hakim me dijo que quería verte, que tenía algo muy importante que decirte. Me dijo que te mandase a casa de tu amigo el cristianista. Está ahí. Ese muchacho es no es razonable. Valeroso pero insensato. Oh, no sé mon frere. Tal vez esté buscando la bendición de las siete potencias. Ese chico cree en esas cosas –Rudy se exaltaba, gesticulaba con los brazos ostentosamente y se golpeaba la cabeza–. Esos americanos están intoxicando a nuestra gente con sus creencias en el dios Zumbi y esas mentiras de los bárbaros. Yo no creo más que en el dinero, bro. Si yo quiero fortuna sé a quién acudir. Hay muchos urba en el estado que aprecian mi mercancía.

El cristianista era Yehuda Berkowitz, mi viejo conocido de Lavapiés que, entre otros títulos, ostentaba el de conocer los ritos cristianistas norteamericanos como nadie. Además de practicarlos y ser un acreditado ingworo o sacerdote cristianista. En cierto modo Rudolphe tenía razón, pues era absurdo que un hombre culto creyera a estas alturas en dioses y fuerzas sobrenaturales. Pero había que comprender que Yehuda era por origen un cristianista americano, y su afición a las ofrendas, las figuritas de santos y guerreros negros era el vestigio de su pasado en un país regido por el fanatismo religioso.

Mientras Rudolphe se alejaba a golpear con una larga vara de polivinilo a un esclavo díscolo, yo me bajé del ciclomóvil y me dirigí, sin saber muy bien por qué, a una joven muchacha de la partida que no dejaba de mirarme. Era una norteamericana rubia, muy joven, casi una niña. Iba vestida con un trapo de color rosa sucio y llevaba el pelo estropajoso.

–How old are you? –le pregunté mientras ella bajaba la cabeza y no se atrevía a mirarme a los ojos. Con ambas manos cogidas, dispuso los brazos en un doble arco que le cubría los pechos y el sexo.
–Fiveteen –dijo.
–How have you arrived here? –insistí.
–Ya yo puedo hablar español, si el señor lo quiere, pues –soltó con cierto orgullo y elevando la mirada.
–¿Dónde lo aprendiste? –inquirí sorprendido.
–Trabajé en Miami de sirvienta y luego en las lomas del cafetal, entre Santa Clara y Trinidad –dijo con un español de muy marcado acento cubano.
–¿Eres de Miami? –quise saber.
–Mis padres eran inmis ahí. Pero los limpiaron y me quedé solecita. Ya el señor ve.
–Y llegaste aquí en barco. ¿No? Haciendo cama para algún marinero… –insinué.
–No llegué directamente. Y no hable tan alto el señor. Sidi Gomis quiere que diga que soy virgo para venderme más caro. Así fui hasta África. Después crucé el desierto en las caravanas y luego el puente del estrecho hasta Algeciras. Ese sí que es un estado grande, señor. No como Madrid.
–¿Y por qué te viniste entonces?
–Demasiado calor –respondió–. Y demasiados inmis. La policía mata mucho.
–¿Cómo es el desierto africano? –quise saber.
–Oh, no es tanto desierto como la gente piensa aquí, señor. Yo creo que es peor el que hay entre Madrid y Algeciras. Tiene bastantes árboles y hierba. Me recuerda los campos de más allá de Santa Clara, por Jagüey Grande.
–¿Sabes que te envidio? –le dije mirándola a través de mis gafas negras. Ella bajó la cabeza no entendiendo nada–. Hablas de sitios que no conozco ni puedo imaginar. No –proseguí–. Claro que no lo sabes. En fin… ¿Cómo te llamas?
–Joanna –dijo tímidamente.
–Bien, Joanna. ¿Te gustaría vivir como los urba?
–¿Qué son los urba? –me preguntó.
–Los ricos –le expliqué–. Aquí los llamamos urba.
–Claro –soltó con ingenuidad.

Llamé a Gomis. Este se acercó con premura al oler que podía hacer un buen negocio.

–¿Por cuanto me venderías a esta muchacha? –le pregunté.
–Oh, muy cara para ti, bro. Es una virgen y pienso venderla a los urba –dijo gesticulando–. Muy cara para tu bolsillo.
–Bien –asentí–. En ese caso me largo. Hasta otra, Rudy.
–¿Pero no vas a intentar pujar por ella? –me reprochó el tratante tomándome por un brazo.
–Si es virgen será carísima –alegué–. Yo no puedo permitirme semejante derroche.

Gomis bajó la mirada y me reconoció que la muchacha no era virgen. Me dijo que le fastidiaba que no lo fuera, cosa que él mismo había comprobado con su dedo, porque era joven y lista. Los urba hubieran pagado mucho por ella, porque poseía un bello cuerpo. Se acercó a la chica y le arrancó el harapo rosado. Joanna ni se inmutó. La miré con un poco de pudor y le dije que sí, que era bella.

–Fija un precio, Rudy –solté–. Me la quedo.
–¿Para qué la quieres, don? Tú siempre dices que te parece mal el comercio de inmis –replicó astutamente.
–Sabes de sobra que de vez en cuando compro alguna chica para engordarla y vendérsela a algún urba con garantías. No al primero que puje, como hacéis vosotros. Mírala, está en los huesos. Necesita cuidarse y comer bien. En unos meses estará estupenda y entonces los urba pagarán su buen dinero por ella –respondí.
–Oh –replicó el tratante–. En ese caso ya me encargo yo de engordarla y vendérsela a los urba.
–Venga Rudy, corta ya –repliqué ante sus reticencias, cuya única finalidad era aumentar el precio de la pieza–. Sabes perfectamente que tú no puedes hacerlo. Tienes demasiados esclavos y te cuesta mucho dinero mantenerlos. Pero yo sí me puedo dedicar a una sola inmi. Luego la vendo a buen precio. Es negocio para todos, ¿no? –concluí–. Fija un precio.

Gomis no terminaba de convencerse. De hecho, insistía en su vocación de comerciante por obtener el máximo beneficio. Finalmente, tras varias dilaciones y frases entrecortadas, accedió por seis mil euros. Un buen precio, pues yo calculaba sacar unos quince mil por la muchacha. Allí mismo hicimos la transferencia desde mi ultrapalm a su banco.

–Joanna –le dije a la chica–, ahora soy tu amo –ella sonrió tímidamente.
Saqué de la mochila el traje protector y le dije que se lo pusiera, a pesar de que le quedaba enorme. Luego la subí al ciclomóvil y conduje hasta mi apartamento. Una vez allí le di un vestido corto de Iris.
–Ahora tengo que salir. Si eres lista, como creo que eres –añadí–, no te moverás de aquí. Puedes mirar por la ventana y ver lo que hay en la calle. Ese sería tu lugar si te escaparas. Notarás que aquí se está bien y no hace calor. Puedes bañarte. Puedes comer lo que quieras, poner música o ver películas en el DVD. Yo te enseñaré cómo se hace.
–Sé hacerlo –me interrumpió.
–Pues tanto mejor. ¿Seguro que sabrás apañarte?
–Claro, papito –respondió–. He servido casas mucho mejores que ésta.

Volví a la calle con la certeza de que Joanna no se iría. Monté de nuevo el ciclomóvil para dirigirme a Lavapiés. Quería hablar con Hakim. De paso, tal vez podría también tener una conversación con Yehuda.

Enfilé hacia la Gran Vía. Una vez allí, sorteando las palmeras y los baobabs que agrietaban el firme, recorrí la calle Montera hasta la desierta Puerta del Sol. En todo el trayecto no vi una sola alma. El calor azotaba mi espalda y una sensación de acuciante sed me hacía sorber con avidez el agua que la gelatina megahidratante soltaba avaramente.

Desde Sol continué hasta Tirso de Molina, donde dejé el ciclomóvil, bloqueándolo con la ultrapalm. Descendí caminando hasta la calle Esgrima. Se acercaba el medio día y los inmis se habían retirado para esconderse en los portales. O bajo plásticos y cartones de cajas de Mercamadrid. Una vez frente al solar que habitaba Yehuda, golpeé la puerta tres veces seguidas, y luego dos veces espaciadamente. Al poco me abrió. Iba vestido con unos pantalones cortos y una camisa guayabera blanca de la que sobresalía su barriga oronda. Unas piernas flacas y lampiñas sostenían aquel cuerpo. Tenía una cara gruesa y una barba larga, blanca y tupida de patriarca. También su pelo era blanco y largo.

–¡Hombre! Mi buen amigo Aslan. Pasa. Llegas a tiempo para la misa.
–No me jodas, Berkowitz, que estás otra vez con el cristianismo.
–Para eso me pagan estos hermanos. Y no creas que no les entiendo. Yo les comprendo bien, porque siento como ellos. Los europeos sois unos descreídos –dijo riéndose y rascándose la enorme barriga–. Venga, entra y déjate de monsergas.

Entré en el oscuro y fresco pasillo que conformaba la antesala de la estancia de Yehuda. Me condujo por un túnel de color azul –plagado de hornacinas con velas, flores e imágenes de santos guerreros y vírgenes cristianistas– mientras me iba contando la fiesta que se preparaba en el otro extremo de su apartamento, en el amplio patio interior cubierto con triple filtro del que Yehuda se había apropiado en su día. Nadie iba a usarlo de todos modos para nada, así que ningún vecino protestó. Al contrario, la decisión fue celebrada por los habitantes del edificio y del barrio en general, pues Yehuda preparó un terrero, que es como los cristianistas llaman al lugar santo de sus ceremonias.

Llegamos al terrero, cuyas paredes estaban cubiertas de plantas exóticas y floridas que Yehuda había conseguido sobornando a los don que trabajaban en Mercamadrid. Nos detuvimos ante los practicantes, todos vestidos de blanco impoluto. Los hombres comenzaban a tocar perezosamente los tambores, a agitar en ritmo creciente las calabazas secas llenas de semillas, a golpear los tubos huecos de caña el uno contra el otro y a palmear para acompañar el compás. Las mujeres traían cuencos con cerveza baobab y la mezclaban con zumo de naranja y otros líquidos extraídos de plantas y semillas que me eran desconocidas. La mayoría de los hombres eran rubios y con ojos azules, americanos puros, pero también los había negros. A estas sesiones solían sumarse los gitanos, habitantes seculares del barrio y últimos cristianistas de Europa. Y los adeptos africanos que, sin duda en conexión con los ritos de sus lugares de origen, creían que el cristianismo podía ayudarles a cumplir sus objetivos. Generalmente, cuando la ceremonia no era exclusivamente norteamericana, los gitanos se encargaban de los cantos y las palmas.

En el centro del patio había un gran paño blanco. Encima de éste cuatro tazones de porcelana, uno de los cuales contenía uvas, otro algo parecido al aceite, otro agua hervida y un cuarto una hogaza de pan horneado. También había seis velas encendidas en los extremos del paño, y cuatro tizas amarillas dispuestas en cruz. Además de un vaso de agua y un jarrón con unas florecillas blancas y azules. Las mujeres comenzaron a ordenar los objetos y a pasar los cuencos con la mezcla ritual a los hombres. Los primeros en beber eran los invitados, los no americanos. Uno de ellos era Hakim.

–Hoy pedimos a Oxalá, padre de los hombres e hijo del Zumbi, Dios creador de todo –me dijo Yehuda mientras yo lo observaba con un preventivo escepticismo.
–Ya –respondí–. Y se nos aparecerá la Virgen María y nos cubrirá de flores.
–No seas frívolo. En mi país no durarías un día con tus opiniones. Allí estas cosas son Ley de Estado.
–¿Y por qué os vinisteis entonces? –solté–. Aquí esto está mal visto. Incluso yo, como policía, debería denunciaros en nombre de la Ley de Sanidad Cultural. Me estáis contaminando a la población autóctona con este folklore. Lo de los músicos pase, eso está bien. Pero las bebidas y las cochinadas que acabáis haciendo… Y supongo que hoy toca el numerito con sangre de gallina.
–Vinimos porque nosotros somos poco dogmáticos. ¿Cómo diría? Heterodoxos es la palabra. Tendrías que ver las cosas que hacen allí.

Los músicos, que acababan de beber, se estaban acelerando: los negros golpeaban cada vez más fuerte los tambores. Los americanos blancos, que vestían tan solo pantalón de algodón e iban descalzos, se ponían las manos en la cintura y comenzaban a bailar su extraña danza dando vueltas sobre sí mismos. Uno de los gitanos que palmeaba se adelantó y cantó al viejo estilo flamenco una oración que rezaba aproximadamente:

Ochalá, padre mío
Apiádate de mi quejío
Porque si grande es la rueda del mundo
Más grande es tu poderío.
Ay, ay, ay, rueda, rueda, padre mío
y muéstrame tu poderío.

Tras cantar el gitano, volvió a su lugar en el círculo, en torno a los bailarines, y el redoble se aceleró y a la vez se diversificó en diferentes sonidos. Los bailarines danzaban en círculo, cada vez más de prisa y con menos orden, entrando en una especie de estado semiinconsciente. El patio se iba llenando de gente y el ritmo era más fuerte y frenético. De repente llegó un negro vestido de pies a cabeza con abalorios de plata y se situó en el centro de la danza, trazando un baile contorsionado y extraño. Hakim se adelantó con su tambor y le hizo el ritmo. El bailarín se puso de rodillas frente a él y simuló hacerle una felación. Los americanos rodaban y rodaban mientras las mujeres les daban de beber. El gitano repetía continuamente su plegaria en torno al terrero. De vez en cuando alguno de los bailarines se detenía y comenzaba a temblar mientras parecía que los ojos se le iban a poner en blanco. Pero las mujeres le daban de beber y el tipo volvía a girar. Yehuda y yo nos mostrábamos apartados. Quería llevármelo a un rincón tranquilo aprovechando que el patio se había llenado de fieles, pero me retuvo.

–Observa esto –dijo– y comprenderás. El Exú –el hombre completamente envuelto en plata– marcará el camino con la tiza.

Efectivamente, el hombre plateado, que según la tradición cristianista era el mensajero de las siete potencias santas, tomó una de las cuatro tizas del terrero. Se acercó a mis pies y dibujó en el suelo que yo pisaba un círculo con una estrella de cinco puntas dentro. En cada una de las puntas dibujó extraños signos y en el centro de la estrella una especie de trompeta. Seguidamente bailó para mí y el gitano se acercó y me cantó:

Santa Bárbara da la entrada
Y este mundo de dolor
Cambiará con su espada
Este hijo de Changó.
¡Aaay, ay, ay y ay!
Este hijo de Changó
Con la espada hará justicia.

Todo el mundo me vitoreó y las mujeres quisieron que bebiera cerveza bendita, pero la rechace. No tenía tiempo para borracheras místicas. Una de las mujeres se acercó con una gallina en una mano y un cuchillo en la otra. Frente a mí le rebanó el pescuezo al pobre animal, derramando la sangre sobre el círculo. Me hice a un lado para que no me salpicara. Pero el patio estaba lleno y ya todo el mundo andaba borracho. No pude evitar que me rociaran de sangre. Al fondo vi a Hakim, que se acercaba medio borracho. El Exú volvió a bailar para él y todo el mundo se hizo a un lado mientras Hakim cogía una tiza del terrero y dibujaba a los pies del hombre plateado un círculo con un arco y unas flechas cruzadas en su interior. Todos gritaron en coro:

Oxossí protection
good hunter needs

Por fin –mientras, uno a uno, todos dibujaban frente al Exú las peticiones a las diversas potencias santas del cristianismo– conseguí llevarme a Yehuda al interior. Entramos por una habitación donde había unas escaleras que llevaban al piso superior. Allí estaba el despacho de mi amigo: grandes paredes repletas de estanterías con libros de toda especie (novela, poesía, ensayo filosófico, trabajos científicos…). Un cuadro de Tàpies, Composición, que era el orgullo del norteamericano. Una gran mesa de trabajo con un ordenador bastante moderno y una Underwood en una esquina, junto a un centenar de cuartillas en blanco ordenadas. Tal vez la centenaria máquina de escribir era un símbolo de reafirmación de su amor por el pasado. Siempre que había subido a su despacho la había visto ahí. Pero nunca le vi utilizarla. ¿Para qué?

–¡Esos bárbaros me han puesto perdido de sangre! –me quejé mientras Yehuda se dejaba caer en su butaca.
–No deberías ser tan irreverente –me cortó con voz seca a la vez que me servía una copa de ron–. No sé si te has dado cuenta en tu ignorancia enorme, pero el Exú te ha dado la entrada. Y no estaba previsto. Nadie sabía que ibas a venir. Oh, mi amigo, si creyeras un ápice comprenderías que eso significa algo.
–¿Algo? –pregunté inquieto.
–Mucho –subrayó Yehuda–. El Exú te ha llamado a la justicia. Tu pompa gira –algo así como mi hada madrina– espera cosas de ti. Y el Exú también, y por supuesto, ya que él es un simple mensajero, lo espera el padre Zumbi y su hijo Oxalá.
–Si no hablas más claro no puedo comprenderte, Yehuda –solté–. Por favor, regresa a Descartes.
–Esto no tiene nada que ver con el método cartesiano –replicó él–. Deja a un lado tu cobarde racionalismo y responde como un digno hijo de Changó: ¿Estás en algún caso ahora?
–Para eso he venido. ¿O es que creías que me gusta ducharme con sangre de pollo? Con lo caras que están las putas gallinas.
–¿Se puede saber de qué se trata? –inquirió Yehuda con un semblante serio.

Me levanté de la butaca donde me había sentado y me moví lentamente por la habitación dilatando el momento de responder. Tomé en mi mano algunos objetos curiosos que el americano tenía en los estantes, junto a sus innumerables libros.

–La verdad es que venía a ver a Hakim, el raptor nigeriano. Pero tal vez en el fondo sea contigo con quien me interese hablar, pues sabes algo de máquinas de escribir. ¿No es cierto? –dije señalando a la Underwood. Yehuda asintió–. Hace dos semanas desapareció el secretario Ramallaes –miré a Yehuda de reojo para ver cómo reaccionaba, pero se mantuvo impasible.
–No creo que esté vivo –objetó Yehuda.
–No. Yo tampoco –reconocí–. Pero tiene que estarlo y tengo que encontrarlo, porque me van a pagar muy bien.
–Ramallaes… Hum –meditó.
–Un pez gordo –dije.
–Pero entre los urba hay muchos peces gordos –opinó–. Y se mueren cada día otros tantos. Nadie es insustituible y ellos deben saber que ese tipo está muerto con toda probabilidad.
–Deberían –dije–. Pero no lo quieren creer así. No sé por qué. Bueno, en realidad sí lo sé. O quieren que lo crea así: el tipo tenía unos informes que desenmascaraban a las mafias del reciclaje. Al parecer los capos quieren entrar en los consejos de administración de empresas importantes del Estado. Y eso a los urba les aterra. Pretenden recuperar esos archivos porque, dicen, no tienen ninguna copia.
–Pero si hace dos semanas que desapareció…
–Ya. Esos archivos deben de estar destruidos a estas alturas –reconocí–. Si es que realmente existen. Mira, esa es la excusa que dan para buscarle. Yo creo que por alguna razón, las mafias, más que destruir los archivos, quieren abrirlos. Y en caso de que eso fuera cierto, no es menos verdad que se tarda semanas en acceder a la clave de la ultrapalm de un alto funcionario. Según esa hipótesis estarían intentándolo. O torturando al pobre tipo. Yo que sé.
–Quieres creer lo que dicen esos urba –apuntó Yehuda.
–Quiero el dinero de esos urba –repliqué–. Si ese tipo está vivo lo encontraré. Si no, lo haré revivir y se lo llevaré. No tengo nada que perder.
–Eso es cierto –reconoció Yehuda–. Por probar… ¿Quién sabe en el fondo cuál es la verdad? Y si encima te trae al pairo… En fin. Los urba no son tontos y por mucho que mientan, si te dicen que lo busques debe ser que el tipo está vivo.
–Así es –aseveré–. Pero el problema es que sólo sé que estaba obsesionado con algo llamado las Trescientas Holandesas.

A Yehuda le mudó ligeramente la expresión del rostro. Se puso un tanto pálido y comenzó a mesarse nerviosamente la barba.

–Las Trescientas Holandesas, vaya… –soltó para sí, aunque en un tono ligeramente audible.
–¿Qué son? –inquirí mirándole fijamente. Yehuda me dedicó una mirada esquiva y fugaz.
–No sé –murmuró–. He oído alguna vez hablar de eso, pero todo vaguedades, datos imprecisos… Casi una leyenda.
–¿Una secta cristianista? –pregunté. Yehuda se turbó todavía más. Su rostro enrojeció.
–Podría ser –dijo sin mucha convicción–. Aunque…
–¿Aunque? ¿No andarás metido en cosas raras a tu edad? ¿Es algún tipo de secta? –insistí.
–Nada de sectas ni tonterías. ¿Acaso crees que todo son fiestecitas como ésta? Mira, chico, nuestra religión es la mejor del mundo. ¿Sabes por qué? Porque no hay otra. No hay nada más en qué creer cuando uno se levanta por la mañana en esta mierda de mundo.
–Y eso ¿que tiene que ver con las Trescientas Holandesas? –dije– ¿Qué son? ¿Vuestras Vírgenes Marías?
–Tu problema es que no escuchas, hijo –dijo enervándose–. Si escuchases vivirías mejor. Lo que te estoy diciendo es que la religión es sólo una tabla de salvación para desesperados, una excusa para seguir mirando este sol mortífero cada día. Pero no esconde verdad alguna en sí misma si no se tiene una fe ciega. Y los urba no la poseen, no creen en nada. Y sin embargo están tan desesperados como nosotros. ¡Tanto! ¿En qué pueden creer en su mundo tecnológico y racional, tan absurdo, sin poesía, sin amaneceres limpios, siempre debajo de la tierra, corriendo para arrebatarle el tiempo a la muerte? ¿En qué pueden creer?
–Pueden creer en su mundo cómodo, próspero y pacífico como nunca ha existido. Eso es más que suficiente para seguir viviendo –aduje.
–¡Eso es una forma de religión como cualquier otra! –exclamó–. ¿Y si dejan de creer que su mundo perfecto es una maravilla, si se plantean que puede existir algo mejor? ¿Dónde lo pueden encontrar?
–¿En las Trescientas Holandesas? –dije por intuición.
–No sé que diablos son esas Trescientas Holandesas –soltó excitado–. No sé de qué me hablas. Ya te he dicho que he oído el nombre alguna vez, pero nunca relacionado con nada concreto. ¡Simplemente trato de explicarte que…!
–Yehuda –le interrumpí–: céntrate. ¡No sé, ni me importa, qué coño tratas de explicarme! ¿Conoces lo que son las putas Trescientas Holandesas o no?
–No –soltó lacónicamente.

Suspiré, miré a Yehuda de reojo, que ahora se había relajado. Le di la espalda unos instantes y saqué un Amplificador de Ondas Cerebrales del bolsillo de la chilaba. Era una fina placa de plástico transparente que, aplicada por el lado apropiado, se fundía a los pocos segundos con la piel. Me la puse en la palma de la mano y me acerqué a Yehuda. Le coloqué ambas manos amistosamente en sus brazos descubiertos y le dije:

–Está bien, calmémonos y trata de ayudarme. Hasta ahora sólo sé que ese tipo era un intelectual, que leía, que era un maricón como tantos otros, y que coleccionaba máquinas de escribir. Con esto no voy a ninguna parte. En cambio, creo que esas Trescientas Holandesas sí son importantes para saber qué ha pasado con Ramallaes. Si pudieras orientarme, aunque fuera con el dato más nimio…
–Lo único que he oído sobre ellas es que son algo así como la justicia suprema –dijo de sopetón.
–¿La justicia suprema?
–No sé si son un ente abstracto, un objeto o un grupo de personas o seres… –explicó–. Más bien se diría que vienen a ser una leyenda que corre entre los cristianistas. Ya te digo que nadie sabe lo que son. La mayoría ni siquiera habrán oído hablar de ellas. Pero yo he escuchado ciertas conversaciones en el pasado en que se las nombraba como arma justiciera.
–Como algo que haría justicia –murmuré para mí.
–Eso es. Pero sin especificar qué eran –subrayó.
–¿Cuándo oíste hablar por última vez de ellas? –pregunté.

Yehuda suspiró, se le veía atosigado por el calor y el alcohol ingerido.

–Hace muchos años ya –dijo–. Lo siento, Aslan, pero no puedo ayudarte más. ¿Ya has buscado el significado de la palabra holandesa?
–Hum –rumié–: o una tía de la antigua Holanda o una salsa. Lo busqué en la red. Y no creo que ninguna de las dos definiciones sea válida. No me imagino a Ramallaes obsesionado por trescientas tías. Y mucho menos por trescientos cuencos de salsa.

Yehuda suspiró.

–Ahora –dijo– es hora de rezar con los hermanos.

Acepté, pues no quería insistir más de momento. Ya habría tiempo de hablar sobre el tema con más calma.

Bajamos al patio, donde el ambiente se había relajado considerablemente, pues los bailarines estaban agotados y los demás aturdidos por la cerveza bendita. Algunas parejas todavía se acariciaban apoyadas en las paredes del patio. Muestra de que había habido algo más que baile. El Exú había desaparecido. Los músicos, incansables pero en a un ritmo mucho más lento, cantaban una canción de plegaria. Yehuda se situó en el centro del patio y los músicos callaron.

–Axé, oh brothers and sisters –dijo.
–Axé! –corearon todos reanimándose.
–Axé and it’s time of silence! –dijo Yehuda
–It’s time of silence –coreó la multitud.
–Time of forgiving –Yehuda.
–Time of forgiving –el coro.
–Time of repentance –Yehuda

Lo mismo repitió el coro.

–The big hour. Axé to all those who practice the cristianism!
–Axé!

Seguidamente todo el mundo se levantó en silencio y con la cabeza baja. Las parejas no se miraron al despedirse. Los bailarines, ayudados por sus mujeres, se fueron renqueantes a dormir hasta el día siguiente. Quién sabe si esperando el próximo sábado de bendición, como lo llamaban ellos. Hakim se acercó sonriente y, después de reverenciar a Yehuda, me saludó:

–Axé, don. Qué sorpresa más grata saber que profesas –dijo–. What a surprise!
–No profeso –respondí–. Aunque, como ves, me gustan los estampados de sangre de bicho degollado –Hakim se río–. Estos cabrones me han dejado la chilaba hecha un asco. ¿Qué querías decirme?
–¿A qué te refieres? –soltó extrañado–. Yo no quería decirte nada.
–Gomis dijo que me buscabas para decirme algo importante –insistí.
–Yo no le he dicho eso –replicó riéndose aún bajo los efectos de los psicotrópicos ingeridos durante la misa.
–Me ha dicho que querías decirme algo importante –volví a insistir.
–No alucines, don –dijo el negro–. Yo le he dicho a Rudy que si me buscabas podías encontrarme aquí, pero nada más. Makama me dijo ayer que querías hablar conmigo. Ese tío es un exagerado. No tengo nada importante que decirte. Además, ¿por qué molestarte? –añadió cambiando de tema– Hoy es tú día: Oxalá te ha hablado por el Exú y Zumbi quiere algo de ti. No pasa todos los días. You lucky man and come with me to hund inmis now that Oxossí is with us.
–¿Te vas de caza ahora? –le pregunté aceptando que Gomis, como buen africano, se había excedido en sus suposiciones.
–Claro –dijo Hakim–. Buena hora, don. Las cinco de la tarde. El sol cae ya y se puede circular bien. Además hoy es día de mercado y todos los raptores están en las plazas. Hoy no hay competencia. Ven conmigo y verás qué material. Sé de un sitio muy cerca donde se esconden cientos de inmis recién llegados. Será sencillo, llevaremos el DAF.
–Cielos –solté–. ¿Ahora te has comprado uno de esos viejos autobuses que funcionan con hidrógeno?
–Claro, don –respondió entusiasmado–. Caben muchos esclavos dentro. Y ya verás cómo anda. No corre, pero llega a los sitios. El hidrógeno es muy caro, don.
–Está bien, asentí, pero antes quiero dejar mi ciclomóvil en casa.
–¿Tienes ciclomóvil? –preguntó– ¡Jolie! Me llevas a Atocha y vamos al DAF. Yo te digo dónde guardar el ciclomóvil. Mis hombres lo vigilarán.
–De acuerdo –asentí con un suspiro–. Por cierto, hay un tema que quería hablar contigo. He comprado una chica a Rudy para vender a los urba. Es una norteamericana joven y guapa. ¿Podrás colocarla? Yo la engordaré.
–¿Una rubia delgada que se llama Joanna?
–Exacto –asentí sorprendido.
–Te la ha colado Rudy –río Hakim–. No es buena.
–¿Cómo que no? ¡He pagado una fortuna por ella! ¡Seis mil!
–Es mala, es un demonio –dijo entre risas–. No hay quien la dome. Muerde. Y además es una bruja. Y sé lo que digo. Yo la cacé para él. Te traerá problemas. Ya sabes cómo son los urba te la devolverán al primer mordisco y no podrás deshacerte de ella.

Hakim no paraba de reírse y yo comenzaba a enfadarme de verdad por mi ingenuidad.

–¡Y por seis mil euros! Ja, ja, ja ¿Por qué no preguntas antes? Te tendrás que casar con ella. Ja, ja, ja. A esa no la van a querer en ningún harén.

Hakim seguía riéndose, así que en mi indignación salí de casa de Yehuda sin despedirme, empujando a los pocos creyentes que quedaban y caminaban todavía resacosos de tanta fe.

–Espera –me dijo Yehuda alcanzándome en la puerta; me volví hacia él, tenía cara de estar muy preocupado–. Ven mañana después del rastro y tal vez te explique lo que son las Trescientas Holandesas. Es muy poco cuanto puedo decirte porque es cuanto estoy dispuesto a hacer por ti. Quiero creer en el Exú y quiero pensar que tú eres un digno hijo de Changó. Que tu pompa gira te proteja, amigo mío. No sé si hago bien, pero haciendo poco hago tanto para bien como para mal. Y para todos poco. Ya me entenderás si realmente el Exú tiene razón. Que Oxalá te bendiga, amigo.

–Eso suena muy grave, Yehuda –le dije extrañado de su turbación.
–Sólo recuerda esto –añadió–: la fe del que no puede creer en lo que no ve reside en lo que toca –después dio media vuelta y penetró en la casa.
–Así que la chica no vale nada –le dije una vez estuvimos en la calle a Hakim, que había cambiado sus hábitos de creyente por una chilaba blanca, las gafas de sol y el turbante que le cubría toda la cara. Y del cual sobresalían unos enormes auriculares conectados a un viejo diskman.
–Bueno –concedió–. Algo se podrá hacer con ella si promete portarse bien. Ahora, don, voy a conectarme. Quiero escuchar un poco de música.
–¿Qué escuchas? –pregunté con curiosidad.
–Bisbal. Really good, don –dijo levantando el pulgar.

Caminamos en dirección a Tirso de Molina. El calor era tan asfixiante como lo había sido cinco horas antes. Las calles estaban completamente desiertas. En el centro de la plaza, la estatua del dramaturgo estaba muy inclinada. Desplazada y a la vez sostenida por las raíces de un enorme baobab. El adoquinado original se veía reventado por las palmas que habían crecido.

Me puse el casco. Me subí al ciclomóvil y lo encendí. Conminé a Hakim a subirse y nos desplazamos hacia la boca de la RAF, en el otro extremo de la plaza. Descendimos por las escaleras y nos adentramos hacia las vías abandonadas. Encendí los faros y seguidamente acoplé la ultrapalm al manillar del ciclomóvil: se activó el Programa Especial de Vías Muertas, un radar que dibujaba la red de vías en desuso y que en la PEM utilizábamos para desplazarnos en casos de urgencia.

Circulamos por oscuros túneles espantando grandes ratas. También pasamos por una charca que se había formado en una depresión de la vía. Al pisar un pequeño cocodrilo ciego el vehículo casi se desequilibró. En menos de cinco minutos llegamos a la Sala Central de Abastos de la estación de Atocha (SCA). Éste era el lugar donde cada ocho horas los don pobres que trabajan en Mercamadrid eran recogidos o devueltos al Distrito Financiero.

Tras mostrar mi ultrapalm a los ciberagentes, entramos en la sala y después en uno de los inmensos elevadores. Ascendimos a la estación y desde allí salimos a la superficie. Hakim me indicó el camino a un viejo aparcamiento cubierto que ataño sirviera para los coches de los viajeros que cogían el AVE, un rudimentario tren que rodaba en superficie y que unía el estado con las ruinas de Sevilla. ¡Un tren que sólo podía alcanzar los trescientos kilómetros por hora!

Allí estaba el DAF, otra reliquia del pasado, muy apreciada por los raptores por su capacidad de carga de inmis. Además funcionaba por combustión de hidrógreno. Éste era relativamente fácil de conseguir, aunque a costosos precios, pues los urba lo utilizaban como fuente de energía doméstica. Un viejo DAF podía costar unos 100.000 euros. Una suma nada desdeñable, pero asequible para una banda de raptores que consiguieran colocar una partida en un buen harén. El trasto conservaba las listas superiores negras y la chapa roja, ahora de un rosado corroído y débil, casi ácido. Junto a él, esperaban los hombres de Hakim, la mayoría procedentes de países árabes y africanos. Iban ataviados con chilabas blancas y el rostro cubierto por las gafas y el turbante. Portaban, apoyadas en el hombro, ostentosas armas láser, ya pasadas de moda. Hablaban en criollo, mezclando francés e inglés a partes iguales. Realmente el castellano era la lingua franca, pero no la más usada entre los inmis.

Aparqué el ciclomóvil donde me indicaron y no pude evitar mirar hacia el fondo. El aparcamiento estaba situado sobre un promontorio. Se observaba desde allí todo lo que un día fueron los distritos de Madrid Sur. En el pasado tuvieron gran vitalidad gracias a la inmigración interior. Alimentaron pueblos como Getafe, Leganés o Alcorcón. Ahora no eran más que montañas, muertas y huecas, de ladrillo oscurecido por la lluvia ácida: una extensa masa negra e informe que no terminaba nunca y tan sólo transmitía una sensación de profundo silencio.

Nos subimos a aquel extraño aparato que había acabado siendo el DAF. Los raptores le habían hecho algunas modificaciones, la más notable de las cuales había sido sustituir las ruedas de caucho por grandes cadenas de oruga que hacían retumbar el suelo a su paso. Además, en el techo habían practicado un orificio, en el centro del autobús, por el que un hombre controlaba una metralleta láser. Los asientos habían sido arrancados y en su lugar había barras longitudinales con un sistema de esposas magnéticas.

Salimos del aparcamiento, arrastrando a nuestro paso coches abandonados. Pasamos por delante del Museo del Prado y rodeamos los restos de la estatua de la Cibeles. Continuamos por la calle Alcalá. A lo lejos se veía, en la bifurcación con Gran Vía, un gran ángel de hierro coronando la cúpula de un edificio renegrido. Tenía colgado un cartel con una inscripción gigantesca que rezaba:

Madrid 2070 ¡Bienvenidos al infierno!

Cruzamos la puerta del Sol y nos encaminamos por Arenal. Antaño una calle que ahora había recuperado su atávica condición de arrollo. Un lecho arenoso y seco cubría la vía y el DAF se movía con más lentitud. Nos detuvimos a la altura de la calle Bordadores. Se abrieron las puertas laterales y bajamos. Teníamos que ir con cuidado, pues entre el lecho arenoso se escondían numerosos alacranes africanos. Hakim disparó su láser contra una lengua de suelo. Decenas de alacranes salieron a la superficie retorciéndose calcinados. La zona quemada nos servía de guía para saber por dónde teníamos que pisar.

Anduvimos hasta la plaza de San Ginés y nos detuvimos a las puertas de lo que antaño fue una iglesia. Penetramos en el interior y los hombres de Hakim comenzaron a disparar en la oscuridad en todas las direcciones. Se oyeron cientos de gritos desgarradores. Los raptores encendieron las linternas de sus fusiles. A medida que iban viendo a aquellos seres tumbados en el suelo les pateaban y disparaban su munición. Los inmis, ignorantes y asustados, corrían hacía las paredes. Estaban desnudos y sucios. Eran en su gran mayoría negros y norteamericanos. Uno de ellos, un tipo blanco, moreno y fornido, quiso abalanzarse sobre uno de los hombres. Pero éste lo fulminó con una ráfaga de láser que lo dejó convulsionándose en medio de un charco de sangre y fuego.

Apuntando con sus linternas, empezaron a separar a las mujeres. Hakim les tocaba los pechos y las nalgas de una manera mecánica. Les miraba los dientes, los ojos, les pellizcaba los labios y las seleccionaba. Tomaron dieciséis chicas, todas ellas negras y jóvenes, y las obligaron a ir hacia la salida. Poco a poco, aquella gente miserable se fue apartando de las paredes y situándose de nuevo, con su mirada triste, sobre los gastados suelos de mármol.

Los hombres de Hakim subieron su botín al DAF. Pusieron a las chicas una pulsera magnética y accionaron los imanes de las barras.

Arrancamos y el vehículo se llenó de gemidos e imprecaciones en idiomas ininteligibles a los que nadie hacía caso. Nos deslizamos hacía la plaza de Opera, donde estaban las ruinas de lo que fuera el Teatro Real, hoy un inmenso solar. Y también el Palacio Real, sede del Gobierno del Estado. Desde el mismo, podía otearse la gran ciénaga de la Casa de Campo, que allí llegaba a fundirse con la ciudad. En épocas de sequía, los cocodrilos se adentraban por los callejones para alimentarse de inmis.

Regresamos a la plaza de Cibeles, deshaciendo el camino andado. Las chicas seguían gritando. El hombre que estaba situado en la parte superior disparó su metralleta al aire, por lo que fue abroncado por Hakim. Dentro del DAF alguien sacó botellas de cerveza de Baobab y comenzó la celebración por el fácil botín obtenido.

De repente una mina nos frenó de golpe. El autobús resistió bien la carga explosiva, a pesar de que destrozó parte de los bajos. Las chicas se pusieron a gritar histéricas y los hombres las amenazaron con sus armas, obligándolas a mantenerse en un silencio preñado de pánico. Los labios les temblaban y comenzaban a brotarles lágrimas de los ojos. Nadie salió del vehículo y el tipo del techo se agazapó en su agujero mientras movía la metralleta de un lado a otro.

–¡Son nuestras! –gritaba–. ¡Esta captura es nuestra y no nos la quitaréis! ¡El negocio es nuestro!

El silencio se prolongó todavía unos minutos más. Nosotros, agachados, esperábamos el ataque inminente. Yo había sacado de mi bolsillo la ASL y la sujetaba en la mano izquierda.

Desde una procedencia desconocida, un proyectil impactó contra el triple filtro delantero del vehículo rompiéndolo. Se formó una gran nube de humo. Los hombres desactivaron las pulseras magnéticas, abrieron las puertas traseras y obligaron a las muchachas a salir. Éstas se resistían, pero fueron empujadas. El silencio regresó y sólo los gritos de las mujeres lo quebraban. No sabían hacia dónde correr. Cuatro nuevos botes de humo estallaron alrededor del autobús y todo se hizo confuso. Hombres vestidos con monos blancos y mascarillas antigás salieron de una alcantarilla cercana y se metieron con sus armas en la nube.

Durante un cuarto de hora largo combatimos en la confusión. Siguiendo mi instinto, no me aparté del DAF y conseguí colocarme debajo de él por la parte trasera. Allí choqué con un cuerpo y comencé a luchar hasta que uno de los insultos de mi adversario me hizo saber que se trataba de Hakim. Con amargura, admitió que había perdido la batalla y propuso no moverse de ahí.

Sonaron disparos y gritos. Y finalmente sólo las toses de las mujeres. Mientras, se disipaba la niebla de humo y éstas eran conducidas por los hombres de los monos hacia la boca de la alcantarilla.

–La gente de Sánchez –dijo Hakim–. Ese cabrón me la ha vuelto a jugar.
–Hay que reconocer que el hijo de la gran puta es muy listo –se me escapó. Hakím me miró de reojo con un punto de ira.

La alcantarilla se cerró, la visibilidad volvió a ser completa y salimos de debajo del reventado DAF. Un panorama desolador, compuesto por los hombres de Hakim muertos, nos recibió.

–Lo siento por tus chicos –dije.
–No importa –soltó Hakim mientras recogía los fusiles desperdigados por el suelo–. Sabían a lo que se exponían. Afortunadamente no vinieron todos.

Apretadas junto a la estatua había tres chicas que habían conseguido despistar al grupo de Sánchez.

Desnudamos a tres de los muertos y vestimos a las muchachas. Las inmis gritaban. Hakim las obligo a callar a punta de fusil. Les preguntó si hablaban francés o inglés. Resultó que dos de ellas hablaban yoruba. Hakim se entendió con ellas en este idioma. ¿De dónde procedían? Ellas dos de Nigeria. A la otra no la conocían. ¿Ya no quedaba gente que hablase inglés en Nigeria? Apenas. Los que trabajaban en las casas de los patrones del norte. Ellas fueron sirvientas del capataz de una región-granja, propiedad del estado de Amsterdam, hasta que los rebeldes socializaron la empresa y mataron al patrón. ¿Cómo andaba la guerra? Ellas sólo sabían que su zona la habían tomado los revolucionarios. Huyeron porque se quedaron sin trabajo y los rebeldes las marginaron por haber servido a los oficialistas. Habían llegado unas semanas antes escondidas en un vagón del tren que cruza el estrecho. Habían sobrevivido comiendo los muertos de la calle que no estaban demasiado podridos y bebiendo el agua residual que salía de los edificios de oficinas.

–¿Qué vamos a hacer con ellas? –pregunté.
–Tú, nada, don –replicó Hakim– este no es tu negocio.

Se quedó pensativo, mirándolas fijamente, mientras ellas dejaban traslucir en sus ojos el miedo.

–La más alta me gusta –soltó con entusiasmo–. Tal vez podría servir en mi casa. Tengo dinero para mantener a una de ellas, pero no sé si quiero gastármelo en mujeres.
–Véndelas en el zoco el sábado. Son jóvenes y fuertes.
–Sí –decidió–; me quedaré con la alta y a las otras dos las venderé. ¿Quieres alguna? La más bajita tiene unas bonitas caderas.
–No, gracias, ya tengo bastante con la norteamericana.

Subimos los cinco al DAF y, milagrosamente, Hakim consiguió que arrancara. En el centro del vehículo, el suelo se había abollado.

–Tendré que reforzarlo por debajo con una plancha de acero –opinó Hakim.
Activó la barra magnética y las chicas volvieron a quedar sujetas. Nos pusimos en marcha en dirección al palmeral del Paseo del Prado.
–Hakim, ¿sabes algo sobre la compra de empresas por parte de las mafias del reciclaje? –le pregunté mientras, cubiertos hasta el último centímetro de piel, pues la luna delantera había caído, nos desplazábamos. Él conducía y yo iba apoyado en el salpicadero. Hakim se rió:

–Eso se oye desde que el mundo es mundo, don. Unos porque temen que pase y otros que lo desean. Busca a un comerciante del zoco enfadado por los atracos y pregúntale. Te dirá: “Ah, estos urba no se ocupan nada de nosotros. No les interesamos ni siquiera para tomarse la molestia de matarnos. Pero espera a que las mafias crezcan a su amparo. Un día les robarán su mundo”. En cambio, si con quien está enfadado es con las mafias, porque le han subido los precios, exclamará: “Estos tipos no tienen límite a su ambición y los urba no se dan cuenta. Un día se quedarán con sus empresas y nos quedaremos sin urba. ¿Qué haremos entonces? Porque las mafias son peores que los urba”. Sí, don, tan viejo como el mundo.

–Pues ahora –aseguré– parece que es real. ¿Has oído algo por ahí?

Hakim volvió a reírse estruendosamente.

–¿Has oído algo tú, detective Ibárruri? ¿A qué se dedica la PEM?
–A resolver querellas entre empresas, generalmente. Y a exterminar a los inmis de vez en cuando.
–Pero no a escuchar. No bajas al bar de Makama por las noches, don. Te quedas en la puerta de casa. Si bajases, sabrías que las mafias llevan ya mucho tiempo en las empresas. Yo escucho allí a los lugartenientes de las mafias y deduzco, don. Aprendo rápido –dijo con orgullo.
–Ya lo veo –asentí.
–Mira, es demasiado dinero el que mueven como para que no llame la atención de los urba –dijo.
–¿Quién lo mueve? ¿Sánchez?
–¡No me jodas! –exclamó– Sánchez es un mierda, por eso se dedica a robar a los pobres como yo. Los jefes ricos ni siquiera viven entre nosotros. Se han hecho urba y se mueven por ese mundo entre reverencias. Incluso poseen clubes de rollerball. Ellos arman ejércitos, suben y bajan precios, pero ya ni se acuerdan de que existimos. Por supuesto, los urba les aconsejan cómo multiplicar su dinero y ellos van entrando en las empresas. Lo normal.
–Pero a los urba no les gusta que se sepa. De hecho niegan a toda costa que eso suceda –reflexioné–. Tal vez porque siempre sucedió.
–Cuanto más lo niegan los urba, más adentró están las mafias. Hasta que los urba acaban siendo los verdaderos mafiosos –concluyó Hakim.
–Me dijo Makama que buscabas a uno –soltó el raptor.
–Makama es discreto –repliqué irónicamente.
–No lo es cuando va marihuano –opinó.
–Ramallaes –dije–. El secretario del presidente.
–¿Desaparecido aquí?
–Eso creen los que me contrataron.
–Ramallaes “el mariposón”, le dicen.
–¿Quién? –pregunté extrañado.
–Los chicos de las bandas. Compra muchachos a muy buen precio. Dicen que les pone casa en el centro y los visita, pero realmente nadie lo ha visto. De todos modos, todos los chicos locos quieren que les compre.
–Osea, que se supone que venía mucho al centro –inquirí.
–Eso dicen en Lavapiés. Cuentan que muchas de las mejores casas las ocupan sus chicos locos. Y que tiene amigos entre los cristianistas.
–¿Es cristianista?
–No lo sé, don. Yo nunca lo he visto en misa. Pero pudiera ser. Ya sabes que a algunos urba, por divertirse, les gusta oír misa. ¿Preguntaste al ingworo Berkowitz?
–Sí, pero no quiso ser claro –respondí–. De todos modos, no es lógico que ese dato no aparezca en el Registro de Vidas Privadas.
–Entonces será que no lo es –dedujo Hakim–. Es mejor ser un inmi o un don pobre. Los urba y los don funcionarios estáis registrados hasta las pelotas.
–Será que no lo es… o que alguien no quiere que me entere de la verdad –dije.

Llegamos a Atocha y aparcamos cerca del ciclomóvil. Hakím bajó a las muchachas y me siguió en dirección a la SCA. Descendimos en ascensor y el negro se dio el lujo de mostrarme su flamante ultrapalm con acceso a los ciberagentes. Pasamos el control y ellos se dirigieron al andén de espera de la RAF. Yo tomé una de las vías en desuso en dirección al barrio. Poco antes, al despedirme de Hakim con un apretón de manos, le había dejado uno de mis interceptores en la palma.

Ascendí con el ciclomóvil por las escaleras de la estación de Bilbao y entré en mi calle. Era ya de noche y el bullicio del sábado se hacía estruendoso al calor de los tambores de los árabes. Algunos inmis calentaban en las resistencias aguardiente casero con café. La gente comenzaba a estar borracha. La muchachas me hacían proposiciones, pero yo sólo quería salir del aturdidor bochorno y meterme en la fresca comodidad de mi hogar.

Aparqué el ciclomóvil dentro del portal y subí las escaleras con paso cansino. Abrí la puerta y me dirigí directamente al baño. Me desnudé por completo y me metí debajo del agua fría de la ducha. Luego fui a mi dormitorio. Allí estaba Joanna, dormida con el vestido puesto. Olía bien. Supuse que se habría bañado. La tomé en brazos y la conduje a otra habitación, donde tenía una cama de repuesto. No se despertó ni siquiera cuando la posé en el lecho. Regresé a mi cuarto y me puse unos vaqueros cortos y raídos y las zapatillas de caucho. Fui al despacho y revisé los mensajes recibidos, pero no había nada interesante. Puse un disco compacto de Miles Davis, Kind of Blue. Tomé la botella de ron que tenía escondida en el cajón de la mesa y me serví un trago directo de la botella.

¿Qué sabía de nuevo respecto al caso? Sabía que las Trescientas Holandesas eran reales, importaban. Al menos le importaban a Yehuda. De lo contrario, no se hubiera turbado de aquel modo al mencionarlas yo. Y probablemente también eran importantes para la doctora Flores. Y para Romaguera y Santamans. O bien la mujer de Ramallaes se había empeñado en que el secretario no tuviera noticias directas de las holandesas, o Romaguera me había ocultado a mí su existencia. Yehuda aseguraba que eran sólo una leyenda, pero me había dado la impresión de que su cara, al hablar de ellas, delataba que las consideraba mucho más que un mito.

Ahora bien, sabiendo que Ramallaes tenía amigos cristianistas lo más lógico era que, dado su nivel intelectual, Yehuda fuera uno de los personajes a los que visitara. No me creía que Ramallaes practicara el rito religioso. Era un hombre de mente sólida, con una gran capacidad de análisis, según se desprendía de su trayectoria vital. Pero, por alguna oscura razón que no alcanzaba a comprender, se relacionaba con esa gente. En ese caso, ¿quién me podía asegurar que Yehuda y la doctora Flores no se conocieran? Tal vez por ello habían urdido un plan para despistarme y facilitar así la huida del doctor. De ese modo, yo estaría persiguiendo una pista falsa mientras él se centraba en lograr sus verdaderos y desconocidos objetivos. ¿Cuáles? A saber.

Quedaba clara una cosa: se llamase como se llamase, el doctor poseía algo, o algo había en su persona, que creaba conflictos y reclamaba el interés de alguna gente importante. Podía perfectamente llamarle Trescientas Holandesas hasta que descubriera su verdadero nombre.

Había, además, un punto oscuro respecto a Romaguera y Santamans: me había mentido en lo referente a la vida privada de Ramallaes. De los muchos datos que se contaban en el Registro de Vidas Privadas, sólo unos pocos me parecieron relevantes. Que fuera homosexual no era especialmente interesante desde el punto de vista policial. Que coleccionara máquinas de escribir podía considerarse una excentricidad a la altura de su posición social. Pero que viajara con frecuencia al mundo inmi… Y que tuviera amistad con cristianistas. Era algo que debía de estar registrado. Y no cabía error posible. Vidas Privadas era infalible. Allí estaba todo sobre todo aquel que era alguien. Es más, lo que no tenía sentido es que intentasen alterarlo deliberadamente. Primero porque no era posible. Y también porque Vidas Privadas realmente no servía para nada.

El Registro de Vidas Privadas nació a principios de este siglo a raíz del Caso Ballesteros, cuando un poderoso banquero fue acusado por los tribunales de diversos delitos. Ballesteros exigió al juez poder presentar, como prueba de su honestidad, toda la información que sobre su persona y sus negocios pudiera reunirse. El juez aceptó y Ballesteros aportó al juicio, y a la opinión pública, una detallada relación de su entramado de influencias y negocios.

Por supuesto, el banquero sabía que no podía ganar el caso, pero esperaba que, al aceptarse como prueba su “archivo personal”, en el que aparecían vinculados a sus trapicheos los nombres de importantes miembros del Gobierno y la oposición, éstos frenarían la causa para no verse implicados.

El Gobierno no supo darse cuenta de la peligrosidad de aquella información y toda la clase política se vio salpicada de tal manera que los partidos tradicionales tuvieron que desaparecer en bloque ante el clamor popular, que vino precedido por graves disturbios.

Tras este caso tan notorio se creó el Registro de Vidas Privadas. Comenzó recopilando información de personas importantes y poderosas, pero con el avance de la tecnología y el desarrollo total de la red, Vidas Privadas se ocupó de la vida de todos los ciudadanos urba y de los don funcionarios. Prácticamente todo aquel que manejaba un ordenador estaba en ahí.

¿Cuál era la finalidad del mismo? Hay un dato que la explica muy bien: Vidas Privadas sólo se abría en casos excepcionales y la información que recogía solamente podía hacerse pública con una orden judicial. La intención era que todos los urba supieran que estaban registrados sus trapos sucios. Cuando un urba acusaba a otro frente a un juez, éste dictaminaba una apertura de los registros de ambos contendientes. Como aquello no beneficiaba a nadie, todo el mundo se cuidaba mucho de entrar en litigio. El que Vidas Privadas se hubiera abierto apenas una decena de veces en los últimos cuarenta años probaba su éxito.

Sólo cabía una hipótesis respecto a la vida privada de Ramallaes: yo no había visto su registro auténtico, sino una página especular; una imitación perfecta y manipulada del verdadero.

Di un nuevo trago a la botella de ron y me dejé caer sobre la silla de aire denso, sintiendo en mi espalda el placer de aquel lujo urba. Recordé entonces que había colocado dos amplificadores, uno a Yehuda y otro a Hakim. Encendí la ultrapalm. Ordené que activara el programa de Amplificación de Ondas Cerebrales. Exigí situación y aparecieron en pantalla dos mapas holográficos, uno de Lavapies y otro de mi barrio. Ordené aproximación al primero y el mapa de Lavapiés se amplificó y se definió la situación del sujeto. Pude apreciar el edificio de Yehuda y el patio interior, donde parecía estar. Pedí un perfil escrito y aparecieron en la pantalla los siguientes datos:

Edad: 56
Genero: Hombre
Estatura: 185 centímetros
Peso: 100 kilogramos
Constantes psicológicas fundamentales: Ligeramente elevadas en gradiente ascendente
Tensión arterial: Normalizada dentro de los límites
Entalpía: Generación de calor cerebral alta
Entropía: Negativa
Tensión psicológica: Normal o alta
Círculos obsesivos: En actividad elevada
Alteraciones histéricas: Inexistentes
Constantes de pánico: Bajas
Carga libidinal: Estable

Ordené el paso al siguiente plano y una aproximación detallada del mismo. En la pantalla apareció uno de los edificios cercanos a mi casa, probablemente uno de los apartamentos de Hakim. Pedí una mayor concreción y el punto de emisión se centró en un espacio rectangular, que quizás fuera un salón o un dormitorio. Demandé un perfil del emisor:

Edad: 24
Genero: Hombre
Estatura: 175 centímetros
Peso: 75 kilogramos
Constantes psicológicas fundamentales: Alteradas por sustancias tóxicas
Tensión arterial: Alta
Entalpía: Generación de calor cerebral reducida
Entropía: Negativa
Tensión psicológica: En reducción
Círculos obsesivos: Inexistentes
Alteraciones histéricas: Activas
Constantes de pánico: Bajas
Carga libidinal: En plena descarga

Así que Hakim estaba desfogándose. Probablemente estaría con su recién adquirida esposa. O con las tres muchachas a la vez. Quién sabe. No había duda de que el negro era un portento de vitalidad. Era joven y no perdía el tiempo.

De repente sonó un pitido en el primer mapa, que ahora estaba reducido en una esquina de la pantalla. Una voz me avisó de variaciones en el perfil del emisor:

Edad: 56
Genero: Hombre
Estatura: 185 centímetros
Peso: 100 kilogramos
Constantes psicológicas fundamentales: Notoriamente elevadas en gradiente ascendente
Tensión arterial: Alta en gradiente ascendente
Entalpía: Generación de calor cerebral muy alta
Entropía: Negativa
Tensión psicológica: Muy alta
Círculos obsesivos: Bloqueados
Alteraciones histéricas: Altas
Constantes de pánico: Altas
Carga libidinal: Disparada

Exigí una aproximación detallada a la zona de emisión y apareció el plano del apartamento de Yehuda, por donde el punto de emisión se movía de forma aleatoria, cambiando continuamente de habitación, regresando al patio, saliendo de él para volver… Todo indicaba que estaba siendo víctima de un ataque de locura. O quizás una persecución. Exigí de nuevo un perfil:

Edad: 56
Genero: Hombre
Estatura: 185 centímetros
Peso: 100 kilogramos
Constantes psicológicas fundamentales: Muy alteradas
Tensión arterial: Riesgo de infarto, elevada cantidad de adrenalina en el torrente sanguíneo
Entalpía: Generación de calor cerebral excesiva
Entropía: Negativa
Tensión psicológica: Muy alta
Círculos obsesivos: Bloqueados
Alteraciones histéricas: Muy altas
Constantes de pánico: Muy altas
Carga libidinal: Muy alta

El punto de emisión acabó deteniéndose en el patio y la señal cada vez se hizo más débil. Pedí un perfil inmediato:

Edad: 56
Genero: Hombre
Estatura: 185 centímetros
Peso: 100 kilogramos
Constantes psicológicas: Degradadas
Tensión arterial: Descendiendo a nula
Entalpía: Generación de calor en descenso precipitado
Entropía: Inicio de entropía positiva
Tensión psicológica: En descenso
Círculos obsesivos: Elevados
Alteraciones histéricas: Inexistentes
Constantes de pánico: Bajas
Carga libidinal: Nula

La señal acabó por establecerse de un modo intermitente en la pantalla hasta que desapareció.

Emisión extingida. Probable muerte cerebral del sujeto.

Eso confirmaba que lo que poseía o buscaba Ramallaes, y por lo cual le perseguía –¿por qué no decirlo así?– Romaguera y Santamans, no tenía otro nombre que el de Trescientas Holandesas.

h1

300 HOLANDESAS/LA NOVELA: Viernes 30 de junio de 2070 (50 de la Era Fukuyama)

julio 26, 2011

Me levanté algo tarde. Salté de la cama y descorrí las cortinas de terciopelo rojo de la habitación. Una luz pálida pero consistente llenó la pieza. A través de los triple filtro del balcón pude observar que las valvas de la calle estaban acopladas. El calor arreciaba y tuve que subir el termostato. En el resto de la casa, fui descorriendo cortinas para que entrase la luz. Moni Penny pegó un salto en verme y se me acercó. De mala gana, le acaricié la cabeza y nos dirigimos a la cocina. Del enorme refrigerador saqué un cartón de leche –Made in Moçambique, ponía en el reverso– y le serví un plato. También le di unas cuantas tiras de proteína e hidrato de rata. Yo no tenía hambre y me dirigí al despacho.

Miré allí el cuadro que tenía en la pared de enfrente. Violón y Guitarra, de Juan Gris. Cortesía del abuelo. Sonreí. Puse un disco de vinilo. Comenzó a sonar la voz áspera y a la vez dulce de un tipo que se llamó Chet Baker. Cantaba I get along without you very well. Me fui silbando a la ducha y dejé que el agua fresca resbalara por mi cuerpo desnudo. Llevándose con sus pequeños latigazos todo mi embotamiento. Fue entonces, bajo el chorro de agua, cuando comencé a reflexionar sobre el caso que me habían encargado. La verdad es que no sabía si creer a Romaguera y Santamans. No estaba seguro de que esos tipos no me estuvieran tendiendo una nueva trampa. Aunque tampoco encontraba motivos por los que me pudieran desear ningún mal. Al contrario, a Romaguera y Santamans creía caerle bastante bien. Por parte de Montera, Sciorini y Fernández–Hirsch, con decir que eran mis principales clientes bastaba… Aquello, por extraño que pareciese, tenía visos de ir en serio.

Salí de la ducha con el doctor Ramallaes en la cabeza. Me dispuse para ir a desayunar al zoco del Dos de Mayo. Me calcé unas babuchas amarillas y me cubrí con una chilaba azul celeste. Salí de casa y bajé en penumbra las escaleras que conducían al portal. Accedí al exterior tras ponerme las gafas de sol y cubrirme la cabeza con un turbante. Anduve por los apestosos callejones, sorteando los regueros de légamo y soportando los olores que se condensaban con el terrible calor. En las esquinas, los inmis vendían fruta medio podrida. También arroz con alubias rojas. Las cocinaban en perolas que mantenían calientes con resistencias conectadas a baterías de coche. A pesar de que la utilización de automóviles estaba extinguida, éstas soportaban bien el paso del tiempo. Además, tenían la ventaja de que el ácido sulfúrico era fácil de obtener mediante la destilación de la lluvia ácida. Los inmis subían por la noche a los tejados y conectaban las baterías a las placas fotovoltaicas para cargarlas.

Normalmente, a estos vendedores ambulantes solían comprarles inmis todavía más pobres. El precio de una ración de alimento era un euro. Conseguido mediante favores sexuales o el robo.

Al cruzar la calle de Carranza me tapé el rostro con el pañuelo y apreté el paso. Era una vía demasiado ancha y estaba al descubierto, sin valvas. Me desvié por Manuela Malasaña, ya otra vez bajo el triple filtro. A medida que me aproximaba al zoco, proliferaban pedigüeños de toda raza y color. Pedían el euro de rigor y ofrecían un variado elenco de objetos a cambio del mismo. Muchos de ellos ni siquiera estaban en pie: simplemente sentados. Fumando hierba o aspirando cola de soldar triple filtro. Extendían sus marchitas y ulcerosas manos a mi paso. Los sorteaba como podía, a pesar de que los grupos de mendigos eran cada vez más densos. También había traficantes de medicinas. Y vendedores ambulantes de miserables objetos robados. O encontrados en las calles de los barrios no habitables: lámparas, juguetes vetustos, alimentos pasados, maquinaria inutilizada…

Finalmente alcancé el zoco, cubierto en parte por valvas circulares en los márgenes de la plaza. Me moví entre los toldos de los comercios, laberínticamente dispuestos, hasta llegar al local de desayunos de Makama Owosu–Ankomah, en la esquina con la calle Daoiz. Servían allí buen café y abundante rancho con especias picantes. Además de algunos platos exquisitos de origen magrebí. Saludé al enorme negro que era Makama y él me dispuso una mesa apartada en la sombra del tugurio. Junto a un ventilador. En su aparato de música sonaba una tonada árabe suave y lánguida. Makama tenía preferencia por todo lo árabe a pesar de que su familia era originaria de Ghana. Llegaron a principios de siglo cruzando el estrecho en un tipo de embarcación sumamente inestable llamada patera. Ahora, setenta años después, Makama y los suyos podían considerarse don a todos los efectos.

–Buena voz, bro –le dije refiriéndome a la mujer que cantaba a través de los altavoces.
–Se llamaba Natacha Atlas –me dijo entusiasmado–. Lo compré –se refería al compacto– a uno de los manteros de los alrededores del mercado. No sé de dónde lo habría sacado. Not easy to find that kind of cd’s now.
–Not easy –respondí–. Lo habrá robado. Ya no quedan joyas de estas en la calle.
–Están todas en tu casa –rió Makama al decirlo–. O en la mía.

Se refería a que ambos, estando asentadas nuestras familias en esta tierra, éramos voraces recolectores de restos culturales de antes de la gran catástrofe climática. La mayoría de los don vinculaba su valor social a su pasado. Y éste estaba indefectiblemente ligado a la cultura. No era raro, pues, que todo don que se preciase acumulara en su casa o comercio miles de discos, decenas de cuadros y centenares de libros, fotografías y otros objetos que atestiguasen su conocimiento de un pasado común que ya no era más que una entelequia.

–El disco estaba nuevecito –comentó Makama mientras me traía un café y un plato de alubias con huevos fritos espolvoreados de pimienta y curri–. Y resulta que la tía que canta no era mora sino de Bruselas –dijo estallando en una gran carcajada.

Comí y me bebí el café en silencio, acunado por la sombra, el ventilador y la voz de la tal Atlas. Admirando las fotos de familia antiguas que Makama tenía en las paredes. Auténticas fotos de Ghana. Del tiempo de sus abuelos. Envidiaba, más que nada en el mundo, aquel sol que inundaba las imágenes familiares de altos hombres y culonas mujeres negras expuestas a la libertad de unas calles sin valvas, sin sombras eternas ni limitadas por un cielo tóxico. Envidiaba la sensación de poder sentir el calor de la mañana o el atardecer sin pánico ni prevenciones.

Cuando terminé, avisé a Makama. Él iba, como yo, con su chilaba y las gafas de sol incluso dentro del bar y bajo el gran toldo verde. Se acercó, cogió una silla y se sentó a la mesa conmigo.

–Dime, bro.
–Tengo un caso caliente entre las manos. Mucho dinero. Pero también mucho lío –le comenté en tono confidencial.
–Explícate.
–Ramallaes, el secretario del presidente, ha desaparecido. Quieren que le encuentre.
Makama me miró con una sonrisa enorme y blanca. Indiferente tras sus gafas de sol redondas y simpáticas.
–Pues que se joda si se ha perdido –soltó sin perder la sonrisa–. ¿A nosotros qué? No hacen nada por nosotros los putos urba.

Asentí, aunque sin sonreír. Yo sí vivía de ellos y sus líos.

–Además –prosiguió–, si se pierde un capullo de esos, los urba ponen a otro y ya está. Acuérdate cómo hace cinco años, en el accidente del magneto suburbano, murieron no sé cuántos urba.
–Mil –dije–; era hora punta. Y murieron dos concejales y el jefe de la PEM.
–¿Y qué pasó? –se preguntó Makama. Ya no sonreía–. ¡Nada! Los cambian y ya está. Su sistema no necesita de humanos. Está al servicio de los humanos, pero puede prescindir de ellos.
–Ya. Pero me pagan por encontrar a ese cabrito –repuse.
–¿Mucho? –preguntó con una mirada pícara.
–Mucho –admití.
–Y cuándo lo encuentres ¿qué harás? Yo le pegaría un tiro –opinó para sí sin mucho enfado. Simplemente porque ese era su punto de vista.
–Yo no puedo hacer eso. Tengo que devolverlo vivo a su urbanización –alegué.
–Si pagan, pues vale –dijo Makama–. ¿En qué puedo ayudarte?
–Por tu local pasa mucha gente. la hierba que cultivas en el invernadero de ahí atrás –señalé la pared del fondo del local, donde una puerta accedía a un solar derruido– es de las más preciadas de la ciudad. Tú sabrás por tus amigos si alguien a secuestrado a Ramallaes. Las noticias vuelan.
–Aquí a nadie le importa quién es ese tipo –adujo Makama–. Ni lo conocen. Podrían reconocerlo por las fotos que ven en el Times, pero no saben leer. Además, para ellos ese tipo es un urba más –razonó–. Pero si te pagan, preguntaré. ¿Cuánto te pagan?
–Mucho más de lo que vale esta plaza –dije.
–¿Cuánto? –insistió.
–Casi un millón –solté finalmente reduciendo considerablemente el importe.
Makama se quitó las gafas para mirarme fijamente con la boca abierta.
–¡Estos urba se han vuelto locos! –exclamó– Un kilo por un funcionario de mierda.
–Ten en cuenta que ese tipo es un secretario –intervine.
–¿Pero qué tiene ese tío para valer tanto, por muy secretario que sea? ¿El elixir de la juventud, una máquina que acabará con la hiperradiación?
–Puede que algo de eso –respondí con desgana–. Quién sabe –dije levantándome–. Lo que les preocupa no es exactamente el tipo en cuestión… Tú entérate de todo lo que puedas. Ya sabes que si resuelvo el caso tendrás un local nuevo y más amplio, bro.

Se río a mandíbula batiente. Me señaló y dijo:
–Tú lo resolverás, seguro. Y seremos millonarios. Y casaré a mi hija contigo.
–En todo caso yo seré millonario, bro. Y tú tendrás un local jolie, jolie. Chic –le aseguré con una media sonrisa y obviando el tema de su hija.
–Y otra cosa: ¿crees que debería contactar con Sánchez?
Makama se quedó pensativo mientras le reclamaban en otra mesa.
–Creo que tú, especialmente, no le caes muy bien, bro –dijo finalmente–. Eso hace que sea peligroso contactar con él.
–Luego mejor no me acerco a su entorno.
–No sé –insistió Makama mientras se entendía en francés con dos comerciantes árabes que estaban pidiendo su comida–. Antes podrías preguntar a tu amigo Hakim. Él trata con Sánchez.
–Pues ayer por la noche no estaba muy contento con él. Y casi me las cargo yo.
–Pero eso era porque Sánchez le tangó hace dos días con una partida de chicas. No creo que el negro tenga nada contra ti, sino contra los cabrones como Sánchez. Ese tipo cree que por ser don tiene derecho a aprovecharse de los inmis que hacen bussines with’em.
–En fin, bro –dije con prisas– ese Sánchez va a acabar jodiendo la convivencia con los inmis que tanto nos a costado construir. Contactaré con Hakim. Lo peor que puede pasar es que tenga que matarlo. O él a mí. Salud, mon frare.
–Salud, mon bro. ¡Un millón por un urba! ¡Madre mía! –iba diciendo Makama mientras se acercaba a los comerciantes hambrientos.

Salí del tugurio de Makama al asfixiante calor tras ponerme de nuevo las gafas. Me distraje mirando las mercancías que vendían en los puestos mientras pensaba en la desaparición de Ramallaes. La gente se agolpaba debajo de los toldos comprando la verduras frescas que los trabajadores de Mercamadrid habían traído antes del amanecer. También carne importada de categorías inferiores a la que comían los urba, pero proteína al fin y al cabo. Pescado congelado que se derretía hasta pudrirse… En otros puestos vendían repuestos de todo tipo y para toda la gama de electrodomésticos imaginables: válvulas, compresores, portalámparas, bombillas, tornillos, tuercas, teclados de ordenador de segunda mano, cables…

Más adelante, la zona de legumbres: lentejas, garbanzos, semilla de frijoles blancos, rojos, negros, maíz del Brasil, de México… También semillas de baobab, muy baratas y apreciadas. El baobab era de los pocos árboles capaces de resistir la hiperradiación. De sus frutos se obtenían excelentes bebidas refrescantes, muy parecidas a las limonadas, y la mayor parte de la cerveza que se consumía en el Distrito Financiero. El fruto era también un buen sustituto de la quinina. Y por lo tanto de la especulación farmacéutica en el mercado negro. Sobre todo cuando en la estación húmeda aparecían las epidemias de disentería.

Me detuve ante el puesto de un carnicero indio cuyo cartel rezaba: Delicatessen. Vendían pechuga de cernícalo de ala atrofiada, entrañas de tortuga de la gran ciénaga, filetes de cocodrilo y los inmejorables muslos de la avutarda de zarzal. Como conocía al tipo, conseguí que me fiara un par de muslos y media docena de topos de cloaca. A Moni Penny le gustaban mucho. El sabor era parecido al de las ratas. Le estimularía el apetito por la caza.

Salí del zoco en dirección a mi apartamento. Las calles estaban despejadas. La mayoría de mis convecinos estaban a esas horas durmiendo o trabajando. Otros andarían sisando o trapicheando con marihuana para sobrevivir.

Entré en casa sin problemas tras mostrar al lector de la puerta mi ultrapalm y poner después sobre la misma el dedo corazón de la mano izquierda. Moni Penny dormía en uno de los sofás. Me metí disparado en la ducha y estuve largo rato bajo el chorro de agua. Quitándome de encima el aletargamiento que me había producido el calor. Y tratando de reflexionar sobre el caso. Tenía razón Makama. ¿Por qué pagar quince millones por un funcionario, por muy eficiente que fuese? La respuesta fácil era: “Tenía los archivos”. Pero no me cuadraba que no existiera, en alguna parte, una copia de los mismos. Cualquier ordenador oficial, e imaginaba que todo ordenador conectado a la red, realizaba una copia automática de todo lo que se decía y ordenaba. De los gráficos que se construían. De los mensajes enviados… Y ésta iba directa a los conmutadores de censura, donde se registraba absolutamente todo. Puede que en el caso de altos funcionarios, y dada la confidencialidad de los archivos sobre mafias, no se hiciera copia. Para que no fuera interceptada por los informáticos a sueldo de éstas. Cabía esa posibilidad. En ese caso cobraba sentido la alarma de Romaguera y Santamans. Pero, por el mismo motivo ¿no era lo lógico efectuar una copia, o muchas, fuera de red?

Por otro lado, trataba de imaginar por qué las mafias tendrían interés en secuestrar a Ramallaes. ¿No era más fácil robarle? ¿O usar un interceptor de información sofisticado? Fuera del ámbito red, las ultrapalm eran mucho más susceptibles de penetración de virus degenerativos. Y las mafias tenían dinero de sobra para agenciarse el mejor interceptor del mercado, si es que tanto les iba en ello. Con que un tipo, con el interceptor en el bolsillo, se cruzase con Ramallaes, en menos de un minuto habría que decir adiós a los archivos. ¿Para qué arriesgarse a secuestrar un super urba que lleva una nutrida escolta?

Deduje que había un alto porcentaje de probabilidad de que Romaguera y Santamans me hubiera mentido respecto a los archivos. Ponderé la posibilidad de que el tema Ramallaes estuviera relacionado realmente con el tráfico de armas. O el desvío de éstas a las mafias. Sería lógico que Romaguera y Santamans no quisiera hablar de esto con un policía. Aunque fuese por cortesía. Pero bien pensado: ¿necesitaban más armas de las que ya tenían las mafias? Al contrario, no les importaba perderlas. Las armas servían para defenderse en el mundo inmi. Y quizás eran lo más barato de conseguir. Bastaba con ir a alguna zona de la ciudad, unas horas después de que hubiera habido una batalla entre bandas de recicladores, y recogerlas del suelo. O arrancarlas de las manos de los muertos. Desde luego era una empresa muy arriesgada, pero se podía conseguir un arsenal de excelentes láser por ese método. Todo el mundo lo sabía.

Las armas. ¡Bah! Los urba las compraban en otros estados y las repartían entre las bandas rivales. No les era ajeno que cuanta más división y violencia imperara entre los inmis, más difícil sería que pensaran en ellos y en el modo de desbancarlos de su cómoda vida. Aunque en realidad, las diversas revueltas que se habían producido a lo largo de los años demostraban que, por el momento, era imposible derribar a la sociedad urba. Ellos disponían de sus leales funcionarios don. Policías como yo que por un precio razonable recurríamos al arsenal estatal. Y desde determinados túneles accedíamos a la superficie de las calles del Distrito Financiero. Un metro cúbico de gas sarín, soltado a medio día bajo la cobertura de las valvas, se extendía rápidamente matándolo todo en menos de cinco minutos. Después, por la noche, bastaba con esperar a la apertura del triple filtro. Al día siguiente la atmósfera se mostraba limpia de revoltosos.

No había forma de expulsar a los urba mientras los don estuviésemos a su servicio. Y aún en el caso de que nos pusiésemos en su contra, nuestros amos tenían misiles sónicos, que a su paso reventaban todas las valvas. Nunca habían sido utilizados. Pero yo no dudaba, dada nuestra precaria defensa ante la hiperradiación, de que con un aparato tan sencillo les bastaría a los urba para acabar con nuestra sociedad. No había manera humana de vencerles. Era mejor estar con ellos.

Entonces, si tan invencibles eran, ¿por qué ese temor por los archivos de Ramallaes? ¿Era tan dramático perder un porcentaje del capital de un par de empresas? ¿Representaba algún peligro ese tipo desgarbado, miope y de pelo canoso que aparecía en todos los boletines junto al presidente?

Salí de la ducha ya despejado y aumenté en el termostato el frío ambiental. Descorrí un poco una de las cortinas y vi a dos inmis en la soledad de la calle. Un hombre y una mujer morenos. Vestidos pobremente, aunque no desnudos. Se arrullaban amorosamente en un portal. Decidí respetar su intimidad. No dudaba de que el callejón, a aquellas horas y con su hedor insoportable, era el mejor lugar para hacerlo sin que a uno le molestasen. Puse un disco de un tipo que se llamaba Bill Laswell. Era un compacto titulado Cuba Imaginaria. Interesante, aunque para mi gusto aquella música se acercaba demasiado a las remezclas que tanto relajaban a los urba. Lo más curioso resultaba que en el libreto del disco aparecían unas fotos de La Habana tal como era antes del gran desastre climático. Uno diría que aquellas tomas no correspondían al moderno estado actual de Cuba–Miami. Y menos a las imágenes y reportajes que se podían ver en la red de la modernísima ciudad de La Habana.

Uno más bien diría, al observar aquellas fotos de ruina, de grandes edificios vencidos por la herrumbre y el desprendimiento, de casas a medio caer abigarradas y olvidadas, que aquello eran imágenes familiares. Fotografías caseras. Cercanas. Tomadas el día anterior en nuestro Distrito Financiero.

Mientras la música comenzaba a sonar, me calcé unos vaqueros no demasiado viejos, mis zapatillas deportivas de caucho y la camiseta a listas de la policía estatal barcelonesa. Ya vestido y despejado, me senté en el despacho y puse la ultrapalm frente a la pantalla para recibir datos, llamadas y mensajes. Tenía varios mensajes publicitarios y un boletín de noticias que no me interesaban lo más mínimo:

–Aumenta la calidad del bacalao de las granjas flotantes canadienses.
–El salmón criado en los torrentes de Nueva Guinea baja su precio un 5%.
–La nueva línea de pescadilla cortada y congelada en la flota japonesa del pacífico sur ahorrará un 13% de los costes de mantenimiento.
–La situación en Nigeria parece tranquilizarse con el nuevo presidente, que ha prometido no subir los peajes de captura y crianza de las especies de teleósteos. Por otro lado…

Pedí un desarrollo de la noticia:
Por otro lado, según anunció ayer el mando aliado oficialista, los insurgentes revolucionarios, capitaneados por la Junta de Comandantes, han cedido terreno en el este y sur del país, atrincherándose en las cercanías del delta del Níger. Se están desarrollando duros combates en esta zona para expulsar a los rebeldes. Altos oficiales nigerianos opinan que en pocas semanas la guerra habrá terminado.

Imaginé que aquella noticia haría subir las acciones de todas las empresas de importación, congelación y logística de materias primas. Continué escuchando:
–UC Internacional presentará la semana que viene el estado de las investigaciones sobre un nuevo sistema de microcongelado de fibras sensibles. Con él, en un futuro próximo, será posible seleccionar las partes de los alimentos a congelar con el fin de reducir la merma de calidad en los productos. “Este sistema nos permitirá algún día centrarnos en aquellos tejidos más susceptibles a la descomposición y respetar el resto de la pieza, que se mantendrá en refrigeración simple”, ha asegurado el presidente de UC Internacional.
–Se abren tres nuevas granjas de Doradas en Mauritania con capacidad para procesar un millón de piezas diarias. En el capital mixto del proyecto participan empresas y entidades financieras de Madrid, Barcelona, París y Marsella.
–Las ciudades de Norteamérica sufren escasez de alimentos.

De nuevo pedí desarrollo:
En Norteamérica más vale ser campesino que obrero en una fábrica. Las reformas económicas emprendidas por Donald Runsfeld III en julio del año pasado han conducido a muchas industrias, que funcionan al ralentí, a la imposibilidad de pagar la totalidad de los salarios. Una caída de ingresos de hasta el 70% en muchas familias y el fuerte incremento que han experimentado los precios de los alimentos han causado un deterioro severo en las condiciones de vida de muchos norteamericanos que habitan ciudades como Nueva York, Chicago o Los Angeles. Estos se han visto obligados a invertir el 90% de lo que ganan en alimentos. “Y esta comida ni siquiera es adecuada, no incluye carne ni pescado; muy pocas proteínas, principalmente cereales y vegetales”, explica el ministro cubano de Asuntos Norteamericanos, Jaime Robaina.
Según Robaina, las autoridades de Washington “se han olvidado por completo de los fundamentos de la economía de mercado, centrando sus esperanzas en superar la crisis a base de fe fanática y la movilización popular que ésta debería haber producido”. “Una vez más, nos veremos obligados a proveer a nuestros vecinos de ayuda humanitaria y a superar unas cuotas de inmigración ilegal ya de por sí insoportables para Cuba–Miami”, concluyó Robaina.

No presté más atención a las noticias, aunque me quedaba todavía el doble por revisar. Me aburrían enormemente, incluso sentía asco físico cada vez que tenía que oír sus contenidos.

Seguidamente abrí un boletín con catálogos de productos varios, la mayoría lejos del alcance de mi bolsillo. Las imágenes se sucedían en la pantalla mientras una voz iba recitando sucintas frases publicitarias:
–Alimentos de Brasil; sin comparación. La mejor fruta del planeta al mejor precio. Encargue ya sus mangos, sus papayas, sus plátanos… No lo dude y mañana mismo los tendrá en su casa.
–Nueva línea de otoño; prepárese para la estación que viene. Los mejores trajes para el mejor ejecutivo. Lana de Argentina, de ovejas auténticas.
–Carne con calidad garantizada; terneras del Congo especialmente criadas para satisfacer su paladar.
–Cambie sus muebles para la próxima estación. En este catálogo podrá adquirir la colección más confortable: camas, sofás, divanes, mesas, sillas, estanterías… Todos realizados con las mejores maderas de la selva tropical y con la ergonomía garantizada para que usted los goce al máximo. No se lo piense dos veces; un nuevo mobiliario para un nuevo otoño.
–¡Viva el clasicismo! Ahora la moda son los cálidos y entrañables cuadros de Tiziano. Imágenes de otras épocas que le harán soñar. Realizados con las técnicas de plasma más innovadoras. ¡Bájeselos ya!
–Remezcle a su gusto. Usted nos dice sus temas favoritos y nosotros los remezclamos todos en una pieza única y memorable que no querrá que deje de sonar en su hilo musical.

Finalmente tenía un mensaje visual de Romaguera y Santamans:
–Buenos días, señor detective. ¿Ya ha ido usted al zoco a desayunar? Qué exótico –llevaba puesto un traje gris marengo, una camisa verde clorofila, una corbata azul celeste y unas coquetas lentes redondas de montura rosa: todo un dandy–. No me diga que ustedes los don no viven una vida interesante en comparación con la nuestra.
–Hijo de puta –murmuré mientras él se reía de mí en la pantalla.
–Espero que ya esté usted despejado; seguro que ayer tuvo juerguecita en el barrio… Pero vayamos al grano, si queremos salir ganando todos. ¿Quién sabe? En mi urbanización han dejado un apartamento libre. Tendría que ver qué espacios y qué comodidades. Y en la urbanización tenemos una magnífica sauna. Entre usted y yo: con magníficas chicas.

Romaguera y Santamans se río sardónicamente.
–Ya ve, amigo mío –prosiguió–: ¡Qué vida! Y usted también podrá disfrutarla si las cosas salen bien. Haré que le reserven el apartamento por si acaso. En fin, sólo quería darle la dirección de la mujer de Ramallaes, por si quería hablar con ella. Aunque imagino que ya habrá pensado en ello. De todos modos no está de más que le facilite un poco el trabajo. Se llama María del Mar Flores, y vive en el Distrito de La Granja, urbanización Toreau III, edifico ocho, planta primera. Pórtese bien cuando vaya allí, Ibárruri, que son gente fina –bromeó–. En fin… La cosa no está para ironías –se corrigió–. Ya sabe: seis días, contando hoy, para encontrarlo. No me falle, detective, y será debidamente recompensado. No tendrá que hacer más de policía al servicio de los urba. Usted será uno de nosotros y otros le servirán a usted mientras ocupa un amplio despacho en una alta planta de una de las mejores empresas del Estado. Yo me encargaré de que su vida sea regalada si no me falla. Ahora tengo que dejarle. Un saludo afectuoso, amigo mío.

La pantalla se apagó. Cambié el disco y puse un viejo vinilo que había adquirido la semana anterior en el rastro de Lavapiés, que se celebraba los domingos. Ese día los vecinos vendían sus objetos caseros por dinero. O los cambiaban por otros más nuevos o que reclamaban su interés. Generalmente se solía vender lo que se había recogido durante la semana por los pisos de los barrios abandonados del Distrito Financiero. Aquella gente de Lavapiés, mayoritariamente don pobres que trabajaban en Mercamadrid y norteamericanos, eran la casta más miserable. Cuando no estaban descargando, se dirigían a la Castellana, a Colón o a la peligrosa zona de las casas del Viso para recoger cualquier cosa que encontrasen. El disco se lo compré a un viejo especialista en música antigua, un anciano norteamericano llamado Yehuda Berkowitz.

Se trataba del Trio en B Mayor de Brahms. Temí que el disco estuviese rayado y, todavía más, que se pareciese demasiado a la remezcla de violines urba. Afortunadamente la composición tenía pies y cabeza. Y una melodía maravillosa que no había oído antes. Me congratulé de haber dado con aquella pieza que completaba mis conocimientos sobre el viejo Brahms. Un compositor del estado de Hamburgo que murió en el Parque Temático de Ruinas de Viena.

Activé en la ultrapalm la clave que el día anterior me había adjuntado Romaguera y Santamans. Accedí oralmente al Registro de Vidas. Busqué al doctor Ramallaes y una voz me preguntó si quería un fotoreportaje, un documental o un informe escrito. Opté por el informe escrito. Apareció en la pantalla un extenso documento sobre la vida del doctor. Había nacido en Lisboa en 2005, pero su familia se trasladó ese mismo año a Madrid. Había estudiado en la selecta Universidad Estatal a Distancia, graduándose en 2028 como ingeniero informático. Más tarde obtuvo el doctorado con un trabajo titulado Procesos de Trasformación de la Cultura Dactilar. En ese año entró en las Juventudes Socialistas por un Estado Liberal (JSEL), incluidas en la Federación de Movimientos de Privatización de los Estados (FMPE). En 2032 los social liberales se hacen con el poder y el joven Ramallaes es destinado como embajador a Barcelona, donde pasa cuatro años.

A su regreso, trabajó durante diez años como director general de Tecnocultura, empresa encargada del desarrollo de la red digital primaria, que regulaba el funcionamiento de la maquinaria urba en los años treinta. Posteriormente abandonaría el cargo para ingresar en Logisfood, una importadora de alimentos de Nigeria. Viajó allí, como directivo de esta empresa, donde estuvo residiendo por un periodo de dos años.

En 2050 regresó a la empresa pública para integrarse al grupo de ingenieros que desarrollaron lo que se conoció como Proyecto Tarántula: el núcleo duro del entramado tecnológico que regía la sociedad urba, el cerebro que lo gobernaba todo.

En 2056 pasa a ocuparse de la campaña electoral del actual presidente del Estado, Wilfredo Rosales. A partir de entonces fue su consejero áulico y su secretario personal. Éste sería elegido en 2060 por primera vez y hasta 2066. Hacía cuatro años que Rosales había renovado su mandato.

El doctor Ramallaes conocía la escritura dactilar e incluso la caligráfica, por lo que se le consideraba un erudito. Además, no había perdido a lo largo de los años el hábito de leer.

Estaba casado con María del Mar Flores García, una ingeniera experta en domótica y ejecutiva de una empresa de animales de compañía. Domos, claro. No como Moni Penny.

El resto era bla, bla, bla. Todo eso lo habría podido encontrar yo sin necesidad de la clave de Romaguera y Santamans. Se lo hice saber oralmente al ordenador. Desde la página del registro se me permitió el acceso a los datos privados del doctor:

Era homosexual tapado, aunque últimamente se dejaba ver públicamente en los Serrallos de inmis efebos. Se interesaba por el pasado. Leía libros de historia, pero se abstenía de hacer comentarios intelectuales, considerados de mal gusto.

Nada más. Ahí acaba la lista de vicios inconfesables del doctor Ramallaes. Al menos de vicios que se pudieran confesar en el primer nivel del registro. No me era ajeno que había otros niveles a los cuales no se me había autorizado a entrar, pero tampoco creí que el doctor fuera lo que vulgarmente se dice un pieza. Ahora la prioridad era salir de casa y pasarme por el departamento si quería conseguir el equipamiento adecuado para patearme las calles del Distrito Financiero.

Consideré que no estaría de más acercarme a la sierra y visitar a la mujer de Ramallaes, por lo que antes de salir me vestí correctamente: traje púrpura, camisa amarilla y corbata rojo ciruela.

Una vez en las oficinas de la PEM, observé con hastío el bullicio de mis compañeros de siempre. Todos frente a sus ordenadores, conectados a los intravoces de sus ultrapalm y gestionando sus casos. Recorrí el largo pasillo y entré en mi despacho. Me senté, indiqué al mueble bar que se acercara y sus ruedas se accionaron para traerlo hacia mí. Lo abrí y tomé una botella de ron doce años que guardaba para los momentos de reflexión. Le di un pequeño trago y devolví la botella a su lugar. Me recosté en la silla y ordené un masaje ligero. Después llamé a García. Se presentó en poco menos de un minuto.

–Si tarda más, sargento, me puede encontrar muerto.
–Ya sé lo que quieres, Ibárruri –me respondió lacónico–. Esta mañana ha llegado una orden de aprovisionamiento para ti. ¿En qué andas metido que hasta los jefazos te hacen el trabajo burocrático?
–En lo que a usted no le importa –dije levantándome de la silla–. ¿Vamos allá?
–De acuerdo –cedió con gesto malhumorado.

Bajamos a la planta menos diez, donde estaban los arsenales estatales de la PEM. En realidad descendía uno hasta la planta menos doce, pues la altura de las naves era superior a doce metros. Su superficie excedía en cinco veces la de nuestro edificio. Allí, una cinta transportadora nos llevaba al sargento y a mí a través de los diferentes compartimentos.

–¿Qué vas a necesitar? –me preguntó García, mientras sostenía una tabla electrónica en su mano.
–No sé –dudé–. Tal vez una láser corta para empezar. Una de esas direccionales que apenas ocupan y que pueden tanto matar como dejar inconsciente.
–¿Con presión por impulso cerebral?
–Sí, claro. No creo que me dé tiempo a pensar si tengo que usarla.
–¿La ASL–430? –me preguntó García mientras me mostraba una imagen del juguetito en la pantalla de la tabla. Se trataba de un pequeño tubo recubierto de caucho azul cobalto, de unos veinte centímetros de largo y con una lente en cada extremo. Debajo de la imagen tridimensional aparecían los datos de potencia, calibre, velocidad de ejecución de orden, peso y manejabilidad del arma.
–Por ejemplo ésta –dije–. Sí.
–Tiene la potencia de un fusil de asalto –opinó García–. No es cosa de broma. Con esto puedes fundir un magnetomóvil.
–Bueno, tal vez necesite fundir un magnetomóvil –argumenté.
–Bien, como quieras –concedió el sargento–: un Arma de Sometimiento Ligera Modelo 430. ¿Qué más?
–Veamos la nave de desplazadores de superficie.

García desvió la cinta hacia la nave y al poco nos encontramos entre magnetomóviles de propulsión nuclear, ciclomóviles de baja y alta intensidad, carros de disuasión con mangueras para la dispersión de gas y torreones para instalar fusiles láser…

–Creo que me bastará con un ciclomóvil nuclear de alta intensidad. Uno que pueda alcanzar los trescientos por hora –dije.
–Eso gasta más que una feria tecnológica –se quejó García.
–No sea quejoso, Sargento. A usted le da lo mismo lo que gaste un trasto de éstos. Hágame caso. Deme lo que le pida y no se preocupe de lo que cueste. Ya sabe que las órdenes vienen de arriba.
–¿Pero en qué diablos te han metido? –insistió.
–En nada bonito, sargento. Consígame un ciclomóvil potente y haga que lo dejen mañana por la mañana en la compuerta 560–O 430–C. Yo lo subiré con el montacargas.
–Ya verás cómo te lo roban. O te dejarás la compuerta abierta y se colarán los putos inmis.
–Ni me robarán ni se colará nadie –respondí a las nuevas quejas del Sargento–. Los inmis les tienen pánico a esas compuertas. No se olvidan de que por allí sale el gas sarín. Pero en el caso de que alguno quiera colarse, usted sabe tan bien como yo que no conseguiría más que morirse de hambre en el laberinto de túneles. Y eso en el mejor de los casos. Si no se lo comen antes las ratas.
–De acuerdo –dijo García concediéndome una forzada sonrisa–. Y además necesitarás un casco con refrigeración y tubo para absorber la gelatina megahidratadora de los depósitos. Y un traje opaco. Y unas botas con suelas antiácido. ¿Algo más? –el sargento enumeraba mis necesidades y su voz era inmediatamente recogida por la tabla, que las registraba.
–Sí –asentí–: un juego de Amplificadores de Ondas Cerebrales. No sé, que sean tres o cuatro. Y no olvide transferirme el software de detección de las ondas. El mapa de superficie no es necesario. Mi ultrapalm ya lo lleva incorporado.
–Bien, hijo –dijo el sargento–. Mañana podrás recogerlo todo en la ubicación que has indicado. Y no olvides cerrar las compuertas luego.

Subimos de nuevo al departamento y yo evité entrar otra vez en mi despacho. Antes de que comenzara a caer el sol, quería visitar a la señora Ramallaes. O a la doctora Flores. Según ella prefiriese que la llamaran.

Una vez en la planta adecuada, la cinta transportadora me condujo al andén del TMM de la sierra. Esperé unos segundos a que pasara el directo a La Granja. Entré y me senté. Detrás mío entró un urba más bien bajo y elegantemente trajeado. Enseñó su tarjeta de pagos electrónicos y desde los intravoces se nos anunció a todos los que estábamos en el vagón:

Señor@s: el señor Sevilla se ha perdido hoy, por un fallo en una cinta, en una zona muy peligrosa. Pero ha logrado salir indemne. La Entidad de Transportes quiere felicitarle por su fortuna –todo el vagón aplaudió– y pedirle disculpas por nuestro error. Sabe que puede proceder a denunciarnos si lo desea. Pero tanto si lo hace como si no, esta entidad ha decidido resarcirle concediéndole crédito vitalicio para viajar en nuestros trenes. A partir de hoy nuestro servicio es gratuito para usted, señor Sevilla.

La gente aplaudió de nuevo. Le felicitaron y le cedieron el mejor sitio. En la ventana de cabecera. Donde mejor de apreciaba la velocidad. El tren arrancó.

En apenas diez minutos estaba descendiendo del TMM en la estación de La Granja. Se trataba de una sofisticada sala que tenía por techo una enorme bóveda de plasma. En ella se sucedían continuamente imágenes publicitarias, cuyo mensaje se podía sintonizar a través de los intravoces. Una hermosa luz lechosa bañaba el recinto, mientras sonaba de fondo la remezcla de violines relajantes. Había por todas partes frondosas plantas, cuyas raíces estaban inmersas en cultivos hidropónicos, procedentes de los más exóticos lugares. Como durante algunos años había trabajado en la sección de control de productos de una empresa de exportación vegetal, conocía muchas de aquellas lechugas. Una liana que colgaba del techo con anchas hojas verdes y blancas, en forma de corazón, era la referencia XK4500. Otra era la palma tropical MZ345. Había también flores de orquídea JC4356. Era una flor muy espectacular, que había sido convenientemente mejorada en los laboratorios para que desprendiese una fragancia que estimulaba la serotonina. Bastaba con olerla para que uno se sintiera especialmente eufórico. Era una planta un poco polémica, pues algunos jóvenes urba la usaban en sus fiestas como droga y se habían dado casos de intoxicación.

Una cinta me llevó hasta la urbanización en que vivía la doctora Flores. En un minuto me encontré frente al ascensor que ascendía a Toreau III. Me introduje en el elevador junto con algunos urba, a los que saludé educadamente, y uno de ellos dijo:
–Superficie.

El ascensor se cerró y ascendió. Una vez en la superficie, se abrieron las puertas y salimos a un inmenso patio de luces cubierto por una cúpula de triple filtro. Una auténtica selva tropical, con una gran piscina en el centro, se extendía ante mi vista. Una selva domesticada con cotorras y aves del paraíso que graznaban de vez en cuando. Una de ellas estaba postrada sobre uno de los caminos que llevaban a los ascensores de los distintos bloques. Me acerqué al animal y lo alcé. El ave parecía muerta y descoyuntada. Un urba –un hombre atlético de pelo rubio y tez morena, que vestía traje naranja y jersey blanco de cuello alto–, se acercó, me la arrebató con suavidad de las manos y dijo:

–Déjeme a mí, señor.
Manipuló hábilmente el animal. De repente éste soltó un graznido, agitó las alas, y volvió a descoyuntarse.
–¿Estropeada? –pregunté.
–No –respondió–. Yo diría que falta de batería. La subiré a casa y la meteré en el montacargas de reparaciones.
–Seguro que mañana ya está como nueva –dije.
–Seguro –aseveró el hombre atlético con entusiasmo–. Estos nuevos domos son increíblemente eficaces.
–Oiga –dijo poniéndome la mano en el hombro–: usted no es de aquí. ¿Verdad? Tiene pinta de don.
–Acertó usted –reconocí–. Agente de la PEM.
–Caramba –exclamó–. ¿Ha sucedido algo grave?
–Nada que no tenga arreglo –dije–. Esté tranquilo –el tipo me sonrió.
–¿Es cierto que ustedes viven en la superficie? –preguntó con una extraña excitación.
–Bueno, se podría decir que sí. Ni más ni menos –le respondí.
–¿Cómo es el exterior? –quiso saber todavía más agitado. Incluso con un punto de desesperación.
–No sé… No me fijo mucho. No se puede uno exponer cuando hay sol.
–Claro. Hay que protegerse –concluyó el urba un tanto decepcionado.
–Pero huele especial –dije sin querer.
–¿Cómo? –soltó él bruscamente.
–No… Nada –sonreí–. Una tontería.

Me despedí del urba educadamente y tomé la dirección del bloque donde vivía la doctora Flores. Estaba a unos treinta metros. Al llegar me detuve frente a un elegante y confortable ascensor transparente que se abrió automáticamente. El piso era el primero. A pesar de haber unas escaleras alternativas al ascensor, monté en éste. Mientras lo hacía pensé que no me extrañaba que los urba se pasaran su tiempo libre en el gimnasio. Su nivel de comodidades era atrofiante.

Salí del ascensor por una de las cinco puertas que tenía. La mayor era la frontal, por la que entraba todo el mundo. Las otras cuatro correspondían a los cuatro apartamentos de las diferentes plantas. Los que más se buscaban, según había leído en los boletines, eran los de las plantas bajas. Eran los que estaban más lejos de las radiaciones solares. En los superiores, a pesar de que las condiciones ambientales y de luminosidad eran perfectas, el nivel de radiaciones ultravioleta era ligeramente más elevado. Estaba comprobado científicamente, decían. Eran los pisos más baratos y costaban alrededor de cinco millones de euros.

Accedí directamente a la casa desde el ascensor. Tras mostrar mi ultrapalm al ciberagente de la entrada, éste se desactivó y pasé a un amplio recibidor. Una voz me ordenó que dejara la ultrapalm sobre una de las baldosas deslizantes. Así procedí. La baldosa se desplazó por el recibidor hasta los pies de un enorme tipo rubio y de ojos azules, vestido con un ajustado buzo de licra lila, que la recogió. El tipo la registró con su lector portátil. Seguidamente, tras devolvérmela, me invitó a seguirle. Entramos en una enorme estancia de un color crema muy suave, casi vacía. Un domo me pidió la chaqueta y me dijo que la recogería y la pondría en el armario. Le dije que no quería desprenderme de ella y el robot se disculpó por su torpeza.

El mayordomo, o lo que fuese, se presentó:
–Me llamo Ken –dijo con acento norteamericano–. Soy el asistente de los señores Ramallaes. Si tiene a bien esperar, la doctora Flores le atenderá inmediatamente. ¿Por qué no se relaja y se toma una copa mientras tanto? O prefiere un ansiolítico. Esta temporada los de sabor a cereza están deliciosos.
–Me tumbé en un moderno diván de aire denso. Ken dio la orden de masaje. Las válvulas comenzaron a girar sobre sí mismas a la vez que vibraban. El piso era del mismo color que las paredes. La luz que entraba por los enormes ventanales daba casi la misma tonalidad. Todo ello estaba pensado para incrementar la sensación de relajamiento y sosiego.
–Gin tonic –pedí. Al poco apareció una mesa camilla autodirigida que contenía la bebida en el punto de “poco cargado” –pues así lo había programado Ken– y una caja de ansiolíticos.
–Plantas, todas –ordenó el asistente.
Al momento comenzaron a situarse las diferentes macetas, deslizándose sobre el piso, en las esquinas de la estancia.

Saqué una píldora de la caja y me la llevé a la boca. La acompañé con un fuerte trago de ginebra. Después apoyé la nuca en el diván de masajes y dejé que el ansiolítico mezclado con alcohol hiciera su efecto. Cerré los ojos y me dormí durante unos instantes. Ya descansado, me levanté. Al hacerlo, el diván dejó de vibrar. Anduve, ante la ausencia de Ken, por la estancia admirándolo todo. Me acerqué a las grandes ventanas y vi el exterior. Las montañas peladas y escarpadas, con algunos baobab aislados y alguna que otra palmera. En la sierra, el clima era subtropical árido, por lo que la vegetación no se desarrollaba con facilidad. De todos modos, la lluvia era sensiblemente más limpia.

De repente se encendió la pantalla que cubría una de las paredes. La activó con la voz Ken, que pronunció la palabra “Guinea”. En el plasma de la enorme superficie aparecieron imágenes de un hermoso sendero plagado de cocoteros. Y hermosas mujeres negras danzando. La imagen era tan real que casi podía sentirme dentro de la escena. Pero sólo casi. Seguía estando en esa casa. A una temperatura ideal y una luminosidad inmejorable. Apartado del brutal sol que aparecía en la pantalla y lo cubría todo de un potente brillo. Sentí un ahogo de desesperación e impotencia. Me acerqué a la pantalla y toqué a las negras en tamaño real. Y la lejana bola de fuego… Inútil. Sólo era el tacto de la fina capa de cristal.

Ken regresó a la sala. Sonriente. Con un extraño casco de caucho en las manos.
–Veo que le impresiona la pantalla –dijo en tono displicente–. Es natural. Tenga en cuenta que ustedes no se exponen nunca al exterior. Es el Síndrome del hemisferio norte. Donde yo nací, el tipo de vida que tienen ustedes sería una bendición.
–¿Americano? –pregunté.
Ken sonrió de nuevo. Con una mueca triste, respondió:
–De Nueva York. Al norte. Una ciudad horrible. Todos escapan del hambre allí.
–Sí. Eso he oído –comenté–. ¿Siguen mandando los cristianistas?
–Ayer seguían –soltó–. Y me temo que tienen para rato.

Ken había mudado su rostro hacia una mueca de tristeza. Se quedó unos instantes pensativo. Pronto se recuperó y dijo:
–En fin. Lo que importa es que ahora estamos aquí. La doctora no tardará. Mientras, si lo desea, puede distraerse con esta matriz de Malabo. Es un reportaje muy interesante sobre la ciudad.

Ken me acercó el casco. Me tumbé de nuevo en el diván y me lo coloqué de modo que una especie de pequeñas bombillas rojas quedaron rozando mi frente.

Entré de pleno en un mundo de sensaciones placenteras. Comencé a notar aquel sol que tenía en frente y que me quemaba los hombros. Caminé por las aceras de la ciudad africana observando a los lados la frondosa vegetación que se desbordaba entre los pequeños, pero coquetos, chalés blancos. Saludé a un par de hombres negros, ataviados con panamás y vestidos con impecables trajes de lino, que se mecían en el columpio de un porche fumando grandes puros. Ellos me respondieron invitándome a que acudiera a refugiarme del sol y aceptara un cigarro. Dije que no, aunque agradecí la propuesta y seguí andando por aquella calle de Malabo. Sintiendo el sofoco de la humedad y el calor. A cierta distancia observé cómo una figura esbelta y oscura, envuelta en un vestido rojo, se me acercaba exhibiendo una sonrisa blanquísima. Era una negra bellísima. De generoso pecho y marcadas curvas. Me saludaba con la mano… Todo indicaba, por la sugestión de los movimientos y el contoneo, que aquella mujer quería tener una relación conmigo. ¿Dónde lo haríamos? ¿Entre los bananos del arcén? ¿Iríamos a alguna huerta?

De repente noté una presión en el hombro y volví a la realidad. Al salir de aquel estado matricial, mi cabeza pegó tal sacudida que mandé el casco al suelo.

–No se asuste –dijo Ken–. La salida de las matrices interiorizadas es, al principio, un poco violenta.
–Es increíble –solté algo aturdido.
–Debería probar los campos matriciales que hay en el parque del Alto Manzanares –me aconsejó–. Por cierto, la señora ya está aquí.
–¿Todo bien? –me preguntó una elegante y bien formada mujer sentada frente a mí en un sillón, de unos cincuenta años, ataviada con una chaqueta negra y una falda verde oliva. El pelo, castaño, recogido en un moño.
–Para siempre –respondí retrepando en el diván y quedando educadamente sentado.
–Señora Ramallaes o doctora Flores, como prefiera –añadí con toda la cortesía de la que fui capaz.
–Tráteme de doctora, por favor. Sólo soy la señora Ramallaes en público. Usted dirá.

La doctora parecía contradictoriamente serena, si se tenía en cuenta que su marido estaba desaparecido. Me quedé mirándola fijamente, observando cómo analizaba mi atuendo. Yo era consciente de que el púrpura no se llevaba aquella temporada entre los urba.

–Usted dirá –repitió ante mi dilación.
–Bien –comencé–. Supongo que no le es ajeno por qué estoy aquí. Su marido ha desaparecido y me han encargado su búsqueda. No tengo muchos datos de lo que le puede haber acontecido. En realidad no tengo por dónde empezar. Así que no se me ha ocurrido otra cosa que visitarla. Para que usted me perfilara, de un modo más o menos real, el carácter del doctor. Tal vez así encontremos una pista que nos ayude…
–¿No ha entrado usted en Vidas Privadas? –me cortó. Su interpelación me cohibió un poco y tardé en responderle.
–Si se refiere a las intimidades del doctor –dije finalmente–, efectivamente, las sé. Ahora bien, no veo que ellas me sirvan de mucho.
–Hay cosas de mi marido que chocaban directamente con mis intereses –soltó.
–Se refiere usted… Oh, puedo hablar –señalé a Ken. Éste sonrió.
–Por supuesto. Ken es como un hijo para mí –dijo la doctora mientras dirigía al fornido asistente una mirada cómplice.
–Ya… O sea que se refiere a la homosexualidad de su marido –concluí–. ¿Tan importante es?
–Digamos que en su día me afectó en lo privado.
–Pero lo ha superado –insinué.
–En lo privado sí –lanzó un fugaz destello a Ken–. Pero en lo público no me gustaría que se supiera. Señor…
–Ibárruri.
–Señor Ibárruri: en el mundo en que usted vive, ahí arriba, ¿la homosexualidad es un tabú?

Me quedé pensativo.

–No –respondí encogiéndome de hombros–. O no sé. Para mí no lo es. Y creo que para la mayoría de la gente tampoco. Al menos aparentemente. Hay otras prioridades mucho más importantes ahí arriba que las inclinaciones de cada uno.
–Ya –intervino la doctora Flores–. Es un mundo mucho más brutal,
–Exacto –aseveré–. Un mundo brutal donde todo cabe. En cierto modo, la tolerancia es una necesidad de la supervivencia. Todo el mundo tiene algo de valor, algo que nos puede servir en un momento dado. Eso hace que a cada uno se lo valore en función de sus virtudes, no de sus… ¿Rarezas?
–Sí, rarezas –intervino la doctora–. Aquí es una rareza la homosexualidad. Sorprendente, ¿no? Si supiera usted la cantidad de homosexuales que existen en nuestra sociedad… Hombres y mujeres, no crea. En el fondo es algo aceptado, puesto que existen saunas y serrallos. Pero siempre de un modo subrepticio, tapado.
–Una gran hipocresía –opiné.
–Puede –admitió ella–. O puede que no. Éste, no le debe de ser ajeno, es un mundo muy pequeño. Cómodo, sí, pero algo claustrofóbico. Y lo peor es que tenemos que llevarnos todos bien. Nos conocemos, la tecnología lo facilita. Ya sabe que nuestras premisas son: confort, tiempo y buena convivencia. La disparidad de caracteres no es un factor que facilite la convivencia. Aquí se tiende a la uniformidad de la mayoría. Y la mayoría es heterosexual.
–Bueno –repuse–. Creo que su marido eso siempre lo supo llevar bien. No en vano llegó donde llegó.
–Mi marido era, o tal vez debería decir es, un hombre de gran valía. Su único problema no era ser homosexual. También era lúcido. Y había muchos aspectos de nuestra sociedad que él desechaba con razonamientos bien fundados.
–Ya… ¿Cree que eso pudo tener que ver con su desaparición? ¿Me refiero a una purga o algo así? –aventuré.
–Oh, no –dijo la doctora con una sonrisa displicente–. Usted no conoce a fondo el sistema, querido señor. Estamos todos asimilados y bien asimilados. Mi marido era casi más valorado como crítico que por su ejercicio del poder. Cuando digo que ser lúcido constituye un problema, no me refiero a que lo sea para los demás. Sino para él mismo. Para su salud psíquica.
–¿Me habla de un suicidio?
–Quizás –insinuó–. O quizá no. El caso es que algo le pasó a mi marido. Y no fue accidental.
–¿Por qué cree que quieren que lo busque con tanta premura? ¿Qué opina del tema de…? Bueno… No sé si.
–¿Los archivos? –me preguntó mostrándome una sonrisa preñada de amarga ironía.
–Sí –admití–: ¿qué opina del asunto de los archivos?
–A mí marido le ha pasado algo. No sé si tiene que ver con archivos de Estado o con tejemanejes de Romaguera o lo que sea, pero…
–¿Tejemanejes de Romaguera? –la interrumpí–. ¿Cree?
Pensó la respuesta unos instantes, dilatándola quizá intencionadamente.
–No necesariamente. No quisiera despistarle, porque no creo que vayan por ahí los tiros. Pero no pensará que Romaguera es trigo limpio… –soltó.
–¿Y su marido? –me atreví a preguntar– ¿Lo era?
–Nadie lo es, señor Ibárruri. Y menos en el mundo de los urba.
–Tampoco en el de los inmis, señora Ramallaes –dije intencionadamente y ya cansado de sus enigmáticas respuestas–. No puedo perder más tiempo jugando al gato y al ratón con usted. Miré, le seré sincero: creo que a usted no le inquieta demasiado el paradero del doctor. Puede que me equivoque, porque no dudo de la admiración que le profesa. Pero sabe tan bien como yo que si ha salido fuera de la burbuja urba, dos semanas son demasiado tiempo para sobrevivir. Y más para alguien que no domina ese mundo. ¿O tal vez lo domina y yo no lo sé? –la doctora se mantuvo en silencio– Quizá estemos buscando a un fantasma. Pero si lo encuentro, aunque sea muerto, me pagan lo que no ganaré en el resto de mis días…
–Mi marido es un tipo sabio y ha estado en el exterior. No le menosprecie –intervino.
–Ya sé que su marido estuvo en el exterior. Lo que no sé es cómo regresó aquí.
–Yo tampoco, sinceramente –admitió–. El caso es que regresó y se casó conmigo.
–Cierto. Muy bonito señora. Me voy a largar si es que no tiene usted una pista en concreto sobre su marido. Algo que nos dé por dónde empezar –solté ya hastiado de tanta ambigüedad.

La doctora Flores me miró fijamente, clavando sus ojos de color miel en mi rostro. Como reprochándome algo. O tal vez insinuándolo o pidiendo ayuda desesperada. O invitándome a largarme.

–Hay algo que quisiera enseñarle –dijo–. Aunque sea por devoción a la memoria de mi marido, por el que usted cree que ya no me intereso. Acompáñeme.

Me levanté cansinamente, dispuesto a seguirla, aunque fuera sólo por respeto a la memoria de Ramallaes. Ken venía detrás cuando la doctora se volvió hacia él:
–Dear; you don’t have to follow us all the time –dijo.
Ken torció el gesto, inclinó la cabeza y se retiró al salón diciendo:
–Yes, lady.

La doctora me invitó a subirme a una baldosa deslizante, que nos llevó a través de un amplio pasillo hasta una sala oscura. Al entrar en ésta, las luces se encendieron.

–Es la colección privada de máquinas de escribir del doctor –dijo su mujer.

Habría unas doscientas o trescientas, dispuestas en gradas, como si la habitación fuera un teatro griego y las máquinas los espectadores. Un lujo para la vista de un don. Cada una poseía su genuino certificado de autenticidad, donde se indicaba el modelo, la procedencia, su estado de conservación… Una Olympia Allemagna Simplex S. Portátil del año 1938; una Remignton Portable con su caja maletín; una Royal Tipewriter, voluminosa, estrecha y alta como una joroba; una Underwood del año 1943, una Hermes, una Erika, una extraña Oliver… Observé que todos los certificados poseían un mismo membrete, que me era familiar: Yang Lee. Importación para coleccionistas.

Todo joyas de un pasado que daban fe de una cultura extinguida, de una manera de vivir basada en un ejercicio mental desaparecido. La escritura y la lectura, la proactividad del ser y la voluntad de miles de años de civilización se resumían en aquellos trastos bellos y obsoletos que en su día fueron considerados el máximo del progreso. Mucho ignoraban entonces sus creadores que con ellos se iniciaba la extinción, el fin del mundo para el que habían sido concebidos. Ni cincuenta años pasaron entre la más antigua de estas máquinas y el primer teclado de ordenador. En cincuenta años más la conjunción de letras, la palabra, carecería de valor alguno si no era como fonema estructurado. Como ruido sometido.

–Veo que le gustan –dijo la doctora en verme recorrer los estantes admirando aquellos aparatos tan inútiles como maravillosos.
–Soy un don –solté–. El tópico dice que nos gustan estas cosas.
–¿El tópico tiene razón? –preguntó.
–No –respondí–. Casi nunca. Pero en mi caso sí. Me gustan los chismes. Incluso creo que sabría usar una de estas. ¿Su marido sabía?
–Ya lo creo. Y muy bien. Y yo también sé usarlas. En esta casa somos intelectuales.
–Ah –solté no sin cierta ironía.
La doctora se puso frente a mí y bajó el tono de voz para hacerlo más confidencial.
–Señor Ibárruri, aquí las cosas no son lo que parecen. No está del todo mal, pero no es un mundo muy íntimo. Y para ciertas cosas las paredes tienen oídos –¿se refería a Ken?–. No crea que no me importa mi marido. El problema de nuestras diferencias conyugales no mitigaba nuestro mutuo amor, pero no me fío… De nadie. ¿Comprende?

Comprendía.

–Le he dado algunas pistas. Piense en ellas e interprételas como quiera. Siento no poder ser más explícita. Entre otras cosas porque, y le soy totalmente sincera, no sé en qué andaba metido mi marido. Pero sí sé que lo pasaba mal y algo lo turbaba. Había descubierto algo. O contactado con alguien. No sé… Algo que le quitó el sueño durante semanas y le sumió en una angustia febril. No sé cuántas han sido las noches que he pasado en vela, escuchándole gritar aquello de “las Trescientas Holandesas, las Trescientas Holandesas”. Una y otra vez.

–¿Las Trescientas Holandesas? –intervine intrigado. La doctora se turbó y suspiró.
–Sí. No sé qué demonios son. Y no he querido indagar. Creo que para eso usted es el mejor… O eso dice Romaguera –dudó unos instantes, se frotó las manos con nerviosismo y prosiguió–. Mire: no me fío ni de usted, pero quiero que trate de encontrar a mi marido. Y mientras lo busca yo podré seguir creyendo que está vivo. Espero haberle ayudado en algo. Es lo más que le puedo decir –comenzaron a brillarle los ojos. Tal vez de pena o de nerviosismo. Bajé la cabeza.
–Ahora debemos regresar –dijo–. Ya es de noche y a usted no le convendrá caminar por sus barrios a estas horas.

Regresamos en la baldosa deslizante. Ken nos esperaba en el salón con el gesto contrariado. La doctora le ordenó que me acompañara hasta la puerta.

–Puede llamarme siempre que quiera, el número de mi ultrapalm está en la guía –dijo la doctora despidiéndome.
–De acuerdo –asentí–; siempre que la necesite lo haré.
–Bien, detective… Por cierto, ¿sabe que usted y yo somos en cierto modo parientes? –soltó antes de desaparecer por el pasillo.
–¿Cómo? –me extrañé, pues no recordaba que ningún urba figurase entre mis antecesores.
–Iris, su ex mujer, está ahora casada con mi sobrino.
–Señora Ramallaes –solté con disgusto–, el día no ha estado mal, y quiero que acabe mejor todavía. No me lo amargue. De todos modos tomaré nota –añadí para no parecer tan brusco–. Dele recuerdos a Iris de mi parte.
–¡Oh! –exclamó–; disculpe. No recordaba que ustedes se toman esas cosas tan a pecho. Mil perdones.
–No se preocupe –dije tratando de nuevo de suavizar el incidente–. Y gracias por la copa y el ansiolítico.
Ken me llevó hasta la puerta.
–Oíga, muchacho: ¿cuál es exactamente su cometido aquí? –le pregunté llegando al ascensor.

El norteamericano me miró extrañado y sonrió enigmáticamente.

–Bueno –respondió–. Me ocupo de la casa y de la señora.
–Ya –solté–, pero la señora se pasa el día en la oficina, como todos los urba, y la casa la llevan los domos. Mire, no quiero parecer un envidioso, pero vive usted como un rey, si me permite la expresión.
–¿Como qué?
–Oh, perdone –me disculpé por utilizar un vocablo tan en desuso–. Vive como un urba. Y eso que el noventa y nueve por ciento de sus compatriotas, que son como usted inmis, viven en un barrio llamado Lavapiés. O peor: en la calle. Y no todos son tontos ni brutos, no crea. Escaparon, como usted, del hambre y el oscurantismo cristianista. Algunos son amigos míos, y los considero personas cultísimas. ¿Cómo se explica que haya tenido tanta suerte?
–¿Son ellos ingenieros informáticos? –soltó el norteamericano sonriendo triunfalmente– ¿Pueden arreglar un regulador de flujos, o el controlador de viscosidades de un triple filtro? ¿Conocen todos los programas que rigen los sistemas de esta casa? ¿Sabrían manejar un domo?
–De acuerdo –concedí–, me ha convencido. Así que usted también es de los que piensa que la tecnología nos acerca a Dios.
–Dios no existe en la Era Fukuyama, señor Ibárruri –dijo con cierto aire de superioridad.
–Se equivoca –repliqué–; Dios sí existe aquí dentro, entre sus amos, y es toda esta orgía de ondas por las que se pueden alejar de la realidad del mundo. Donde no está es en el infierno al que yo tengo que regresar. Debería visitarme, amigo, y le enseñaré cómo echamos de menos a Dios en mi barrio.

Le miré con crispación y él bajó la cabeza. No sabía por qué, pero me molestaba profundamente la actitud de aquel tipo.

–Venga y verá lo que es follar, y perdone la expresión, que no es muy urba, a cuantas mujeres quiera por un par de euros –proseguí–. Una moneda que es tan pequeña para ustedes que no pueden ni imaginarla. ¡A cuantas quiera! Venga un día a verme y tráigase una de esas botellas de ginebra. ¡Una! Podrá estar una semana follando gratis con las mejores tías del planeta. ¿Le hace el plan o prefiere seguir tirándose a la doctora? Porque me da la impresión de que a eso se dedica. Mire, a esa mujer como mucho le quedan veinte años de vida. Entonces ¿usted qué hará? Yo se lo diré: le echarán a la calle porque ya no valdrá para chapero. Será cuando nos veamos en Lavapiés. Y conocerá lo que es la falta de Dios.

Me miraba con rabia. Sentía que si yo no hubiera sido superior socialmente a él, si él no fuera un pobre inmi norteamericano, me hubiera vapuleado hasta matarme.

–Perdone mi brusquedad; –me excusé tratando de serenarme mientras me masajeaba pesadamente las sienes–. Últimamente no duermo bien y ando todo el día cabreado –mentí–. No hace falta que me acompañe más, gracias, conozco el camino.

Finalmente me decidí a bajar por las escaleras. Paseé un rato entre la selva tropical que los urba habían creado en su espacio comunitario. Me pareció tan extensa como la glorieta de Bilbao y, a su manera, muy íntima, pues estaba llena de senderos, placitas y rincones recogidos donde brotaban grandes y coloridas flores. Me senté en un banco y miré hacia el cielo de triple filtro, ya casi oscuro. Una especie de primate se me acercó y me miró fijamente. Lo tomé en mis manos y noté el mismo calor, las mismas palpitaciones que cuando alzaba a mi gato. Sin embargo, al estamparlo contra el tronco de una palmera, el mono no chilló ni se debatió entre temblores, como hacían las ratas gigantes que de pequeño cazaba en las calles con mis amigos. Sencillamente aquel domo se quedó tieso y sus ojos revelaron la ausencia de vida real. Mañana alguien lo resetearía y cambiaría las piezas rotas. Si es que había alguna.

Salí de La Granja. Llegué a la estación del TMM, donde me torturó de nuevo la remezcla de violines. Quince minutos más tarde ya estaba entrando en mi calle entre el incipiente tumulto de la noche. Por el camino me encontré a Simone, la bonita adolescente que venía tres veces por semana a limpiar mi casa. Estaba algo borracha y también caliente, pues así me lo hizo saber. La invité a subir. Sabía que a la chica, más que acostarse conmigo, lo que le apetecía era una ducha fría, comida caliente, alguna bebida decente y dormir fresca y en mullido. Pero la experiencia me había mostrado que este tipo de muchachas sabían recompensar bien las comodidades que se les ofrecían.

–¿Te has acostado últimamente con muchas, don? –me preguntó mientras subíamos la escalera–. La última vez me pasaste el sida.
–No te preocupes. Ya me lo curé. Me lo pegó una de Lavapiés.
–Esas guarras no se vacunan –soltó.
–No seas injusta –dije–. Esa gente es muy pobre, y ya sabes que los genomarcadores no son precisamente baratos.

Mientras ella se bañaba y se empapaba de jabón importado, un lujo impensable para quien normalmente se frota con los burdos jabones de grasa de rata que repartía el Estado, calenté una enorme cola de cocodrilo que tenía en la nevera. Cenamos cómodamente con música ambiental de los Beatles y bebimos cerveza de baobab. Simone devoró posteriormente un racimo de uvas como quien llevase mil años sin probar algo dulce.

Nos disponíamos a entrar en combate cuando comencé a pensar en esas dos palabras: Trescientas Holandesas. Dos torpes sintagmas que podían significar muchas cosas en contextos muy diferentes. Eran la poquísima información que le había sacado a la mujer de Ramallaes. Así pues, el asunto se presentaba más retorcido de lo conveniente. ¿Por qué no me habló Romaguera y Santamans de las Trescientas Holandesas? ¿Tal vez porque no sabía que existían? ¿No se lo había comentado la doctora a él? Cabía la posibilidad de que la mujer de Ramallaes le hubiese ocultado ese dato.

Qué era una holandesa: esa era la pregunta. La palabra podía ser un gentilicio, pero desconocido para mí. Si hablara de nigerianas, o ganesas o americanas… Conecté el ordenador y me puse en red para buscar la palabra. Por los intravoces oí:
Holandés: Individuo procedente de Holanda, antiguo territorio conformado por lo que hoy son los estados de Rotterdam, Amsterdam y La Haya. También salsa que se prepara con huevos y mantequilla. También antiguo idioma centroeuropeo que fue sustituido a principios de la Era Fukuyama por el inglés.

No creí que ninguno de aquellos significados fuera el que yo necesitaba. Tras realizar un par de búsquedas infructuosas, opté por relajarme y recurrí a los ansiolíticos. Tomé uno de concentración media, que me hiciera olvidar el tema hasta la mañana siguiente pero que no disminuyera el ardor que sentía por el cuerpo de Simone. Me desnudé, coloqué el brazo del tocadiscos sobre un vinilo de un tipo con pinta de inmi que se llamaba Bob Marley, y me dispuse a jugar a amos y esclavas con mi inmi adolescente.

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300 HOLANDESAS/LA NOVELA: Jueves 29 de junio de 2070 (50 de la Era Fukuyama)

julio 12, 2011

Queridos, madrileños, conciudadanos. Hoy es un día grande y esperado por nuestra comunidad. Nos congratulamos en inaugurar una obra largamente deseada. Han sido 50 años de empeño por parte de mis predecesores, desde que el presidente Aguirre impulsara, con gran visión de futuro, la entonces obsoleta red viaria subterránea. (…)
En esta hermosa mañana, y desde esta novísima estación metropolitana de Cercedilla, corazón de la ciudad nueva, damos por culminada nuestra red metropolitana estatal, con una extensión total subterránea de 400.000 hectáreas, la mitad de nuestro territorio. (…)
También damos la bienvenida al nuevo Talgo Magnético Modular, que hoy comienza su andadura. Ya es posible cruzar el estado en sus vagones, dotados de la mejor domótica, la más preciada ergonomía y todas las herramientas necesarias para realizar cualquier gestión financiera o logística, por compleja que sea ésta. (…)
Gracias y recuerden: El Gobierno, siempre junto a sus ciudadanos.

La cara del presidente desapareció. Seguidamente pasaron un breve reportaje sobre el nuevo tren. Apenas veinte segundos en los que una voz decía:
Más rápido, más seguro: de tu urbanización al trabajo en un suspiro. El estado de Madrid rentabiliza tu tiempo. Nuevo TMM, una nueva máquina para una nueva sociedad.
Apagué el sonido de los intravoces. Ordené que desapareciera la página de boletines del Gobierno. El publirreportaje del nuevo TMM se esfumó de la pantalla. En ésta quedó la imagen de mi apartamento. Grité:
–¡Moni Penny, baja de ahí y vete a cazar ratas!
El maldito gato, que estaba tumbado en mi sofá de cretona blanca, pegó un brinco y saltó al suelo con un maullido resignado. Sonreí con satisfacción. Era maravilloso poder vigilar a distancia a aquel inmundo bicho. Se lo había regalado a Iris. Cuándo aún estábamos casados. Mi ex mujer se fue y el gato se quedó.

Me acerqué a mi triple filtro y contemplé el vacío. La plaza de Cibeles y la avenida de Recoletos. Con sus baobab y sus palmeras reventando el pavimento. Entre los troncos muertos de los antiguos plátanos, corrían algunos inmis, tratando de esconderse en las sombras. Tal vez en busca de cadáveres con los que alimentarse. La estatua de la diosa presidía aquel enorme silencio, ennegrecida y pintarrajeada. Expuesta al brutal sol de medio día. Me senté de nuevo.

–Mandar mensaje oficina Subsecretario Mercamadrid; dos puntos –ordené a la ultrapalm.
Me desanudé un poco el nudo de la corbata. Como sentía calor ordené:
–Dos grados menos –pensé que tal vez dos grados sería demasiado y me corregí–. Un grado más.

Sin embargo, el aparato había vuelto a estropearse. Grité hacia la puerta del despacho. Apareció el sargento de guardia. García. Era un hombre alto y fornido. Dotado de una incipiente panza. Poseía una cabeza ovalada, con prominentes entradas y pelo canoso. Y una característica nariz chata. Con gesto cansino, molesto ante mis alaridos, el sargento, que iba siempre con el mono gris de la PEM, escupió:
–¿Qué coño quieres, Ibárruri?
–¿Es que en este edificio no arregla nadie el aire acondicionado?
García se volvió hacia el exterior y les gritó a los demás:
–¡Eh! Mirad este mamón. Cree que porque tiene un despacho es un puto urba o algo así. Se queja del calor.
Una decena larga de improperios salieron desde la sala central en dirección a mí. Mis compañeros me hicieron saber que ellos también se estaban achicharrando.
–No me creo un puto urba, sargento –objeté–. Pero si tengo un despacho es porque resuelvo más casos. Y por lo tanto me lo puedo pagar. Y digo yo que si el precio incluye despacho y complementos, el aire por lo menos podría funcionar.
–Pues te jodes, como todos –bramó García–. Estoy hasta la polla de estos polis pijos. ¡Si quieres lujos, detective Ibárruri, hazte guardia de seguridad de una urbanización de la sierra!
–Pues ganaría más –acerté a decir antes de que el sargento cerrase con un sonoro portazo.

La verdad es que funcionar, el aparato funcionaba. Pero no tenía la potencia suficiente para enfriar el despacho. Habría que seguir trabajando a veinticinco grados.
Pronuncié el mensaje:
–Señor Romaguera y Santamans, secretario de congelación de Mercamadrid: Estimado señor, le confirmo la cita de hoy para comer en el Matsutake. Creo que podemos hacer un trato muy bueno para todos. Ya sabe, el TMM. En fin, es mejor hablarlo durante la comida. No quisiera deslizar ningún dato imprudente. Salida de mensaje –ordené.
Me recosté en la silla y eché la espalda hacia atrás. El respaldo cedió y se activaron las válvulas de masaje lumbares. Aquel invento urba me parecía un lujo estúpido. Pero, sin saber por qué, lo usaba con frecuencia. Quizás porque me sentía como ellos por un rato. Pensaba: “¿Así es cómo estos cabrones disfrutan de la vida?”

Estuve en esa posición un minuto justo y luego volví a echarme para adelante, impulsado por la propia silla.
–Balance –dije. En la pantalla se activó un programa de balances con innumerables casillas y cifras–. Casilla uno. Sumar totales verticales –una cifra apareció en pantalla–. Beneficio neto potencial –una nueva cifra–. Beneficio bruto potencial –otra cifra mayor–. Combina actuales y potenciales. Media ponderada. Aplica Sesgo de Yates. Carga ultrapalm.
En la pantalla apareció un contador de tiempo y oí a través de los intravoces:
Cargando ultrapalm. ¿Desea anular?.
Inmediatamente:
Ultrapalm cargada ¿Finaliza?
–Finalizar –ordené. Cerré la tapa de la pequeña ultrapalm.
Me levanté de la silla y cogí mi americana. Y la ultrapalm, por supuesto.
Salí del despacho a una amplia y kilométrica sala donde se disponían cientos de mesas, compartimentadas y separadas por mamparas transparentes. En ellas, los agentes de la PEM se afanaban en su trabajo. Caminé por el largo pasillo y saludé a algunos de mis compañeros.
–¿Todo bien? –me decían.
–Para siempre –respondía yo. Este era el saludo ritual en la Era Fukuyama.

Dejé atrás el pasillo y las mesas, con mis compañeros trabajando febrilmente. Llegué a la sala de ascensores. Pulsé el botón e inmediatamente se abrió una de las puertas. Entré, le di al botón de la planta menos cinco y el ascensor descendió a toda velocidad. Esperaba tener suerte y poder estrenar alguno de los nuevos TMM. El ascensor se detuvo en la planta indicada, que no era otra que la de la línea que llevaba a Atocha. Allí estaba el Matsutake. Uno de los mejores restaurantes del mundo, pues tenía atún del estrecho.
La puerta se abrió. Salí. Me coloqué sobre la cinta transportadora. Podría haber ido en cinta hasta Atocha. En apenas un minuto. Pero decidí tomar el desvío a la parada del suburbano.
Para mi gran contrariedad, el tren tardó cinco minutos en aparecer. Algo intolerable en el mundo urba. Me resigné a sentarme en uno de los cómodos sofás del amplio y lujoso andén. Mientras, atendía a las explicaciones que a través de los intravoces daba el servicio de atención al cliente de la Red Suburbana Madrileña (RSM). Que si por problemas de acople entre los nuevos trenes y los antiguos, el servicio iría unos segundos retrasado. Que si disculpásemos las molestias y la RSM no nos cobraba el viaje… Saqué del bolsillo de mi americana la cajita de plástico naranja donde guardaba los ansiolíticos. Escogí uno con sabor a cereza y me lo introduje en la boca. Inmediatamente mi indignación se calmó.

Finalmente llegó el tren. Era uno de los nuevos. Se detuvo y entré. Junto a la puerta había una pequeña pantalla donde había que exponer las tarjetas de pago. Expuse mi ultrapalm, donde estaba mi código de identificación como agente de la PEM. Los intravoces dijeron:
Servicio gratuito. Cortesía de la RSM. Buen viaje.
La puertas se cerraron y al cabo de diez segundos se volvieron a abrir. Estaba en Atocha. Salí al lujoso andén admirado de la velocidad de aquella máquina. Debía reconocer que los interiores me habían impresionado. Poco pude ver en diez segundos, pero lo suficiente para considerar aquel trasto un buen avance. Un notable índice del progreso de la Era Fukuyama.
La cinta transportadora me dejó en la puerta del Matsutake. Una voz muy suave de mujer me saludó por los intravoces, llamándome por mi nombre. Me anunció que Romaguera y Santamans había avisado. Se demoraría unos diez minutos. Tiempo que a mí me supondría un ahorro del 3% en el coste final de la comida. Un porcentaje que correría a cargo del secretario. Como compensación por el retraso. En realidad a mí me daba lo mismo. No pensaba, ni hubiera podido hacerlo jamás, pagar aquella comida.

Si usted lo desea –prosiguió la voz–, señor Ibárruri, puede esperar al señor secretario en nuestra sala de cócteles. Tenemos un diván preparado y apreciará que la temperatura es envidiable y la luminosidad idónea. Y nuestra remezcla de violines le resultará muy relajante.
–Sí –conteste lacónicamente. Y luego–: tomaré un vino sudafricano.
El restaurante era una inmensa nave de color gris perla con claraboyas en el techo, por donde entraba la luz filtrada. Era cierto que la luminosidad era deliciosa. Siempre lo era en los locales urba. Una baldosa deslizante me llevó a la sala de cócteles. Me dejó frente a un amplio diván rojo, donde me tumbé. En una mesita, a la altura de mi mano, tenía servida una fría copa de vino de Sudáfrica. También tenía un cuadro de mandos que anunciaba diversos servicios. Los escuché con curiosidad. Ordené un masaje ligero. El aire denso del diván comenzó a ondularse. Me desanudé un poco la incómoda corbata. Nunca, excepto cuando tenía que visitar a un urba importante, usaba trajes. Apoyé la nuca en la cabecera y cerré los ojos. La remezcla de violines penetró en mi cabeza poniéndome de mal humor.

Sin saber por qué, me vino a la mente mi ex mujer… Y todo por la hiperradiación, que la había dejado estéril. Antes de conocer su imposibilidad, tampoco ella quería tener descendencia. Pero cuando recibió el informe rutinario estatal comenzó a abusar de los ansiolíticos. Intentamos alquilar un crío en algún país lejano. Donde el agujero en la capa de ozono no fuese tan notable. Pero chocamos con innumerables trabas. En la situación de Iris había millones de urba en todo el hemisferio norte.
A ello había que sumar la reticencia de las autoridades de los países libres de hiperradiación, la mayoría en el hemisferio sur. La practica de la adopción los estaba vaciando de mano de obra. ¿Quién iba a trabajar en el campo o en las factorías si los urba se llevaban a todos los recién nacidos? Zonas tan importantes como Filipinas o Uganda habían estado a punto de perder su recambio generacional. Ahora sólo en casos de urba muy notables se permitía la adopción.
En última instancia, siempre se podía recurrir a los bancos de esperma y óvulos de individuos del sur. Era un método caro, pero sencillo. No en vano, las autoridades de los estados del norte llevaban años metidos en una intensa campaña para fomentar esta práctica entre los urba. El problema era que nosotros ni siquiera llegábamos a la categoría de urba.
Al menos yo. La situación de Iris era otra. Ella siempre fue una urba. Sus padres tenían razón cuando le decían que se había casado conmigo por estúpida rebeldía. ¿Quién era tan idota como para renunciar a un nivel de vida urba y liarse con un funcionario de policía? Iris hizo bien dejándome y casándose con un alto ejecutivo de una empresa de distribución de criofilizados. Consiguió lo que tanto deseaba.

Los intravoces se volvieron a activar y aquella voz suave de mujer me indicó que era la hora de sentarse a comer:
Señor Ibárruri: hemos detectado la presencia del secretario a un minuto de aquí. Si quiere esperarle sentado, puede pasar a su mesa reservada. Está junto al tercer ventanal. Si prefiere comer en el diván, éste se dirigirá a la mesa.
–No –respondí desechando la posibilidad de comer tumbado.
Me alcé y de nuevo. Una baldosa deslizante me llevó a la mesa, a unos cincuenta metros de distancia. El tercer ventanal era en realidad una inmensa pantalla de cuatro metros de alto y cinco de largo. En él se podían observar escenas de un fondo marino. Ballenas, cachalotes, medusas y pulpos gigantes se paseaban frente a los comensales. Me senté y volví la silla giratoria hacia la pantalla. Siempre me habían fascinado esos animales tan extraños. Parecían de otro planeta.

Romaguera y Santamans llegó rebosante de energía y disculpas por su retraso. En realidad podía hacerlo. Era un miembro muy importante del Gobierno. Un peso pesado del comercio continental. Un funcionario encargado de un departamento vital. La sección de congelados de Mercamadrid ocupaba una superficie equivalente a todo el Distrito Financiero. En ella no sólo se almacenaba el producto que iba a ser distribuido por las distintas urbanizaciones del estado. También reposaban allí las mercancías con destinos más septentrionales, como los estados de Bilbao, Oporto-Vigo o Barcelona. Incluso para muchos estados franceses era de gran importancia aquella sección. Por lo tanto, Romaguera y Santamans podía llegar todo lo tarde que quisiera. Le bastaba con excusarse y pagar la parte de la comida proporcional a su retraso. Como era costumbre entre los urba. O en mi caso pagarla entera. Como era de ley entre un policía pobre y un rico funcionario.
El secretario se plantó frente a mí. Era un hombre delgado y más bien alto, aunque no demasiado. Sin duda elegante. A la manera urba. Vestía traje blanco con lunares rojos, camisa verde pistacho y corbata rosa pastel. Tenía una abundante cabellera entreverada de canas y peinada hacia atrás. Y lucía unas estilizadas lentes de montura de plástico naranja. Me levanté de la silla y le tendí la mano amistosamente.

–¿Todo bien? –me preguntó exultante.
–Para siempre –respondí con mi mejor sonrisa de adepto al sistema.

Procedimos a sentarnos y cada uno ordenó sus platos escuchando el menú recitado desde los intravoces. Si teníamos alguna duda, siempre podíamos pedir una holografía. Inmediatamente nos aparecería delante el plato, dotado de olor y sabor. Así se nos permitiría catar antes de ordenar. Pedí sushi de la almadraba de Cádiz, cebiche de emperador de las granjas de Mauritania y tempura de verduras argentinas. Además de tres copas de vino sudafricano. Y de postre un flan de té. Romaguera y Santamans ordenó un menú muy similar, pero la verdura la prefirió de Kenia y aderezó el cebiche con ostras del pacífico chileno. Para beber, un tinto uruguayo. Los platos llegaron casi inmediatamente en una mesa camilla teledirigida.

–Bueno, detective Ibárruri –dijo el secretario mientras jugueteaba con sus gafas mordiendo una de las patillas–, imagino que ha visto el magnífico TMM.
–No sólo lo he visto sino que lo he disfrutado. Durante unos diez segundos –respondí.
–¿Y? –Romaguera y Santamans esperó la respuesta con teatral expectación.
–Una maravilla, increíble –asentí–. El presidente tiene razón, estamos alcanzando unas cotas de progreso impensadas. Y todo gracias a ustedes.
–Oh, bueno, ya sabe que yo simplemente soy un alto funcionario. En un puesto importante, claro… –Romaguera y Santamans gesticuló con esa falsa modestia, precipitada y nada elaborada, que más que negar reafirmaba.
–Fundamental –apunté con la intención de adularle–. Gracias a gente como usted, la distribución de larga distancia es un problema nimio. Y pensar que cuando yo era pequeño llegamos a pasar épocas de carestía de algunos productos básicos. Claro que eso fue sólo para los más pobres.
–Yo también me acuerdo de esos tiempos –dijo Romaguera y Santamans con solemnidad–. Piense que soy bastante mayor que usted, y los veinte me cogieron en la adolescencia. Sí –suspiró–; se acabó todo de repente. Pensar que más allá de nuestros hogares nuestra querida tierra se convertía en un yermo… Sevilla, Toledo, León, Granada y tantas otras ciudades milenarias no son ahora más que montones de ruinas.
–Sin embargo –añadió con orgullo–, en Madrid supimos aprovechar la tecnología para hacernos imprescindibles para los estados costeros.
–Los continentales somos la mejor civilización –dije para tratar de alimentar su ego de urba europeo.
–Oh, detective, no sea tan etnocéntrico. Yo diría que en el Imperio Popular Chino se vive mejor. Por algo son los actuales dueños del mundo. Además, la mayoría de los antiguos países del hemisferio sur funcionan de maravilla. No hay nada como un clima sano para poder cultivar o tener pastos y ganado. ¿Ha probado usted el buey de Guinea? Magnífico –aseguro sin esperar mi respuesta que, obviamente, hubiese sido negativa–. No creo que nunca haya habido una carne igual. Ellos tienen el clima y nosotros la tecnología. Ellos viven mejor que antes y nosotros muchísimo mejor.

Ambos nos reímos del chiste. Él por satisfacción y yo, supongo, porque me gusta reírme de vez en cuando.

–¿Qué hay del problema nigeriano? –solté. A Romaguera y Santamans se le agrió la sonrisa.
–Bueno… –dudó unos instantes mientras se rascaba nerviosamente la barbilla– Sólo son una pandilla de rebeldes desagradecidos. Pero no hay por qué preocuparse. Más que una guerra es un pequeño conflicto que solucionaremos pronto. ¿Dónde ha oído usted hablar de eso? –quiso saber.
–En algunos boletines especializados a los que estoy suscrito –expliqué.
–Ah, bien… No se preocupe por ello, ya está bajo control. Pronto aquello volverá a ser un territorio Fukuyama. Nigeria –añadió– era ya una tierra importante antes de nuestra era. Por sus yacimientos de petróleo.

El secretario miró su copa de vino, sonrió con su aire de sesentero importante y condescendiente y prosiguió:
–Es curioso: antes no se concebía una civilización sin combustibles fósiles. En cambio, ahora vemos que eran totalmente prescindibles. Pero qué mal lo pasamos durante los primeros años de la Era. La culpa fue de esos estúpidos americanos. Mire cómo les va ahora: olvidados al otro lado del atlántico. Sumidos en un retrógrado régimen militar religioso. En diez años de guerras dementes, acabaron con la capa de ozono y de paso con todas las reservas de petróleo. ¡Qué decadencia! Ni California se salvó. Y pensar que reciben ayuda humanitaria de Cuba–Miami. ¿Sabía usted que en el siglo pasado la isla fue un reducto parecido al que ahora es Norteamérica? –Romaguera y Santamans se detuvo y me miró con una sonrisa irónica–: Oh, sí que lo sabía. ¿No es cierto? Usted es un don, y los don leen todavía. Y probablemente sepa escribir. Incluso a mano. Me gustan ustedes, los bohemios del Distrito Financiero. Recorren la ciudad aún a riesgo de su vida, buscando libros, discos, pinturas y otras obras del hombre antiguo. Son como yo era de joven: rebeldes e ingeniosos. Románticos.

No sonreí ante el comentario de Romaguera y Santamans. Maldita la gracia que me hacía. Es cierto que era un don y que sabía escribir incluso a mano. ¿Qué creía el secretario? Veinte años atrás, en mi zona no habíamos visto un teclado de ordenador. La tecnología desapareció de los barrios pobres de la noche a la mañana. Y tardó lo suyo en volver. ¿Cómo aprender a escribir si no a mano? El secretario sonrió con cinismo, tanto para mí como para sí.

–Pero vayamos al grano, detective –dijo–. Creo que quiere hacerme una propuesta interesante para los dos. Si no me equivoco, tendrá que ver con los nuevos sistemas de mantenimiento térmico de la gama Magnético Modular.
–Para mí no es una propuesta especialmente interesante. Lo es para el consorcio que me ha asignado el caso –corregí–. Aunque reconozco que si la acepta, todos nos ahorraremos problemas y mi gratificación será superior.
–Por supuesto, a eso me refería –se excusó manteniendo su cínica sonrisa.
–Bien, al grano –puse mi peor cara de sabueso–. El tema es conseguir para mis clientes la exclusiva del transporte de congelados marinos en tránsito a otros estados. Sabrá usted mejor que yo las ventajas que ofrece la compatibilidad de sistemas térmicos de la actual red peninsular. Hasta ahora había que realizar procesos de reajuste en cada cambio de tren. Lo cual llegaba a provocar demoras acumuladas de hasta cinco horas en la recepción programada. En cambio, a partir de hoy mismo se podrían reducir esas demoras a apenas quince minutos. Bastaría con tener un programa logístico eficiente de pre y post cargado.
–Cierto –Romaguera y Santamans asintió sin desdibujar su maquiavélica sonrisa–. Y usted quiere ser quien se lleve el gato al agua.
–¿Ha tenido más propuestas de este tipo? –pregunté.
–No. Pero llegarán. No lo dude –me guiñó un ojo.
–Pues ténganos en cuenta –dije adoptando un tono trascendente–. Hemos hecho un estudio de los beneficios que se podrían derivar para todos, desde Mercamadrid hasta el mismo usuario. La operación, si se hace bien, puede ser altamente rentable. Tenga en cuenta que la suya es la única central de descarga importante desde Algeciras hasta París. Imagínese el avance.
–No lo veo –dijo el secretario retadoramente.
–Saque su ultrapalm –le pedí tras mirarle fijamente tratando de averiguar su juego.

Romaguera y Santamans era demasiado inteligente como para no comprender las ventajas de aquel negocio. Ambos pusimos nuestras pequeñas ultrapalm frente a frente. Una luz roja parpadeó en cada una de ellas y se produjo una transferencia de datos que apenas duró diez segundos.
–Le acabo de pasar el estudio financiero que el consorcio para el que trabajo ha hecho –dije–. Comprobará lo que le digo.
–Sigo sin verlo –insistió él con una sonrisa maléfica.
Le miré de nuevo. Me di cuenta de que él sabía que yo sabía lo que tenía en mente.
–¿Usted un corrupto, señor secretario? –solté– No me decepcione. Para un urba que admiro… –Romaguera y Santamans se rió abiertamente.
–Por Dios, y perdone la vaciedad de la expresión, tengo de sobras con lo que gano y lo que poseo. Y usted lo sabe –aseguró–. Además, no tengo grandes vicios. Aún así sigo sin verlo. ¿Me comprende, detective?
Sonreí y dije:
–Está bien, me está examinando. Quiere ver a un chico pobre y listo en acción. De acuerdo: he descubierto que tienen problemas con el tema del cobro del tiempo de estancia de mercancías. Por eso han avanzado la inauguración del nuevo TMM termocompatible. ¿No es así?
–En gran parte –asintió Romaguera y Santamans.
–Toda la cadena –proseguí– está cabreada con las centrales por este tema. Creen que ustedes se demoran a posta. O como mínimo que no hacen lo suficiente para mejorar el tiempo de transición. Y de hecho tienen toda la razón.
–Afirmativo –de nuevo la sonrisa orgullosa y cínica.
–Pero esta treta ha sido simplemente un apaño para no perder dinero. Ahora las cosas se están poniendo feas. Y resulta que tienen el deber de mejorar en este aspecto. Pero no quieren perder los beneficios del tiempo de alquiler. Todo un dilema. De hecho, Mercamadrid es cada vez menos necesaria como estación de transición. Y si el progreso sigue avanzando…
–¡Exacto! –soltó el secretario con una risotada–. Toda una paradoja de estos tiempos. ¿No? Hasta nosotros nos estamos quedando obsoletos.
–No –dije cansinamente. Me aburría el juego dialéctico que me proponía Romaguera y Santamans–. No tiene por qué ser así. Cada segundo tiene un coste y la demora se paga. Ahora bien, ustedes hasta ahora estaban cobrando por un tiempo que ustedes –subrayé el pronombre– malgastaban.
–La conservación y el mantenimiento de un congelado es un proceso muy caro –replicó.
–Sí, ya sé que la conservación y el mantenimiento es caro. Pero reconózcame que el consumidor final no tiene la culpa de su lentitud.
A Romaguera y Santamans se le amplió la sonrisa.
–¿Qué me quiere proponer, Ibárruri? –dijo.
–El envejecimiento celular acelerado es el gran mal de nuestros días –expuse–. ¿No es cierto? Cada generación vive menos años. Por lo tanto debe aprovecharlos mejor. El tiempo es oro. Es la gran ley de nuestros días. De ello se deduce que no es ningún pecado cobrar cada minuto que se le ahorra al consumidor. Si los trenes de hoy en día son mejores, es que han costado más dinero. El consumidor final debe pagar tal avance. Y además estará encantado. ¿Cuánto costará esta comida? 12.000 euros a cada uno. Y no es un gran gasto para ustedes los urba. No, señor secretario: no queremos dinero sino tiempo. Usted tiene sesenta años. Vivirá hasta los ochenta. Pero yo nací en el treinta, cuando la radiación ya era alta. Seguramente no llegaré a los sesenta. Sus nietos tendrán muchísima suerte si alcanzan esa edad.
–¿A dónde quiere llegar con esta cháchara? –preguntó un tanto sombrío.
–Ya sabe a dónde quiero llegar –solté–. Pero si prefiere la vía directa, por mi estupendo: podemos denunciarle por corrupción y estafa. Sabemos que una buena parte de las demoras producidas en sus, llamémosles, técnicas de ralentizamiento logístico, no se contemplan en los archivos. Es como si no hubiesen existido, y por consiguiente no se hubiese cobrado ningún dinero por la conservación del producto durante las mismas. Demoras millonarias, señor Romaguera y Santamans. Sabemos que usted se quedó ese dinero y lo desvió hacia las cuentas de su partido. Y sabemos que con ese dinero se pagó la última campaña electoral del presidente. Podríamos arruinarle la vida. Con su orla de pionero legendario de la nueva sociedad incluida.
–Háganlo –replicó el secretario mientras le temblaban los labios de ira.
–El tiempo es oro –insistí–. Y el consorcio para el que trabajo está más interesado en el oro que en desprestigiarle a usted. Quieren hacer un trato ventajoso para todos. Ellos le pagarán por cada minuto de estancia en Mercamadrid que logren restar a sus productos. Menos tiempo, más dinero para ustedes. Pero tienen que tener la exclusiva. ¿Qué le parece? Siempre podemos tomar la alternativa legal –le amenacé.

Romaguera y Santamans soltó una gran carcajada que distrajo las conversaciones del resto de los comensales. Algunos se volvieron molestos. Pero al reconocerle sonrieron con respeto y condescendencia.

–Muy bien, muchacho. Veo que nos entendemos –dijo jovial–. Creo que se han ganado ustedes la concesión en exclusiva. Esta misma tarde me voy a poner en contacto con la gente que le contrató. Y además voy a recomendar que le asciendan en el departamento.
–No lo haga, por favor –dije–. Ganaría menos que ahora.

Ambos nos reímos suavemente y brindamos. Todavía nos quedaba comida en los platos, pero habíamos gastado una preciosa media hora. Ya no era posible demorarse más, por lo que Romaguera y Santamans sacó su tarjeta y la expuso al aire. Inmediatamente le fue cargado en su cuenta el almuerzo. Nos levantamos. Mientras él me ponía la mano en el hombro, las baldosas deslizantes nos llevaron hasta la puerta.

–¿Ha salido alguna vez de Madrid, muchacho? –me preguntó.
–No, nunca –respondí lacónicamente.
–Pues debería hacerlo. Al menos una vez en la vida debería visitar algún estado del sur. Respirar aire puro y ver el sol de forma directa. Sin gafas de triple filtro ni trajes protectores de por medio. Sentirlo quemándole la piel. Es interesantísimo. A los de su generación tal vez no se lo parezca, pero los que como yo conocimos esos países en el pasado, nos asombramos de cómo han progresado.
–Sabe que alguien como yo no puede salir del estado, señor secretario –dije–: la Ley Sanitaria.
–Oh, sí, claro –soltó Romaguera y Santamans mostrando una risa sardónica–. Si yo mismo la promoví.
–Eso es –asentí–. Moriríamos en menos de dos días. Los del norte no resistimos la exposición solar prolongada.
–Cierto, muchacho, vaya cabeza tengo. Entonces conéctese esas matrices que venden. ¿Las recuerda? Oh, claro; los don no tienen esas cosas… Bueno, en todo caso si algún día quiere darse una vuelta por el mundo, llámeme y le conseguiré un permiso –y luego, en tono de revelación a la altura de mi oreja– . No se crea la Ley Sanitaria al pie de la letra.
–Le prometo que lo haré –respondí sin mirarle.
–Bien, así me gusta. Buen chico –dijo Romaguera y Santamans dándome una palmada en la espalda–. Y por cierto –añadió sujetándome el hombro– tengo algo para usted. Se lo acabo de pasar, justo antes de levantarnos, a su ultrapalm. Es algo confidencial. Ya sabe… Pero se lo podemos pagar muy bien. Estúdielo. Se verá bien recompensado.

Salimos del restaurante y nos dimos la mano. Romaguera y Santamans subió al magnetomóvil oficial, que le estaba esperando. Yo me quedé mirando unos instantes cómo se alejaba deslizándose a toda velocidad por uno de los pasillos. Después me dirigí a la cinta transportadora que me llevó al andén.
Esta vez el TMM no tardó demasiado en llegar, apenas unos segundos, y entré. Los intravoces me pidieron la identificación y mostré la ultrapalm a la pantalla de entrada. Por ellos oí:
Servicio gratuito. Cortesía RSM. Buen viaje.
Otro viaje gratis. La misma frase de siempre. Muy bien. El precio del transporte era astronómico, por lo que sólo los urba tenían acceso a él. Los funcionarios podíamos usarlo gratuitamente siempre que tuviésemos activadas nuestras claves de identificación.
En el vagón me senté frente a una urba de color muy hermosa. Debía medir un metro ochenta y parecía esbelta y desdeñosa. Su mirada era castaña y redonda, sus labios rosados y gruesos y sus pómulos prominentes. Vestía una larga túnica amarillo canario con ribetes rojos. Llevaba el pelo recogido en un pañuelo azul marino. Tenía en la cara un mohín de intranquilidad ante mi presencia. Notaba que no era urba como ella.
A los pocos segundos el tren se detuvo en Cibeles y me levanté para bajar. Sonreí a la mujer y ella desvió la mirada.
En unos minutos estaba de nuevo en el edificio de la PEM. Dispuesto a acceder a mi despacho. Un privilegio que costaba mucho dinero y pocos agentes se podían permitir. Había que resolver muchos casos para darse ese lujo. Y antes de resolverlos, trabajarse muy bien a los consorcios para que confiaran en uno. Había que saber venderse. De lo contrario te morías de hambre.

Una vez en mi despacho, me senté en mi silla, frente a mi mesa y mi pantalla. Me desanudé la corbata hasta poder quitármela y tirarla en una esquina. Ordené a la silla que me diera un masaje y gocé por unos instantes de mis propiedades privadas. Al poco la silla me impulsó hacia adelante. La pantalla se encendió y apareció en ella la imagen de una comida de trabajo de tres urba ejecutivos: mis clientes. Me entretuve viendo aquel plano panorámico de Fernández–Hirsch, Carlos Montera y Adolfo Sciorini en la mesa de algún restaurante, mientras discutían y comían a toda prisa. De repente Montera, ataviado con camisa rojo pimentón y corbata azul celeste, se volvió hacia mí:
–Vaya, ¿ya ha llegado? –los demás también me miraron.
–Ya está –dije con una sonrisa de satisfacción.
–¿Hecho? –preguntó Fernández–Hirsch.
–Hecho –asentí–. Era fácil. Le teníamos bien cogido. Ha aceptado. Supongo que se pondrá en contacto con ustedes tarde o temprano. No puede fallarnos.
–¡Magnífico! –celebraron los tres–. Es usted un hacha, detective Ibárruri. Le felicitamos sinceramente.
–Háganme la transferencia y olvídense de mí hasta que vuelvan a necesitarme –dije.
–Claro –dijo Montera–. No perdamos un tiempo innecesario: veinte mil euros. La mitad a disponer en metálico, tal como usted quiso. El resto en acciones de Sociedad Estatal de Hidrógenos Parisinos. Dentro de unos segundos los tendrá en su cuenta.
–Perfecto –asentí con placer–. Y ahora, señores, les dejo. Ha sido un placer trabajar para ustedes.

Al cerrarse la conexión, volvió de nuevo la imagen de mi sofá con el maldito gato encima. Saqué de mi americana la ultrapalm. La situé frente a la pantalla para visualizar lo que Romaguera y Santamans me había introducido. Apareció un fondo negro con una franja roja –señal de información vetada–. Oí una voz que decía:
Señor Ibárruri, está usted intentando acceder a una información altamente restringida. La misma tiene a Aslan Ibárruri como destinatario. Sin embargo, no podrá ser visualizada en ningún aparato conectado a la red. Por su propia seguridad, revise esta información en un aparato autónomo y en la más absoluta privacidad. Repito: es por su propia seguridad.

Me levanté, me puse la americana, recogí la ultrapalm y salí del despacho. Crucé de nuevo la planta y me dirigí a los ascensores. Descendí hasta el nivel menos tres, el de la línea que me llevaba hasta el cambio de Sol. De allí partía la RAF (Red Antigua de Ferrocarriles). Es decir, la que usábamos los don para ir a nuestras casas. No tomé el TMM, sino que fui en cinta transportadora hasta el cambio. Una vez en Sol, crucé la línea de seguridad tras ser identificado por los ciberagentes. No ser reconocido por aquellos bolardos electrónicos suponía recibir una descarga de 3000 amperios y 125 voltios. Suficiente para disuadir a cualquier inmi que tuviera intención de infiltrarse en las redes de transporte.
Esperé en el sucio y desconchado andén a que llegara el tren que me llevaría a casa. Tardó del orden de diez minutos en aparecer una máquina obsoleta. El tren me dejó en la estación de Bilbao. Descendí del vagón y anduve por el estrecho pasillo hasta llegar a la boca de salida. Ascendí las escaleras y fui a parar a la superficie, dentro del túnel de triple filtro que nos protegía de la radiación. Estaba hecho a base de trozos de cristal roto, recogidos de los vertederos urba y soldados con plomo y pez. El mosaico formaba una gran vidriera que, a diferencia de las que yo había visto en algunos libros, en los ventanales de las iglesias góticas, era de una deprimente monotonía cromática.

Caminé por las callejuelas tras dejar atrás la solitaria glorieta de Bilbao, con sus portales destrozados, su fuente seca y ennegrecida, y su atmósfera de silencio aturdidor. Llegué al número veintitrés de Cardenal Cisneros protegido por las valvas –construidas también con restos de triple filtro abandonados–, que proporcionaban una sombra muy agradable ante el tremendo calor que azotaba a aquellas horas la calle.
Entré en el portal y vi un par de inmis durmiendo en el interior. Eran, por lo que pude vislumbrar en la tenue oscuridad, dos muchachos negros, esqueléticos y medio desnudos, que sudaban abundosamente entre convulsiones. Probablemente por alguna fiebre contraída en su país de origen. O quizás víctimas de alguna extraña enfermedad provocada por la radiación. En todo caso, mi obligación era avisar a la comandancia de distrito para que los detuviera y exterminara. Ya habíamos tenido en anteriores años epidemias de paludismo, dengue y parásitos diversos traídos por aquellos desarrapados. Pero eso ocurría en la estación húmeda. Ahora, con la sequedad, era difícil que ninguna plaga se pudiera extender. Excepto la insolación.
Opté por apiadarme, ignorar a aquellos desgraciados y subir las escaleras. En el segundo rellano estaba mi apartamento.

Una vez dentro, descorrí todas las cortinas para que entrara la luz a través de los triple filtro. Conecté el aire acondicionado, que funcionaba mejor que el de la oficina, y fui a la cocina a servirme un vaso de zumo de naranja bien frío. La nevera, comprada en una subasta de desechos urba, funcionaba estupendamente y se agradecía el frío del líquido en mi garganta seca. A decir verdad, si alguna ventaja tenía el potente sol era gozar de un abastecimiento eléctrico envidiable. Si alguien hubiese podido mirar desde el infecto cielo los tejados del Distrito Financiero, habría descubierto un enorme juego de millones de espejos reflejando el mórbido sol. Absorbiendo su energía y transformándola en calor, luz, sonido, frío… Fue gracias al Gobierno que se llevó a cabo el plan de placas solares para los habitantes del distrito. Y el resultado había sido óptimo.
Fui a mi habitación. Me quité el traje y la ropa interior. Lo dejé todo encima de la cama. Desnudo, entré en el baño y me metí en la ducha. Dejé que el agua me refrescara. Salí y volví a la habitación. Me puse una chilaba blanca y las zapatillas de caucho. Me senté en mi silla de despacho. No era tan moderna como la de la oficina, pero resultaba confortable, pues también era de aire denso. Encendí el ordenador. En realidad poco más que un voluminoso monitor y un teclado anticuado. Lo desconecté de la red. Expuse la ultrapalm frente al mismo y esperé a que la transferencia de información finalizará. Tardó algunos minutos, dada la limitada potencia de mi computador casero. Cuando finalizó la transferencia, la pantalla se encendió.

Apareció la sonriente cara del secretario Romaguera y Santamans, y junto a él las caras de Montera y Fernández–Hirsch.
–¡Señor detective Ibárruri! –dijo Romaguera y Santamans ante la discreta sonrisa de sus acompañantes–. Qué placer verle de nuevo. Espero que habrá tomado usted las precauciones necesarias. Supongo que sí. Es usted un joven muy listo. ¡Ya lo creo! Mis amigos –y señaló a Montera y Fernández–Hirsch–, pueden dar fe de ello. Al igual que yo. Ha resuelto el caso que le encargamos de manera muy satisfactoria, a pesar de no haberse dado cuenta de que le tendíamos una trampa, que todo estaba preparado. De todos modos, de eso se trataba. De que no fuera tan listo como para eso. ¿Cómo iba a saber que le estábamos probando?
–¡Serán cabrones ! –exclamé ante la pantalla.
–En fin –decía el secretario–, lo que nos importa a estos amigos y a mí es que usted es seguramente el policía más espabilado del Estado. Y el más ambicioso. Nadie pide los porcentajes que pide usted –se rió y luego puso un gesto sombrío–. Pero el caso que ahora vamos a encargarle es real y muy grave. Tal vez sea el caso más importante de su vida. Lo digo en serio –por su cara parecía que así era–. Se trata de un asunto de extrema gravedad que deberá usted llevar como un… ¿Cómo diría? –suspiró–. Un caso de honor y patriotismo. Eso es. Se trata de un caso de patriotismo. Aunque sin duda bien recompensado. No tema. Mis amigos –Romaguera y Santamans volvió a señalar a Montera y Fernández–Hirsch, que me miraban fijamente desde la pantalla– son además de magníficos ejecutivos en sus empresas, personas muy implicadas en el futuro del Estado. No de manera oficial. Claro. Estoy seguro que usted se habrá encargado de investigar en la red sus currículos y habrá sabido que anteriormente fueron funcionarios del departamento de seguridad interior –lo había hecho, ciertamente. Pero el que unos altos funcionarios cambiaran de empresas de capital oficial a otras privadas era algo muy común. Los urba se movían constantemente de un trabajo a otro–. Bien, siguen siéndolo, aunque a título, llamémosle, particular. El caso es que mis amigos están, en cierto modo, más cerca del poder que nosotros dos. Habrá usted oído hablar del Comité Último de Estabilidad –había oído hablar, aunque desconocía, como la mayoría, quién lo componía–. Tiene usted el privilegio de conocer a dos de sus miembros.
–Y tú también debes de serlo, cabronazo, porque estos dos parecen tus putos criados –me dije a la vez que seguía escuchando la perorata de Romaguera y Santamans:
–Bien, como le iba diciendo se trata de un caso de suma gravedad. Para qué dar más rodeos: el doctor Ramallaes, el secretario del presidente, ha desaparecido y usted tiene que encontrarlo. Con este archivo que está visualizando le adjunto una clave de acceso al Registro de Vidas Privadas. Ya sabe usted que eso es algo sumamente inusual. Por su alta confidencialidad. Le ruego que sea discreto con lo que lea allí sobre la vida del doctor Ramallaes. Y espero que dé con alguna pista que le pueda llevar hasta donde se encuentre, puesto que nosotros no tenemos ni idea. No sabemos nada. Ni cómo, ni dónde desapareció. Nada de nada. Sólo que hace dos semanas exactamente, el jueves quince, fue al trabajo desde su casa y al salir de un almuerzo oficial, en el mismo restaurante donde usted y yo nos hemos visto, desapareció. Y con él su ultrapalm, donde tenía grabados unos archivos muy importantes, vitales diría yo, para el funcionamiento orgánico del Estado. Comprenderá que, tanto como al doctor Ramallaes, necesitamos saber qué se ha hecho con esos archivos. No es que no nos fiemos de él. Por supuesto, es un miembro destacado de nuestro estado. Y nos preocupa su seguridad. Pero tememos que los archivos puedan desaparecer o algo peor: que caigan en manos de gente que pueda utilizarlos en su propio beneficio. No le ocultaré que me refiero a las mafias del reciclaje. Algunos de esos documentos trataban el problema que estos grupos están generando. No sólo a ustedes, los que viven en el Distrito Financiero, sino incluso a la economía de la sociedad urba. Esas bandas se han vuelto extremadamente poderosas y están comenzando a atacar financieramente algunas de nuestras empresas insignia. No nos gustaría que adquirieran en su propio interés parte del capital de Mercamadrid, por ejemplo. Y hay rumores de que pretenden hacerlo.
Dado que los archivos desenmascaraban a la mayoría de los testaferros y empresas tapadera de las mafias, nos tememos que el doctor Ramallaes haya caído en manos de alguno de estos grupos. O que le hayan eliminado, robándole la ultrapalm y accediendo a los archivos. Inexplicablemente, el doctor no hizo copia de los mismos para enviarlos a alguien que los pusiera a salvo. Al menos, no hemos encontrado copia alguna. Y le aseguro que hemos registrado hasta el más humilde ordenador del Estado.
Romaguera y Santamans estaba tratando de relajarse en su asiento. Pero los continuos tirones que le daba a las solapas de su traje fucsia, el modo en que reiteradamente se recolocaba sus gafas de montura de plástico lila, denotaban un gran nerviosismo.

–Creo que no hace falta que le de más explicaciones –continuó–. Nos va mucho a todos con estos archivos. No podemos permitir que esa gente, a la que le importa un comino nuestra sociedad, el grado de convivencia y el bienestar que hemos alcanzado, esa gente de fuera –lo dijo con la rabia del que odia a los inmis–, llegue a alcanzar el poder. Y, créame, están más cerca de ello de lo que parece… Bien, señor Ibárruri, ya sé que es poco lo que tiene, pero estoy seguro que usted sabrá arreglárselas. Una sola cosa más antes de destruir el archivo: tiene seis días para encontrar al doctor Ramallaes. Si en seis días no lo encuentra, no sé muy bien lo que puede pasar, pero seguro que será una catástrofe. Dos semanas y seis días es el tiempo estipulado por nuestros técnicos para que un informático que trabaje para las bandas, y ya sabrá que algunos de nuestros mejores hombres se han vendido a ellos, descifre las sucesivas claves de entrada a los archivos del doctor. Y ya han pasado dos semanas. Sí –Romaguera y Santamans dudó unos instantes antes de seguir–, hemos cometido un gran error retrasándonos tanto tiempo, pero comprenda que no ha sido nada fácil encontrar un detective de confianza. La amenaza es muy seria como para dejarla en manos de cualquiera. Ahora sabemos que usted es el hombre indicado. Le podemos comprar y vamos a hacerlo. Una oferta que no podrá rechazar: quince millones de euros. Lo suficiente como para acceder a la categoría de urba. ¿Diría que no al final de sus ahogos económicos? ¿No diría adiós al cuerpo de policía, al calor, a la miseria, al hedor de las calles y a la hiperradiación? –el secretario mantuvo un tenso silencio mientras me miraba a través de la pantalla, esperando astutamente a que yo madurara su propuesta– Sé que no nos defraudará –concluyó–. Haga bien este trabajo. Contactaré pronto con usted. Adiós, señor Ibárruri. Y buena suerte.

El archivo se autodestruyó y la pantalla de mi ordenador se apagó.
Menos de una semana para encontrar al doctor Ramallaes y devolverlo a su nido. A cambio de más dinero del que vería en cien años de vida como don.
Lo haría. Por ese dinero lo haría gustosamente. El problema residía en cómo. Decidí no obsesionarme por el momento. Busqué mi caja de ansiolíticos. La encontré en el bolsillo de la americana. La abrí y escogí dos píldoras con sabor a cereza. Luego me desnudé, corrí las cortinas de la habitación y me tumbé en la cama. La había heredado de mi abuelo, que la consiguió a precio de ganga de un reciclador de materiales del Palacio Real. Eso fue en los años treinta. No era excesivamente cómoda, pero sí recia y amplia. En la cabecera de la misma, sobre las paredes pintadas en color siena, colgaba un cuadro que antaño fue famoso y preciado. También herencia de mi abuelo. Adquirido en el desvencijado Museo del Prado. Se trataba de La Anunciación, de Fra Angelico.
Por aquel entonces, el cuadro no valía nada a pesar de que estaba presente en muchas casas urba. Era un simple original. Una cosa imperfecta hecha por la mano humana en épocas bárbaras. Los urba despreciaban el arte. Lo consideraban un signo de neurosis y rebelión contra la tecnología. Sin embargo, gustaban de lucir en sus paredes de plasma las últimas novedades que se ofrecían en las tiendas de decoración de la red. Los urba solían cambiar sus cuadros digitales con frecuencia. Los alternaban según la época del año. O su estado de ánimo. Yo, en cambio, amaba ese original olvidado y pintado más de cinco siglos atrás.

Dormí hasta que al caer la noche me despertó el ruido de las calles. Recordé entonces que debía entregar mi artículo para el Inn Madrid Times. Me puse unos vaqueros viejos y una camiseta antigua, a listas azules y granates, con un extraño escudo a la altura del pecho con las iniciales F.C.B. Yo suponía que era el del estado de Barcelona. Detrás tenía un número, el ocho. Y un nombre: Stoichkov. Imaginaba que debió pertenecer a algún funcionario de la policía estatal barcelonesa. Por eso me gustaba llevarla.
Escribía en el Inn Madrid Times una columna semanal, titulada El vigía, que aparecía los viernes. Era la visión que tenía un don sobre la sociedad del Distrito Financiero. Con ella pretendía influir en los poderosos urba para que nos prestasen más atención, cosa que casi nunca conseguíamos. Puse un disco compacto: Pre–millennium Tension. De un compositor llamado Tricky. De finales del siglo pasado. Encendí el ordenador y abrí el archivo donde guardaba la columna, a la cual sólo le faltaba el remate:
Puesto que los cabecillas de estos grupos extorsionan a comerciantes y asesinan impunemente en los vertederos de la ciudad, deben adoptarse medidas de urgencia por parte de las autoridades del estado para frenar este sangrante problema.
No, aquello era demasiado blando. Lo borré. No citaba el hecho de que las bandas estaban armadas por los urba. Las utilizaban para atemorizar a los inmis y mantenerlos alejados de sus distritos. Por mucho que ahora Romaguera y Santamans les temiera, los urba habían alimentado a la criatura.
–Cría cuervos y te sacarán los ojos –dije en voz alta.
Un refrán del siglo pasado que venía muy al pelo a la ocasión. También pensé que tenía que buscar en la red algún reportaje sobre los cuervos. No recordaba muy bien si se trataba de un ave o un roedor. Recuerdo que me incliné por pensar que era un tipo de rata.

No se me ocurría cómo terminar el artículo sobre las mafias. Aporreaba el estruendoso teclado haciendo un ruido profundamente molesto que se repartía por toda la casa. Sobrepasando incluso los niveles del disco compacto que acaba de poner en la obsoleta cadena estereofónica. Ambas chatarras, tanto el ordenador como la cadena de música, habían pasado recientemente por el taller de mi vecino Ibrahim. Éste me había pronosticado que aquella era la última reparación que admitían. Aun así, me aseguré de que tenían cuerda para más de un año. Luego ya se vería.
Quería terminar el artículo de un modo contundente, llamando la atención de las autoridades sobre el problema. Si algunos urba de la Concejalía de Información, donde solían leer el periódico para censurarlo, se hacían eco del problema, algo se podría avanzar. Al menos, se evitarían episodios como los del día anterior, en el que catorce inmis, que buscaban algunos útiles en el vertedero de San Chinarro, fueron quemados vivos.
Con la clara certeza de que las bandas mafiosas del reciclaje están fuertemente armadas, cabe preguntarse, siendo como son de los nuestros, de dónde obtienen su sofisticado armamento láser voltaico y, en consecuencia, tomar medidas para desarmarlos y acabar de una vez con este problema sangrante. Sin sus armas, estos grupos serán inocuos y se restablecerá la libertad de reciclaje que ha imperado durante tanto tiempo.
Así estaba mejor. De ese modo, sin nombrar a los urba, todo el mundo en el Distrito Financiero entendería que estaba hablando de la vinculación entre las mafias y el poder urba.

Releí el artículo entero y me sentí medianamente satisfecho. No era ninguna maravilla. Pero el escaso nivel cultural de la población inmi requería cosas mediocres, sencillas y pedagógicas. Por supuesto, Inn Madrid Times era un periódico dirigido a los inmis. Tenía una triple tirada de 50.000 ejemplares que costaban un euro físico. Una vez adquiridos, pasaban de mano a mano. Llegaban a ser leídos por más de un millón de personas. Aproximadamente la población adulta de la ciudad vieja. Es decir, la zona del Distrito Financiero donde se desarrollaba una sociedad inmi medianamente organizada.
Se trataba principalmente de norteamericanos, magrebíes y negros africanos llegados en los primeros años del siglo XXI. Trabajaban como comerciantes de basura reciclada o reparadores de máquinas de todo tipo. También se dedicaban a comprar y vender los alimentos que los don pobres traían de Mercamadrid. Éstos trabajan para los urba descargando unos trenes y cargando otros que tenían destino fijo a cada distrito y a cada urbanización. Al final de la jornada, se les pagaba con 15 quilos de alimento por trabajador. Ellos regresaban al Distrito Financiero en un convoy especial que los dejaba en Atocha. Junto a una de las pocas puertas con acceso libre a la superficie que existían en el estado. Entonces se dirigían con sus sacos a los comercios de su barrio. Allí cambiaban por dinero físico el alimento conseguido. Seguidamente éste era puesto a la venta. Era la forma en que funcionaba la economía del suministro de alimentos entre los inmis.

Apagué el ordenador tras mandar el artículo a la redacción. Me sentí cansado. Eran las doce de la noche. Apagué la música, salí del despacho y deambulé por el ancho piso. Había abierto las ventanas y llegaba hasta mí el humo de las hogueras de la calle. Salí a uno de los balcones y vi a la gente charlando, sentada en la acera, procurando que los arroyos de légamo que discurrían paralelos no les mojaran los pies. Aquello era altamente infeccioso: una mezcla de aguas residuales y sustancias químicas que de día hacían el aire fétido e irrespirable. Más teniendo en cuenta que a esas horas las valvas estaban cerradas.
Ahora las enormes valvas ahumadas estaban abiertas. Tanto el humo de las hogueras como los gases del arroyo escapaban a la atmósfera. Saludé a algunos de mis convecinos desde el balcón, que se volvieron hacia mí.
–Eh don, everything okay? –me preguntó un inmi nigeriano fibroso que iba desnudo de cintura para arriba y estaba ensayando un baile.
–Comme si, comme ça, Hakim –respondí.
El negro me sonrió con su blanca dentadura y sus sempiternas gafas de sol tapándole la mirada. Me invitó a bajar y le respondí que no tardaría nada en hacerlo. Me dirigí al interior del piso y tomé mis gafas de sol de una mesilla, me las puse y apagué el generador de electricidad antes de salir. Bajé al portal y allí me encontré al maldito gato, con algunos de sus congéneres, devorando una rata gigantesca que tenía unos extraños tumores en el lomo. Lo subí a casa, le puse leche en un cazo y le di algo de las sobras de mi cena del día anterior.
Regresé al portal acompañado por una débil luz. Llevaba los vaqueros y la camiseta del agente Stoichkov, pero no las deportivas de caucho. Con el calor de la calle me hubieran producido llagas. Eran mucho más cómodas las sandalias de suela de rueda de camión atadas con cintas de cuero.
Abrí el portón de salida a la calle y me encontré con toda una orquesta dispuesta a tocar. Eran los árabes del zoco del Dos de Mayo: comerciantes de alimentos, barberos cirujanos, zapateros, sastres, reparadores de maquinaria… Gente honesta como todo el mundo. Es decir hasta cierto punto. Gente que no podía dormir con el calor asfixiante y carecía de dinero para costearse un aparato de aire acondicionado. También personas que preferían pasar las noches de la estación seca bebiendo cerveza de baobab, fumando marihuana y tocando sus flautas y sus tambores. En un ruedo en el suelo se habían dispuesto un flautista, un tocador de pandereta y dos percusionistas. En el centro estaba Hakim y una gruesa mujer berebere, esposa del árabe de la pandereta. Era tan vieja y gorda como famosa por su voz áspera y masculina. Distraía las noches del barrio de Chamberí. Incluso la contrataban para tocar en Lavapiés y Los Austrias cuando había bodas o cualquier otra cosa que celebrar.

–Hombre, don, ven a bailar aquí conmigo. Dont you worry, mon frere. Hoy es día de fiesta –dijo Hakim balanceándose de un lado a otro. Ya borracho de cerveza. O ron. Y fumado.
–No, shucran, amigo mío. Sabes que bailo mal. Sólo voy a fumar y a escuchar a Fátima cantar. Y a admirar tu baile, por supuesto –dije con mis gafas de sol incrustadas. Resultaba curioso cómo nuestra vista se había acostumbrado a aquel nivel de oscuridad.
–Oh, don no baila porque es blanco y listo –dijo Hakim soltando una risotada. Todo el mundo le secundó–. Don no es como nosotros pero vive con nosotros. Los don son raros. ¿Verdad, vecinos? Y hay don malos, no creáis, vecinos –advirtió a la concurrencia–. Pero el nuestro no. Nuestro don es pobre como las ratas a pesar de su gran casa.
–Mi casa es vuestra casa –intervine con premura.
Temía que el discurso de Hakim terminara en un alegato contra los de mi clase. Estaba tenso, pegado a la puerta de la casa por si tenía que escapar. Con el calor, con la miseria y la crispación, nunca se sabía hacía quien se volverían los cuchillos.
–Por supuesto, don, por supuesto –concedió el negro y todos estuvieron de acuerdo–. Eres un don bueno y humilde. Como nosotros –aseguró con descarado cinismo–. Pero decía que hay don malos. Como Sánchez. Dirty bastard ese Sánchez. Un cerdo.

Hakim se refería Alfredo Sánchez, un mulato de origen cubano muy asentado en la comunidad y capo de una importante mafia de tráfico de medicamentos. Era un tipo brutal y cruel que, según se decía, traía en la estación húmeda inmis tropicales con fiebres para que extendieran epidemias. Luego especulaba con el precio de la quinina y otras medicinas. Algunos le relacionaban también con las mafias del reciclaje.
–Sabéis que a mí tampoco me gusta ese tipo. Es un ladrón y siempre lo he dicho –afirmé.
–Claro, don –resolvió Hakim con la mirada encendida–. Tienes razón. You are nice, don. Bien –dijo dirigiéndose a los músicos–. Todo el mundo a bailar para el don.
Los árabes, más simpatizantes de los don que los negros y los norteamericanos, pues como comerciantes obtenían más beneficios de sus gestiones, se apresuraron a hacer sonar sus instrumentos para terminar con el momento de tensión. Fátima comenzó a cantar una antigua canción llamada J’en ai marre. Todo el mundo comenzó a bailar y uno de los árabes me pasó un cigarro de marihuana y una botella de cerveza de baobab.
Yo lo acepté gustosamente. Sentado bien cerca del portón de mi casa, no dejé de vigilar las evoluciones de Hakim. No me fiaba de él, a pesar de que le conocía desde pequeño. No me fiaba de ningún inmi que tuviera menos dinero que yo. Y menos si estaba borracho y colocado. La combinación de alcohol y marihuana les hacía especialmente violentos.

Al cabo de un rato Ibrahím, el dueño de la tienda de reparación de maquinaria del zoco, se acercó a mí ofreciéndome un pan moro con pasta de garbanzos y una botella de ron cubano:
–Deja esa mierda de jugo de frutas podridas –dijo refiriéndose a la cerveza de baobab– y bebe un buen ron de Cuba–Miami. Añejo. Doce años. Se lo compré a uno de los hombres de Sánchez.
–Pero es terriblemente caro –aduje. Una botella de aquellas costaba en la red lo mismo que un ordenador de segunda mano. Y en el mercado negro eran muy difíciles de encontrar.
–¡Qué va! Hombre, sidi Ibárruri, mon amigo. Barata no es. Pero el tipo me debía un favor. La conseguí a buen precio –dijo invitándome de nuevo a beber–. Tú bebe, pero no digas nada. Sobre todo en presencia de estos. Son buenos musulmanes.
–Y eso ¿qué quiere decir, que se la beberían en menos de un minuto?
–Por supuesto –soltó Ibrahím acompañando la aseveración de una risotada.
–Waja –dije dando un trago.
Ambos nos reímos. Yo le pasé un cigarro de marihuana que me acababa de llegar y él compartió la botella conmigo. Durante un buen rato nos dedicamos a escuchar los cantos de Fátima, los versos recitados por aquella voz áspera y cansada que movía sus arrobas circularmente, embutida en un traje de seda amarilla con encajes y unas estrafalarias gafas de sol. Era un ritmo que se repetía una y otra vez, con pocas variaciones: la flauta, el pandero, los platillos y bongos… Una y otra vez los mismos sonidos cada vez más acelerados, conducidos por la voluminosa Fátima. Y en el centro los bailarines y bailarinas, negros y negras, hombres árabes seguidos por los aullidos de sus mujeres sentadas en corro. Todos palmeando y aullando.
En ocasiones se sumaban percusionistas cristianistas y el ritmo se volvía todavía más primario, más repetitivo. Y alguno de los bailarines, especialmente si era cristianista creyente, sufría convulsiones y ponía los ojos en blanco mientras se desvanecía. Entonces había que acomodarlo sobre el pavimento, ponerle un palo en la boca, un trapo bajo la cabeza y esperar a que se calmara.

Al cabo de un buen rato de fumar y beber ron le pregunté a Ibrahim:
–Eh, sidi, tú miras los boletines de la red. ¿Verdad?
–Me distrae –dijo Ibrahim antes de rematar la botella de un trago y sacar de debajo de su chilaba otra llena.
–¿Te suena el doctor Ramallaes?
–¿Cómo dices? –dijo dirigiéndome su mirada aturdida por el alcohol y la marihuana.
–¿Ramallaes? ¿Urba?
–Hum! Urba… No. O sí. Ese tipo… Ja, ja, ja… Doctor Ramallaes… Ja ja, ja. No sé, mi amigo. Ramallaes… Ja,ja,ja. No sé quién es. Igual mañana, más sereno. Pregunto si quieres tú.
–Pregunta –le pedí.
–Pero te va a costar caro –me advirtió. Entre los inmis ningún favor era gratuito.
–¿Cuánto? –pregunté haciéndome el interesado en regatear, tal como mandaban las buenas maneras entre vecinos.
–Una caja de estas –dijo señalando a la botella.
–Eso es mucho, sidi –me quejé.
–No, que va mon amí. Yo te digo dónde las consigues. Tú tranquilo, que yo pregunto. Luego tú compras y nos las bebemos entre los dos con un par de negras. Ja, ja, ja.
Sellamos el trato con un escupitajo y un apretón de manos. Hakim seguía dando vueltas sobre sí mismo.

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300 HOLANDESAS (citas)

julio 12, 2011

Y la edad de oro, edad en que los ángeles merodeaban por los caminos del crepúsculo y los dioses se dejaron ver en los claros de luna, será un hecho.
Roberto Arlt, Los Siete Locos

To the States, or any one of them, or any city of The States, Resist much, obey little;
Once unquestioning obedience, once fully enslaved;
Once fully enslaved, no nation, state, city, of this earth, ever afterward resumes its liberty.

Walt Whitman

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300 HOLANDESAS – LA NOVELA

julio 12, 2011

Después de una conversación con mi querido @retiario he decidido recuperar la novela que un día hace seis años publiqué en Minotauro y que pasó sin pena ni gloria, injustamente según la mayoría de los que la leyeron. Un cambio de director y la pasividad de la casa madre, Planeta, hicieron que el mundo se olvidara pronto de 300 Holandesas, como originalmente se llamaba, y que monstruosamente la editorial decidió rebautizar como «El código secreto».

Las razones por las que la recupero, y la relanzo desde el blog son varias -hartazgo de tener que esperar a que venzan los derechos de explotación de la casa madre, rebeldía ante el olvido, etc.- pero sobre todo la oportunidad del argumento ante los tiempos que estamos viviendo.

No dudo de que también aquí pasará desapercibida o será pasto de las minorías, pero como no hay nada como quedarse a gusto, aquí os la dejo en entregas. Eso sí, para darle marchamo CC deberé esperar al menos un año más. Mientas, antes que el derecho del autor, está el de la cultura en sí misma, cuyo objetivo es llegar al mayor público posible.

Lectores: bienvenidos al infierno de Madrid 2070 (50 de la Era Fukuyama), una ciudad-estado de pesadilla que imaginé y que quién sabe si se hará realidad como un goyesco sueño de la razón…

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¡Por favor, desnúdeme señor Facebook!

septiembre 21, 2010

No entiendo titulares con el de esta noticia, no comprendo que se fuercen desde las trincheras periodísticas tanto las situaciones hasta hacer aparecer lo que es un debate lógico, como una maniobra satánico-empresarial para desnudar a la totalidad de los internautas y poner al aire sus «vergüenzas» privadas. Sé que el histerismo digital vende lo suyo, y que estar todo el dia cacareando cosas como la defensa de la neutralidad de la red tal vez sean necesarias para protegerla (aunque miren, mientras la cacareábamos nos han robado el espectro liberado por la llegada de la TDT y nungún gurú ha dicho ni piu).

Pero yendo a lo que íbamos: Si las empresas como Facebook y Google quieren parar a la UE los pies en su desquiciada e hiperpuritana defensa de la privacidad de los ciudadanos en Internet, es porque el modelo de negocio establecido se basa en experiencia de usuario a cambio de datos. Yo te dejo que me uses gratis, pero tu me enseñas lo tuyo. La cosa se parece mucho a un intercambio sexual genérico ¿no? Tal vez eso explique el celo protestante de países como Alemania, Noruega o Suecia por proteger una intimidad que sus usuarios no les han pedido que protejan.

Los usuarios quieren eficacia en los servicios, no la protección y las leyes rancias de unas estructuras de gobierno desfasadas, obsoletas y sospechosamente plutocráticas. No, la UE no defiende la integridad privada de sus ciudadanos, sino la suya propia, su existencia, que el fenómeno Internet creen que amenaza. No nos defienden, se defienden para perpetuar su sistema aristócrata-burocrático.

Yo quiero que Facebook o Twitter o Google acumule datos sobre mí si eso le sirve para ofrecerme buenos servicios, buenas ofertas, buenas búsquedas, buenos contactos… Quiero que desnuden mis intimidades digitales, que ya decidiré yo cuáles lo son y cuáles no. Somos mayorcitos, señora comisaria Kroes; ya decidiremos nosotros lo que enseñamos.

Otra cosa es que haya un montón de cerebros de mosquito en Facebook o en los foros, poniendo al aire datos que no exhibirían fuera de la Red. Nadie grita en la calle a pleno pulmón «soy un fascista». Pero vayan ustedes a los grupos de Facebook como «Daría mi vida por España» o «España para los españoles», para ver quién los sucribe con nombres y apellidos. Bien, es su problema. Como el del tipo que hizo un check-in de Foursquare sobre el hotel donde estaba pasando la noche y unos desaprensivos le gastaron una broma pesada. Serían muy desaprensivos, pero él también fue muy poco juicioso.

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Twitter ante el dilema

septiembre 15, 2010

«Ser o no ser, he ahí la cuestión», recitaba el principe Hamlet ante una calavera reflexionando sobre el sentido de la propia existencia. El dilema vital de seguir siendo quién uno es, y ha sido, o evolucionar hacia otras formas de comportamiento se presenta en la vida de todos los humanos… y también en sus negocios. Tal parece ser el caso de Twitter ante su cambio de diseño.

Se trata de la empresa más fascinante junto a Facebook de los últimos cinco años. Incluso se diría que más fascinante que Facebook a tenor del éxito conseguido con su más que precaria sofistificación.

Precisamente esta aparente falta de complejidad ha sido la clave de su éxito, ya que millones de usuarios han adoptado Twitter para los más variados usos comunicativos, personalizando el servicio a su gusto sin el menor problema. La clave de Twitter es que sirve muy bien para lo que sirve y nada más. Es un puente entre usuarios por el que éstos hacen circular todo tipo de información y contenidos. En cierto sentido es una Internet a escala dentro de la gran Internet.

Y que nadie se lleve a engaño, Twitter gana un dinero importante, es un negocio de éxito, y si no que se lo pregunten a Google y Bing, que le pagan 25 millones de dólares al año por indizar los twetts de sus usuarios. (Otra cosa es que estos buscadores indicen bien o mal, que lo están haciendo fatal).

Tal vez los fundadores de Twitter deseen explorar otras formas de hacer dinero; tal vez estén preocupados porque una porción importante de los tweets no surgen de la página oficial e incluso siquiera se leen en ésta. Tal vez quieran adaptarse a los nuevos formatos como el iPad y las futuras tabletas que es posible que salgan por navidad. Quién sabe…

Sea como fuere no se comprende mucho el nuevo diseño de Twitter desde la perspectiva de su usabilidad.

Da la sensación de que el servicio quiere parecerse más a Facebook, ser más gráfico y tal vez aumentar el tiempo de residencia de los usuarios en el site. Es cierto que la posibilidad de visionar fotografías y vídeos en la página es un buen avance, pero ya existían numerosos servicios que lo permitían, como Twitter Power, Seesmic, etc. Servicios adoptados por la gente, que los conoce y usa con gusto. ¿Qué sucederá con ellos? Se habla de una posible inhabilitación una vez entre en funcionamiento el nuevo diseño. No parece buena política de empresa fastidiar las herramientas que emplean tus usuarios…

En resumen, la impresión que trasmite el nuevo diseño es que Twitter quiere que miremos más los espacios ahora en blanco (en verde) y menos los tweets; que nos fijemos en el resto de la página en definitiva: como si nos interesara. ¿Qué colocarán allí? La primera respuesta que acude a la mente es «publicidad».

Si esa es la intención, seguramente estemos ante el fin de una herramienta útil, que ha pervertido el objetivo para el que fue concebida, y el dilema de Twitter se resolverá, me temo, de una manera muy shakespeariana, con traición y muerte.

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Canción triste de Nokia

septiembre 14, 2010

Hace sólo cinco años Nokia era la reina absoluta del mercado de los teléfonos móviles, con una diferencia abismal con el resto de sus competidores. Y no sólo eso: symbian, el sistema operativo con que funcionan los teléfonos de Nokia, era de largo el más desarrollado y completo de cuantos había. De hecho cuando se hablaba de posibles virus informáticos en móviles, siempre se hipotetizaba sobre la base de un Nokia, pues era Symbian era el único SO lo bastante complejo como para soportar un virus.

Un lustro después, la multinacional finlandesa ha pasado a formar parte del elenco de empresas que camina lentamente hacia el desguace, junto con Yahoo! y otros dinosaurios superados por la velocidad de los cambios en la era digital.

Tal vez no haya que ser tan duro. Nokia sigue siendo la líder mundial en la fabricación de móviles en números absolutos, tanto en unidades vendidas como en facturación. Sin embargo, el futuro no les pertenece y lo saben. Los Nokia tienen fama de buenos teléfonos y lo son sin duda, tal vez los más sólidos. ¿Cuál es el problema entonces? Al parecer, el quid está en que son tan sólidos como limitados. Por utilizar una metáfora, serían los teléfonos que la Unión Soviética fabricaría si el comunismo hubiera triunfado y hoy estuviera aún vigente.

Se pueden abordar las limitaciones de los móviles de Nokia por diferentes flancos. El primero sería el coyuntural: Nokia vende más móviles de gama media y baja que nadie (esos que NO se conectan a la red de datos) y por lo tanto se ve obligada a centrar sus esfuerzos en cuidar su negocio, hurtando posibles inversiones en innovación para seguir alimentando la caldera del teléfono que-solo-sirve-para-llamar-por-teléfono. Así, el presente puede seguir siendo suyo, pero el aciago futuro cada día se acerca más y ellos todavía no han dado con la tecla para poder competir con los actuales reyes de la gama alta: iPhone y Blackberry.

El segundo flanco es el de las limitaciones de hardware. Los «smartphones» de Nokia (esos que SI se conectan a la red de datos) tienen «un no sé qué» de tanque del ejército rojo que echan para atrás a muchos de los usuarios que marcan tendencia. En una ocasión un colega trató de convencerme de que su N98 era una máquina tan válida y elegante como mis teléfonos (BB Bold e iPhone), y para ello me mostró el proceso para acceder a Internet, en concreto a la página de Google. Por cortesía le concedí que era cierto «que se podía», pero no pude evitar la comparación mental con mi iPhone. Y ganó este último por goleada. Usar un Nokia requiere esfuerzo y concentración, algo totalmente contrario a las máximas de la experiencia de usuario. Se me puede rebatir que los componentes de un Nokia son de primerísima calidad, e incluso que el N8 lleva una cámara de 12 megapíxeles de resolución y lentes Carl Zeiss. De acuerdo. Pero bueno, si eso es de lo único que puede presumir un «smartphone» mal vamos…

El tercer flanco refiere al sistema operativo Symbian, que fue rey absoluto de los SO móviles y hoy es un zombie que deambula en su condición de software oficial de Nokia con un notable tufillo a desauciado. La empresa ya ha desarrollado MeeGo, el que se suponía que iba a ser el sustituto de Symbian, entre otras cosas porque puede trabajar con chips de mayor potencia y acepta arquitecturas más complejas que este último, pero de momento parece que prefieren guardarlo en el cajón de los desarrollos olvidados. ¿Por qué? Los prototipos fabricados con MeeGo tuvieron buena respuesta. O eso se dijo se (se habla de un problema de patentes, pero a saber…). Mientras tanto Symbian sigue allí, acogiendo nuevos desarrollos a los que puede dar asistencia con justeza y que a su vez parecen autolimitarse para no poner al sistema en un compromiso.

El cuarto flanco sería el del desarrollo de comunidad social y contenidos en nube con OVI, así como los mapas y bla bla bla…

En estas condiciones ha llegado el foro Nokia World esta semana a Londres. Las noticias de salidas y entradas en la dirección de la compañía se suceden de un modo incontrolado, dando un triste espectáculo y una sensación no menos patética de final de una era. El nuevo CEO, ante el cabreo a cara descubierta de muchos de los actuales directivos, será Stephen Elop, procedente de Microsoft. Sustituirá en el cargo a Olli-Pekka Kallasvuo a partir del 21 de septiembre, que se va de la empresa llevándose un buen pellizco.

Tal vez este cambio dé resultado y Nokia por fin se posicione en el mercado de los «smartphones» junto a Apple, HTC o Blackberry entre algunos otros. El futuro está ahí, pero no lo estará siempre. Si llega demasiado tarde, Nokia será historia en cinco años.

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La disputada banda de los 900 Mhz

septiembre 9, 2010

900 Mhz es algo más que una frecuencia del espectro electromagnético: es la franja más querida y ambicionada del espacio de ondas que dejó libre el fin de la televisión analógica, y que oscila entre los 300 megahercios y los 2,5 gigahercios.

En realidad se trata de un rango de frecuencias relativamente pequeño pero con características muy especiales. Para empezar no está tan saturado como sí lo están las ondas de rangos inferiores, que compiten tanto con las ondas de radio como con las de la TDT. La franja de los 900 está relativamente libre y accesible para desarrollar servicios inalámbricos sobre ella.

Por si fuera poco, que ya es mucho en la era de las «telecos», esta franja de onda larga presenta unas condiciones deliciosas para todo tipo de servicios remotos y sin cables. Sortea bien los accidentes orográficos y las perturbaciones atmosféricas, y su cobertura es amplia y extensa. En otras palabras, con una sola antena se cubre un vasto territorio. No en vano, fue una de las frecuencias utilizadas cuando en los ochenta se desarrolló la red de telefonía móvil rural en zonas de difícil acceso, el conocido TRAC.

Foto: Montuno

Son tales sus ventajas, ya comprobadas con TRAC, que las operadoras de telefonía consideran que los 900 mhz es el rango idóneo para el desarrollo de la internet móvil rural, que en muchas zonas de España será la única internet que haya, ya que hasta la fecha no ha llegado nada, y menos el ADSL. Pero sobre todas sus ventajas hay en especial una que convence definitivamente a los operadores: permite ofrecer servicios 3G con bastantes menos antenas por Km cuadrado, para una misma cobertura, que otros rangos de frecuencias. En otras palabras, sale sensiblemente más barata.

Precisamente por estos bajos costes de despliegue, el ministerio tenía en principio pensado que la banda de los 900 fuese destinada a usos ciudadanos y públicos (comarcales, municipales, vecinales, etc.), ya que las inversiones factibles iban a ser por defecto menos poderosas. Era, y es, una manera de compensar que el grueso del espectro liberado por la TV analógica, de propiedad pública, sea revendido como el pescado en una lonja sin contar con la consulta de los ciudadanos.

Y así andan, de momento, las cosas a seis meses de la desaparición total de la tele «clásica»: las frecuencias liberadas (el llamado «dividendo digital») no ha sido reasignado y las operadoras se niegan a desarrollar la red rural en la frecuencia que en principio les tiene preparada el Gobierno, los 2,5 gigahercios. La razón es clara: la onda es más corta y por tanto se precisan más antenas para cubrir el mismo territorio, lo que dispara los costes. ¿Se pondrán de acuerdo? ¿Acabarán los usos ciudadanos una vez más relegados al cubo de la basura de las buenas intenciones?

Vodafone ya ha lanzado un globo sonda para presionar al Gobierno asegurando que tiene todo listo para comenzar el despliegue de su red de acceso a internet por móvil en el rural a 900 megahercios, y sólo espera el permiso oficial para darle al botón de «activar». Por supuesto, lo que no cuenta es por qué le interesa tanto llevar a cabo este despliegue. ¿Puede ser porque el ministerio de Industria dará ayudas millonarias a las empresas que colaboren en el despliegue del acceso web como servicio universal, una de sus promesas estrella de este año?

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Diez razones en favor de Spotify y en contra de iTunes y su red musical

septiembre 3, 2010

1- Como reproductor de música de escritorio, Spotify ofrece mayor calidad de sonido que iTunes (comprobado empíricamente).

2- En Spotify la música te la descargas sólo si no tienes conexión a la red (¿quién no la tiene hoy en día?) y el grueso del contenido va en straming. En iTunes tienes que andar manejando ingentes cantidades de archivos que has comprado o ripeado de tu colección de CD’s.

3- En Spotify pagas 10 euros una vez al mes por el acceso a todos los contenidos musicales imaginables. En iTunes te pasas la vida pagando por cada pequeño archivo al que quieres acceder.

4- En Spotify puedes descargarte canciones al móvil de modo inalámbrico si compartes la wifi con tu ordenador. En iTunes necesitas un cable aunque compartas la wifi con tu ordenador.

5- iTunes tiene la mala costumbre de intentar monopolizar los recursos de tu ordenador, mientras que Spotify se activa discretamente y no molesta.

6- En Spotify si tienes algo de curiosidad, descubres música nueva, pero en iTunes sólo descubres los archivos olvidados de tu disco duro.

7- La red social de Spotify ha sido un rotundo fracaso, y la de iTunes también lo será. La diferencia estriba en que la primera no se anunció a bombo y platillo, mientras que la segunda parece que se vaya a comer el mundo.

8- El color de Spotify es el verde (esperanza) mientras que el de iTunes es el azul (tristeza).

9- Al frente de iTunes está un señor llamado Steve que empieza a resultar demasiado parecido a otro señor llamado Bill. No tengo ni idea de quien está al frente de Spotify y eso me gusta.

10- En iTunes necesitas un buen espacio en el disco duro para guardar tus canciones (al menos eso ocurre con todo melómano que se precie), pero en Spotify te basta con una mínima conexión a la red.

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Google, la tele e internet

septiembre 3, 2010

Parece un matrimonio fácil el de Google y la televisión, pero se resite la última cuando el primero le pide la mano. La culpa, dicen los que saben de esto (y tienen razón), la tienen los dueños del contenido televisivo, que todavía no han perdido suficiente dinero como para entregarse a las perfidias de Google y su negocio de publicidad contextual (en el que, como sabemos, sólo gana dinero el buscador).

Sea como fuere, el problema se encuentra en el acceso al contenido televisivo. No es bastante con que todo el material existente esté disponible desde la pantalla del televisor; es necesario ver las mismas series de éxito que pueden encontrarse en las principales cadenas. La lógica apunta a que éstas, que viven de la publicidad impuesta entre programa y programa, no ven claro el modelo de negocio en un formato que no conllevaría imposición horaria, además de que (supongo) consideran que su material en la Red sería altamente pirateable (apuesto a que sí).

En tal estado de cosas, Fox y Disney le han dado una oportunidad a Apple TV, dejándole comercializar sus contenidos en iTunes, aunque no lo vean demasiado claro, sobre todo Fox. En principio son las productoras más potentes, y por lo tanto las que pueden arriesgarse. Por su parte Google, que es de quien se ocupa esta entrada, es más ambicioso y quiere alcanzar la mezcla total. Pero no consta que haya llegado a ningún acuerdo concreto con cadenas, aunque sí con fabricantes de hardware para crear una «caja de mezclas» broadcast-broadband (televisión-banda ancha). Nuevos televisores Sony integrarán Google TV y Samsung fabricará los «set top boxes» (léase sintonizadores) para los televisores antiguos.

Lo que nadie ha apuntado es la posibilidad de que Google invierta en promocionar a productoras independientes de series y programas, e incluso cree su propia productora. ¿Por qué no? Al fin y al cabo, parece verosímil que el público internauta no sea precisamente muy fan de Belén Esteban. Si la motaña no va a Mahoma…

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Dos noticias y un twitteo (noticia) de hoy

septiembre 2, 2010

Las noticias:

Telefónica niega que vaya a cobrar más a los que más descargan

Movistar aumentará la velocidad del ADSL de 6 megas a 10 sin coste

Es decir, Telefónica no sólo no va a piolar las tarifas planas de ADSL sino que las va a mejorar en condiciones, al menos en España. ¿No estaban las redes al límite de su capacidad de carga, al borde del colapso?

El twitteo destacado es éste de @uriondo:

«Industria presentará su propuesta concreta sobre el espectro a partir del 21 de septiembre» #UIMP

Así que esas tenemos… ¿Habrá habido acuerdo? ¿Cuál será el destino final del espectro analógico libre, esas ondas que ha dejado libres la antigua televisión de tubo y que codician las operadoras de telefonía móvil?

Tanto si han pactado como si todavía están negociando, por favor, señores del sector «telecos», la próxima vez griten menos y compórtense con más educación cuando «dialoguen» con el Gobierno. Guárdense los modales carcelarios cuando haya usuarios delante.



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(To be or not to be) Tarifa plana

septiembre 1, 2010

Parece que el nuevo curso comienza caliente con esta especie de «Regent’s park speakers corner» en que se ha convertido el foro de la UIMP, y en el que todos los operadores de telecomunicaciones se han apuntado a gritar sus diatribas contra los «heavy users» de la Red, el gobierno, el mundo en general y sobre todo contra las tarifas planas que ellos instauraron antaño y de las que ahora dicen abominar. Así, lo que empezó como un alegato en favor de la sostenibilidad de las redes móviles (Telefonica dice que no aguantan, pero no da datos) y en contra de las tarifas ilimitadas en el sector, ha acabado contagiando a la Internet fija, la vieja ADSL. Ahora resulta que por no aguantar, no aguanta el tráfico ni la fibra óptica que ha estado ultimamente intalando Telefónica en ciudades como Barcelona o Madrid. O eso dice Francisco Román, consejero delegado de Vodafone España.

En el fondo del debate puede que esté el ganar más dinero a costa de menor inversión, es decir, «si limitamos el tráfico de los usuarios evitaremos el peligro (nada inminente) de colapso de las redes y tendremos que invertir menos (y más tarde) en nuevas tecnologías que amplien el ancho de banda, a la vez que seguimos cobrando o incluso cobramos más». Pero frente a este razonamiento se oponen varias realidades de mercado. Una de ellas es que asustando a los internautas del modo en que lo están haciendo no alentan precisamente el consumo de bits, que es de lo que viven estas empresas, al contrario. De momento, la única experiencia reciente de supresión de las tarifas planas es la que aplicó Time Warner el año pasado en estados Unidos y que acabó por retirar ante la fuga masiva de usuarios a otros ISP (proveedores de acceso).

Otra razón de peso para creer que las amenazas de los proveedores son más ladinas de lo que aparentan es el hecho de que la limitación de consumo, o el pago por consumo, en fijo va en contra de la creación de una economía on line. Servicios como Spotify, iTunes, Amazon, la futurible Google Tv, etc., tienen mucho que perder con tales limitaciones. Al usuario le basta con consumir menos ancho para cuadrar su economía, y tal como señala con gran inteligencia Javier Canderia en su especial de barrapunto, de hecho muchos internautas se sorprenderían a final de mes al ver que su factura es menor con una tarifa por consumo que con su antigua tarifa plana. En cambio, las empresas que operan en la Red se verían seriamente afectadas, cuando no dañadas irreversiblemente, si a los ISP les diera por cobrar peajes por el uso de Internet, por más racional que esta modalidad pueda resultar para muchos consumidores. E incluso más justa si se acepta la leyenda urbana de que el 85% subvenciona al 15% que consume en exceso.

¿Tiene sentido ir encontra del crecimiento económico en la Red, precisamente en la Era de Internet? Puede pensarse que sí, si lo que buscas es extorsionar a las empresas que están teniendo éxito para que te den un porcentaje de sus beneficios. Al fin y al cabo el proveedor se considera el dueño de los caminos, y ve cómo otros se forran comerciando en sus lindes mientras él se limita a cobrar a uno de los negociantes un peaje que considera pequeño y a la vez se ve forzado a mantener el firme en perfecto estado. Pero a la larga este argumento se antoja como absurdo. ¿Por qué actuar como Al Capone cuando se puede ir por la vida de Bill Gates o de Steve Jobs? Los ISP tienen el dinero suficiente para competir en condiciones de igualdad con los servicios más populares de la Red, comprar parte de ellos o desarrollar los suyos propios. ¿Acaso Telefónica no es la dueña de Terra (un negocio muy rentable en Latinoamérica), y de otras iniciativas como Pixbox o Imagenio? Puede aducirse que lo que quieren es desarrollar sus negocios mientras gravan los de los demás, pero eso más que atentar contra la neutralidad de la Red (que también) sería pasarse la libre competencia por el forro, cosa que ningún gobierno cabal permitiría.

Hay un tema de fondo que casi nadie saca a relucir, y es que Internet tal como está dimensionada hoy se antoja limitada para los usos del futuro. En este sentido puede concederse cierta veracidad a las acusaciones de los proveedores de que por este camino no se va a ningún sitio, pero más que por peligro de colapso, por alto riesgo de aburrimiento. Los anchos de banda actuales se antojan cada vez más limitados para la multitud de servicios que están apareciendo, y que no llegan a alcanzar el éxito precisamente por falta de un ancho de banda adecuado. La Red debe ser redimensionada, pero no para sostener el tráfico actual sino para propiciar uno mucho mayor en el futuro próximo, un tráfico que sin duda puede ser el motor de un crecimiento econòmico mucho más sólido.

Hay pues una cierta urgencia en ampliar las infraestructuras de acceso y comunicación, y el camino más coherente para hacerlo es apostar por las redes móviles y olvidarse de los accesos fijos. Los motivos son que los anchos de bandas que permiten tecnologías como LTE (4G) o Wimax son muy superiores (100 megas teóricos simétricos), la inversión es más baja (no ha que cavar zanjas) y se evitan los problemas de la orografía y el mantenimiento en zonas remotas.
Ahora bien, tales tecnologías no salen nada baratas, sobre todo a los proveedores móviles, que son a los que les toca ahora mover ficha gastándose los duros en antenas de última generación (4G no se puede conseguir modificando las antenas ya colocadas), justo cuando acaban de consolodar el 3,5 G (aka HSDPA). Es cierto que no paran de ganar dinero, pero también lo es que no paran de gastar, y ahora quieren algo a cambio. No están dispuestos a seguir poniendo el parné para que sean otros los que vivan días de vino y rosas.

¿Cuál es la contrapartida? ¿Qué quiere esta gente? Podrían buscar subvenciones millonarias para el desarrollo del LTE, pero tal vez la opnión pública no las vería con demasiados buenos ojos. Se vende mal eso de que tienes que pagar por lago que antes has subvencionado. Hay otra contrapartida más sibilina y jugosa que precisamente está en juego con la abolición de la televisión analógica: el espectro que va de los 500 Megaherzios a los 900 Megaherzios y que ha quedado vacío. La intención del Gobierno es asignar buena parte de él a usos ciudadanos y sobre todo al desarrollo de la Internet móvil en zonas de difícil acceso. A los ISP, en cambio, les vendría muy bien para proyectar el desarrollo de sus redes con grandes niveles de rentabilidad. Es, para entendernos, una pradera inmensa y virgen.
Me remito a esta noticia de bandaancha para entender mejor lo que está sucendiendo:

«La cobertura 3G de Vodafone mejorará considerablemente en las zonas rurales a medida que se completen los planes de la operadora para llevar banda ancha móvil hasta un total de 3.100 municipios de menos de 1.000 habitantes. Parte del despliegue ya está en marcha, pero Vodafone necesita que el Gobierno autorice el uso del 3G en la actual banda GSM 900 MHz en la que basará su red.»

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En la era de la (des)información

agosto 31, 2010

El porcentaje de estadounidenses que creen que su presidente, Barak Obama, es musulmán ha crecido en un año casi diez puntos hasta rozar el 20% de la población. Es decir, a pesar de que los medios han mostrado a Obama en múltiples actos religiosos y han difundido su verdadera creencia religiosa con profusión, cada vez más americanos lo ven musulmán. El dato tiene múltiples lecturas: desde la identificación tradicional de los musulmanes con lo extranjero y con una buena parte de los afroamericanos -Obama les resulta demasiado exótico por apariencia y biografía- hasta las respuestas intencionadas de la oposición en las encuestas para bajar la popularidad del presidente. El caso es que por mucho que Obama proclame que es cristiano, un creciente número de americanos, contra toda lógica, no lo ven así.

Resulta preocupante que todas estas personas hayan conseguido desinformarse hasta tal punto, y más teniendo en cuenta que supuestamente vivimos en la era de la información que llega hasta el último rincón del planeta, al menos del americano. ¿Qué le pasa a esa información por el camino para que llegue al lector tan tergiversada? Los analistas americanos aducen que el problema se encuentra en la agonía de los medios de comunicación tradicionales, sobre todo los periódicos, a los que rodea un aura de hastío y desprestigio. Real o no, así se ven en la América profunda diarios como el New York Times, el Washington Post o incluso USA Today. Todos sufren pérdidas, todos están reestructurando lastimosamente sus plantillas.

Mientras tanto, miles de blogs siguen brotando por doquier en Internet, y algunos de ellos, tal vez no pocos, no albergan intenciones informativas o formadoras, sino maniqueas y manipuladoras, son puro «agitprop». Y es de temer que sea esto lo que lean y vean ese 20% de estadounidenses que creen que Obama es musulmán. Eso y la Fox, claro.

Tal es así que los politólogos americanos explican el ultraderechista fenómeno Tea Party Movement bajo estas claves, al igual que sucede con otras aberraciones como la teoría del diseño inteligente, que también gana terreno en las almas y corazones americanos.

Así andan las cosas: por un lado unos medios de información profesioanles y de seriedad contrastada de los que la población se ha divorciado, y que no lee; y por el otro un orbe de opiniones más o menos fundadas y a gusto del consumidor, de las cuales, como en la religión, cada uno puede sacar las conclusiones que le dé la gana. La verdad customizada. Es la era de la (des)información.

También en España parece que esta era de la (des)información comienza a cuajar, aunque si no en ámbitos políticos (todo llegará) sí en ciertos sectores del periodismo tecnológico. La reciente polémica respecto al fin de las tarifas planas en el acceso de datos de la internet móvil ha conllevado todo tipo de artículos más o menos acertados -o desacertados- y con intenciones más o menos aviesas. Ha habido desde reportajes de los palmeros de los medios tradicionales, auspiciados por las operadoras para escenificar sus exageradas quejas -avisos más para el Gobierno que para los navegantes-, hasta los clásicos blogs de siempre del activismo digital tirándose de los pelos sin entender el asunto de fondo y asegurando que la neutralidad de la Red está a punto de ser ultrajada de nuevo y por… ¿cuántas veces van ya? El tema en cuestión es mucho más complejo de lo que parece y por fortuna hay reputados blogs y medios que lo abordan con seriedad, aunque sean los menos.

Al final la situación es la misma: una prensa tradicional que agoniza, que pierde prestigio a marchas forzadas, que ya no se preocupa en entender de lo que habla, que está dejando de ser leída… Y en buena lógica quien viene a sustituirla es la verdad a la carta, la opinión personalizada, el final del contraste y el análisis, la amígdala dispuesta al grito de guerra, la falta de reflexión… La era de la (des)información.

¿Significa esto que Internet es mala y hay que limitar la libertad de expresión en este entorno de caos informativo? Para nada, la existencia de miles de blogs muy buenos, buenos, malos y muy malos (que de todas las categorías hay) es síntoma de salud social y algo a defender incluso por las armas. Ahora bien, la inexistencia de unas mínimas referencias, o la incapacidad de las que fueran las tradicionales de llegar al público digital, se antoja sumamente peligrosa.

Por supuesto, si tuviera la solución a este problema, no estaría escribiendo este post: sería asesor del presidente Obama y trabajaría en el lado oeste de la Casa Blanca.

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Red y libertad

enero 13, 2010

A partir de hoy, Red y Libertad

Consideramos imprescindible la retirada de la disposición final primera de la Ley de Economía Sostenible por los siguientes motivos:

1. Viola los derechos constitucionales en los que se ha de basar un estado democrático en especial la presunción de inocencia, libertad de expresión, privacidad, inviolabilidad domiciliaria, tutela judicial efectiva, libertad de mercado, protección de consumidoras y consumidores, entre otros.

2. Genera para la Internet un estado de excepción en el cual la ciudadanía será tratada mediante procedimientos administrativos sumarísimos reservados por la Audiencia Nacional a narcotraficantes y terroristas.

3. Establece un procedimiento punitivo «a la carta» para casos en los que los tribunales ya han manifestado que no constituían delito, implicando incluso la necesidad de modificar al menos 4 leyes, una de ellas orgánica. Esto conlleva un cambio radical en el sistema jurídico y una fuente de inseguridad para el sector de las TIC (Tecnología de la Información y la Comunicación). Recordamos, en este sentido, que el intercambio de conocimiento y cultura en la red es un motor económico importante para salir de la crisis como se ha demostrado ampliamente.

4. Los mecanismos preventivos urgentes de los que dispone la ley y la judicatura son para proteger a toda ciudadanía frente a riesgos tan graves como los que afectan a la salud pública. El gobierno pretende utilizar estos mismos mecanismos de protección global para beneficiar intereses particulares frente a la ciudadanía. Además la normativa introducirá el concepto de «lucro indirecto», es decir: a mí me pueden cerrar el blog porque «promocionó» a uno que «promociona» a otro que vincula a un tercero que hace negocios presuntamente ilícitos.

5. Recordamos que la propiedad intelectual no es un derecho fundamental contrariamente a las declaraciones del Ministro de Justicia, Francisco Caamaño. Lo que es un derecho fundamental es el derecho a la producción literaria y artística.

6. De acuerdo con las declaraciones de la Ministra de Cultura, esta disposición se utilizará exclusivamente para cerrar 200 webs que presuntamente están atentando contra los derechos de autor. Entendemos que si éste es el objetivo de la disposición, no es necesaria, ya que con la legislación actual existen procedimientos que permiten actuar contra webs, incluso con medidas cautelares, cuando presuntamente se esté incumpliendo la legalidad. Por lo que no queda sino recelar de las verdaderas intenciones que la motivan ya que lo único que añade a la legislación actual es el hecho de dejar la ciudadanía en una situación de grave indefensión jurídica en el entorno digital.

7. Finalmente consideramos que la propuesta del gobierno no sólo es un despilfarro de recursos sino que será absolutamente ineficaz en sus presuntos propósitos y deja patente la absoluta incapacidad por parte del ejecutivo de entender los tiempos y motores de la Era Digital.

La disposición es una concesión más a la vieja industria del entretenimiento en detrimento de los derechos fundamentales de la ciudadanía en la era digital.

La ciudadanía no puede permitir de ninguna manera que sigan los intentos de vulnerar derechos fundamentales de las personas, sin la debida tutela judicial efectiva, para proteger derechos de menor rango como la propiedad intelectual. Dicha circunstancia ya fue aclarada con el dictado de inconstitucionalidad de la ley Corcuera (o «ley de la patada en la puerta»). El Manifiesto en defensa de los derechos fundamentales en Internet, respaldado por más de 200.000 personas, ya avanzó la reacción y demandas de la ciudadanía antes la perspectiva inaceptable del gobierno.

Para impulsar un definitivo cambio de rumbo y coordinar una respuesta conjunta, el 9 de enero se ha constituido la Red SOStenible, una plataforma representativa de todos los sectores sociedad civil afectados. El objetivo es iniciar una ofensiva para garantizar una regulación del entorno digital que permita expresar todo el potencial de la Red y de la creación cultural respetando las libertades fundamentales.

En este sentido, reconocemos como referencia para el desarrollo de la era digital, la Carta para la innovación, la creatividad y el acceso al conocimiento, un documento de síntesis elaborado por más de cien expertos de 20 países que recoge los principios legales fundamentales que deben inspirar este nuevo horizonte.

En particular, consideramos que en estos momentos es especialmente urgentes la implementación por parte de gobiernos e instituciones competentes, de los siguientes aspectos recogidos en la Carta:

1. Los artistas como todos los trabajadores tienen que poder vivir de su trabajo (referencia punto 2 «Demandas legales», párrafo B. «Estímulo de la creatividad y la innovación», de la Carta);

2. La sociedad necesita para su desarrollo de una red abierta y libre (referencia punto 2 «Demandas legales», párrafo D, «Acceso a las infraestructuras tecnológicas», de la Carta);

3. El derecho a cita y el derecho a compartir tienen que ser potenciado y no limitado como fundamento de toda posibilidad de información y constitutivo de todo conocimiento (referencia punto 2 «Demandas legales», párrafo A, «Derechos en un contexto digital», de la Carta);

4. La ciudadanía debe poder disfrutar libremente de los derechos exclusivos de los bienes públicos que se pagan con su dinero, con el dinero publico (referencia punto 2 «Demandas legales», párrafo C, «Conocimiento común y dominio público», de la Carta);

5. Consideramos necesaria una reforma en profundidad del sistema de las entidades de gestión y la abolición del canon digital (referencia punto 2 «Demandas legales«, párrafo B, «Estímulo de la creatividad y la innovación», de la Carta).

Por todo ello hoy se inicia la campaña Internet no será otra tele y se llevarán a cabo diversas acciones ciudadanas durante todo el periodo de la presidencia española de la UE.

Consideramos particularmente importantes en el calendario de la presidencia de turno española el II Congreso de Economía de la Cultura (29 y 30 de marzo en Barcelona), Reunión Informal de ministros de Cultura (30 y 31 de marzo en Barcelona) y la reunión de ministros de Telecomunicaciones (18 a 20 de abril en Granada).

La Red tiene previsto reunirse con representantes nacionales e internacionales de partidos políticos, representantes de la cultura y delegaciones diplomáticas.

Firmado: Red SOStenible La Red SOStenible somos todos.

Si quieres adherirte a este texto, cópialo, bloguéalo, difúndelo.

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Manifesto: «In defense of fundamental rights on the Internet»

diciembre 2, 2009

A group of journalists, bloggers, professionals and creators want to
express their firm opposition to the inclusion in a Draft Law of some
changes to Spanish laws restricting the freedoms of expression,
information and access to culture on the Internet. They also declare
that:

1 .- Copyright should not be placed above citizens’ fundamental rights,
as to privacy, security, presumption of innocence, effective judicial
protection and freedom of expression.

2 .- Suspension of fundamental rights is and must remain an exclusive
competence of judges
. This blueprint, contrary to the provisions of
Article 20.5 of the Spanish Constitution, places in the hands of the executive
the power to keep Spanish citizens from accessing certain websites.

3 .- The proposed laws would create legal uncertainty across Spanish IT
companies
, damaging one of the few areas of development and future of
our economy, hindering the creation of startups, introducing barriers
to competition and slowing down its international projection.

4 .- The proposed laws threaten creativity and hinder cultural development. The
Internet and new technologies have democratized the creation and
publication of all types of content, which no longer depends on an old
small industry but on multiple and different sources.

5 .- Authors, like all workers, are entitled to live out of their
creative ideas, business models and activities linked to their
creations
. Trying to hold an obsolete industry with legislative
changes is neither fair nor realistic. If their business model was based
on controlling copies of any creation and this is not possible any
more on the Internet, they should look for a new business model.

6 .- We believe that cultural industries need modern, effective,
credible and affordable alternatives to survive
. They also need to adapt
to new social practices.

7 .- The Internet should be free and not have any interference from
groups that seek to perpetuate obsolete business models
and stop the
free flow of human knowledge.

8 .- We ask the Government to guarantee net neutrality in Spain, as it
will act as a framework in which a sustainable economy may develop.

9 .- We propose a real reform of intellectual property rights in order
to ensure a society of knowledge, promote the public domain and limit
abuses from copyright organizations.

10 .- In a democracy, laws and their amendments should only be adopted after
a timely public debate
and consultation with all involved parties.
Legislative changes affecting fundamental rights can only be
made in a Constitutional law.

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A por la burka digital

diciembre 10, 2008
¿Hubiera podido Sorolla publicar esto en Facebook?

¿Hubiera podido Sorolla publicar esto en Facebook?

Leo que un internauta australiano ha sido condenado a pagar 2.000 dólares por albergar en el disco duro de su ordenador dibujos de Lisa y Burt Simpson practicando sexo (follando, vamos). El juez juzgó tales dibujos como pornografía infantil porque consideró que los dibujos reproducían la morfología sexual humana con fidelidad.

Por otro lado, Flickr censura a los usuarios que cuelguen fotos que ellos consideren ‘provocadoras’, como le sucedió al artista cubano Fabio Bórquez, que ha sido expulsado del servicio por sus desnudos artísticos.

Y otro tanto pasa con YouTube que censura los vídeos con pistolas y navajas por violentos e incitadores (por no sé qué regla de tres) a las matanzas en institutos y otras entidades académicas.

En el terreno de lo personal, mi experiencia con la cibercensura tuvo lugar en Panoramio, un servicio de fotos sobre Google Earth en el que puse una foto de un amigo con sus hijos pequeños en una lancha motora en Portugal. Cuando el servicio fue comprado por Google, mi fotografía desapareció. Casualmente conozco a uno de sus fundadores, y pude preguntarle por el motivo de dicha desaparición. Lógicamente no sabía nada en concreto sobre mi foto (en Panoramio hay miles), pero sí me comentó que Google había tenido problemas con algunas fotos de Panoramio.

Concretamente un par de padres habían denunciado al buscador por contener fotos de sus hijos en bañador en sendas playas del planeta. Claro: no le pidieron a los amigos que las habían puesto que las quitaran, sino que denunciaron directamente a Google a ver qué tajada sacaban. Como la Ley (obsoleta) Española de protección de menores estipula que la cara ningún menor puede aparecer en un espacio público sin consentimiento judicial, los espabilados padres ganaron. Google, por su parte, se curó en salud y borró todas las fotos de niños que pudiera haber en Panoramio sin preguntar a quienes las pusimos.

La moda de censurar en Internet ha tardado más de la cuenta, pero por fin ha llegado. Los censores, los represores, los temerosos de la libertad del otro que ven pederastas en cada nodo, comienzan a imponerse con sus miedos mezquinos y pegadizos. Alertan sobre sitios como Facebook, donde la gente deja sus fotos y las de sus hijos. Aluden veladamente a la lascivia con la que algunos ‘pervertidos’ (‘predadores sexuales’ les llaman) pueden interpretar dichas fotos, y así de paso se aseguran de que nos meten bajo el control de su cobardía espiritual.

Es cierto que el que se comunica se expone, tanto en Internet como fuera de ella. El que muestra su vida a los demás, el que cuenta sus problemas o sus alegrías y muestra su humanidad, está más expuesto que el que lo esconde todo bajo un rostro impenetrable. Es más frágil pero menos paranoico.

Sin querer hacer apología del exhibicionismo emocional (que me repugna) sí me parece saludable la comunicación online: el colgar fotos, dar opiniones… Dar señales de vida en toda su extensión. Incluso con mayor ahínco que fuera de la Red, pues en cierto modo, la libertad de expresión es una conquista que en Internet viene por defecto. O debería.

Los amigos de lo oscuro quieren que quitemos las fotos de las tetas y los culos de nuestros blogs, que los niños no puedan salir sonriendo y desnudos en nuestros perfiles de Facebook (¿acaso no están llenas las playas de niños desnudos?) y que en los sitios de vídeos se muestre una realidad plácida y premenstrual.

Si su campaña triunfa, preparémonos para tener que navegar con nuestra identidad tapada con una burka digital.

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Sobre donaciones y hombres…

noviembre 20, 2008

En el vídeo de arriba, Anil de Mello, fundador de MobuzzTv asegura que no volvería a acudir a la autofinanciación para tratar de salvar su empresa… Y me lo creo.

El modo como manejó la crisis, y su búsqueda de soluciones en base a donaciones de los usuarios, fue pésimo, torticero y digno del más novato de los novatos. Y sin embargo, los resultados fueron más que satisfactorios para MobuzzTv: No se logró la cuota de financiación buscada, pero se generó tanto ruido, incluso a nivel internacional, que a MobuzzTv le surgieron financiadores inesperados que la salvaron. Bien por esa parte, no debemos dudar de que eso sea cierto.

Pero posteriormente la comunicación de las resoluciones a tomar en basea  lo conseguido fue pésima. No se especificó qué se iba a hacer con el dinero recaudado por los ‘amigos de mobuzztv’; se habló de mails ofreciendo su devolución (que a muchos no nos han llegado) y se aseguró que la mayoría de la gente no quería recuperar el dinero (yo tampoco).

Yo creo que simplemente se intentó zanjar el tema de plano; hacer que nos olvidáramos de ellos y de lo mal que lo habían hecho todo… Pero el ruido generado en la Red no dejó de zumbar en los oídos de MobuzzTv y sus patronos, así que se tuvieron que presentarse en el EBE 08 en Sevilla, la semana pasada, a dar explicaciones ante la comunidad bloguera y los medios.

Allí, como se puede apreciar en el vídeo de arriba, Anil estuvo bastante más convinciente que en el otro que grabó el día 9 para anunciar la salvación de Mobuzz: Pidió reiteradas disculpas, reconoció que la comunicación y la gestión de la recaudación fue pésima, y lo achacó todo a la improvisación.

Al menos fue valiente y dio la cara en tan delicada circunstancia. En buena medida recuperó su maltrecha imagen, que se había resentido con parodias sobre sus discursos como esta:

Padre, me acuso de haberle dado a Jimbo 30 dólares para la Wikipedia; espero que no se los gaste en...

Padre, me acuso de haberle dado a Jimbo 30 dólares para la Wikipedia; espero que no se los gaste en...

El tema ahora es si hay que creer en las donaciones o no. Muchas personas de mi entorno me han comentado que fue un error donar 50 euros a MobuzzTv, que fue regalar el dinero. Sin embargo yo no lo creo así.

También la Wikipedia está tratando de recaudar fondos para el mantenimiento de sus servidores… Y no 120.000 euros, sino 6 millones; ahí es nada. Si pensamos que a su fundador, Jimmy Wales, se le acusó el año pasado de gastarse el dinerín de las donaciones en señoritas de compañía…

Así que mejor le negamos las donaciones a la Wikipedia y volvemos a los pesados tomos de la Enciclopaedia Britannica, que cuestan sobre los 2000 euros en la colección entera. Volvemos a tardar 15 minutos cada vez que tengamos que hacer una consulta (en pie, pasando páginas y con los biceps en tensión); volvemos a esperar las revisiones quinquenales de los errores y las imprecisiones; volvemos a dejar en manos de otros lo que queremos saber, la información que en Internet obtenemos en pocos segundos. Y eso sin sumar el mueble para albergar los cien tomos… ¿Donamos o no donamos?

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En Internet, ni goles ni tangos

noviembre 12, 2008

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Se suele decir que en Internet puedes encontrar prácticamente de todo, pero no es cierto. No puedes, por ejemplo, encontrar un lunes los goles del último partido del Barça, ni de ningún otro equipo español de primera división. Al parecer, la gente que como yo, que no mira la tele y se pierde los partidos del equipo de sus amores, si quiere ver los goles tiene que conformarse con probar si los pilla en alguno de esos canales-bobina de noticias con los que nos regalan las cadenas en su vertiente digital a horas infaustas. Sino, a joderse.

«Será que no es negocio», piensa uno en primera instancia, porque si no, no hay quien lo entienda. Pero inmediatamente me pongo a hacer cálculos de la cantidad de usuarios que, como yo, darían lo que fuera por ver ese 6-0 del Barcelona al Valladolid, o ese 4-3 del Real Unión de Irún frente al Madrid. Sólo con pegarle un anuncio de esos insoportables de Gillette o Saab, seguro que se marcaba cualquier medio digital una campaña publicitaria de hórdago: tiene que ser negocio.

Pero el caso es que ningún medio online ofrece los goles de la Liga Española. RTVE.es sí ofrece los de la Premier inglesa. Porque tendrá los derechos, supongo. ¿Quién tiene los de la Liga? ¿Por qué nos quiere privar de las gestas de nuestros ídolos su misterioso propietario? ¿Afán especulador, avaricia, sadismo…? El caso es que no hay manera de verlos… Y se antoja tanto más absurdo cuando en el país de la publicidad por antonomasía, Estados Unidos, la NBA permite ver online las jugadas más relevantes de tu equipo de baloncesto justo una hora después de que haya terminado el partido.

¿Alguien sabe por qué no se pueden ver los goles de la Liga en Internet? Hasta tal extremo de imbecilidad llega la llamada «Guerra del fútbol?»

En otro orden, me pasa algo parecido con un quinteto de tangos. «Manga de tanos«, se llama. Me enamoré de ellos en LastFm, pero salvo oír un par de canciones y descargarme un par de archivos troceados, no he conseguido nada más. Ni rastro en Google; imposible comprar su disco «Se complicó» en Emusic. ¿Alguien tiene alguna información interesante sobre «Manga de tanos»?

¿Por qué, quién, los esconde del resto de la Humanidad?

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50 euros para Mobuzz

noviembre 5, 2008

Sinceramente, me importa muy poco lo que le pueda pasar a MobuzzTV más allá de la solidaridad profesional con los compañeros que se puedan quedar en el paro. Como producto me ha parecido siempre bien hecho pero fuera de lugar en la Red; algo que no hubiera estado mal en el mundo offline, pero que en Internet se quedaba demasiado fuera de juego; sobraba, vamos. No tengo además ningún tipo de acciones de la empresa ni conozco a ninguno de sus fundadores, técnicos o presentadores.

Dicho esto quiero explicar por qué he decidido donar 50 euros para ayudar a salvar a MobuzzTV, que debe conseguir antes del día nueve de noviembre 120.000 euros si no quiere desaparecer: Tengo curiosidad por saber si se puede o no se puede; si hay capacidad para responder a las expectativas que en Internet, quizá sin saberlo, tenemos sobre nosotros mismos.

Puede que el modelo de negocio de MobuzzTV no fuera el mejor del mundo, incluso que fuera sobredimensionado y/o extravagante; realmente ni lo conozco ni tengo interés en entrar en estos detalles. Sin embargo, su petición de ayuda, que ha sido duramente criticada, me parece de lo más sensato que he visto últimamente. Ante la dificultad de conseguir liquidez para continuar con sus emisiones, al parecer realmente costosas, MobuzzTV ha reclamado a sus espectadores que le financien con sus donaciones hasta conseguir los 120.000 euros que precisa para continuar emitiendo. Ni se presenta un plan de negocio ni se emiten acciones ni nada: se pide dinero para continuar haciendo lo que se sabe hacer, lo que se supone que gusta al que da ese dinero. Se pide, pero no se exige. Si no se llega a la cifra, MobuzzTV desaparece y el dinero ¿se revierte? a sus donantes. Esa es la idea…

Algunos han querido ver en esta iniciativa un modelo de «mendicidad 2.0», o de «cara dura digital». Yo disiento de ellos entre otras cosas porque la mendicidad es una forma de obtener la caridad de los demás, no una recompensa o un pago por un producto, que es lo que pide MobuzzTV. Yo hablaría más bien de una petición de solidaridad 2.0, y también de una prueba de fuego para la madurez de la sociedad digital.

En este país nuestro, cuando alguien cojea nos tiramos a sus tobillos para hacerlo caer y machacarlo, una mentalidad muy latina. En los países anglosajones, a los que tanto criticamos, la solidaridad con los miembros de la comunidad es casi una obligación: la comunidad somos todos y si cae un miembro es como si una mano perdiera un dedo. Pero aquí he oído a no pocos supuestos buenos amigos de MobuzzTV soltar la artillería pesada en estos días contra el modelo de negocio de la empresa y contra su fundador. Es la hora de los listos…

Creo que si por algo se distingue la Red y la sociedad de la información es por su capacidad de solidaridad y colaboración; el software libre es colaborativo, te enseña a crear y a compartir, a mejorar y a permitir que estas mejoras lleguen a la comunidad. La comunidad se beneficia de tus mejoras del mismo modo que tú te beneficias de las de los demás. Lo mismo ocurre con la cultura libre: compartir nos hace mejores y más fuertes porque nos libera de intermediarios, de terceras partes y de costes y cánones adicionales innecesarios.

Creo que el futuro tendrá una filosofía social, cultural y económica basada en estos conceptos; una filosofía inimaginable de momento pero que acabará sustituyendo al capitalismo y a la economía de mercado antes de lo que acertamos a imaginar. Y todo ello porque las nuevas tecnologías nos han dado el arma definitiva para acabar de una vez por todas con los poderes y las jerarquías, con los viejos órdenes, las cuotas, los márgenes de beneficios y los respetos debidos.

Y ese arma se llama información; tanto semántica como social. Las nuevas tecnologías nos permiten entender las cosas y también comprender que en nuestras manos (como comunidad) está el hacer que estas cosas pervivan o no. De nosotros depende que sepamos usar nuestro poder para levantar proyectos simplemente por que nos gustan, sin que haya un patrocinador o un anunciante detrás de los mismos avalándolos.

Ahora, en el caso de MobuzzuTV, es el momento de ver sí somos ya capaces de actuar de ese modo, si estamos preparados para salvar aquello que nos gusta simplemente porque nos gusta, al margen de viabilidades o planes de negocio.  En mi opinión, si la iniciativa de MobuzzTV recoge el dinero suficiente será una gran victoria moral de todos contra nuestros propios prejuicios y estrecheces mentales, más allá de que el proyecto nos importe un bledo: nos habremos demostrado que podemos. Si fracasamos, simplemente seguiremos en el mismo sitio donde llevamos tantos años.

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¿El abuelo de Roy Batty?

octubre 30, 2008

Todo lo que se preguntaba eran las mismas respuestas que buscamos el resto de nosotros. ¿De dónde vengo? ¿A dónde voy? ¿Cuánto tiempo tengo? Todo lo que pude hacer fue sentarme y ver como moría. (Blade Runner)

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Hacia el iPod tonto

octubre 29, 2008

Según mis predicciones, a los iPod les espera el mismo final que a los protagonistas de este vídeo: el paro

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Es curioso cómo una motivación aparentemente tangencial puede llevarnos a establecer conclusiones extraordinarias. O, al menos, que van más allá de los temas que solemos pensar habitualmente. A mí, el teletrabajo de mi mujer me ha revelado la muerte de los reproductores de MP3 tal y como los conocemos. O más bien, su lobotomización, su pérdida de contenido. En resumen, que estos aparatos dejarán de reproducir archivos MP3.

La concatenación de circunstancias que me han conducido a tal revelación han sido las siguientes: debido al trabajo de mi mujer, tuve que comprar una Fonera, de modo que en casa hubiera acceso a Internet vía wifi, ya que el router que tenemos es monopuerto  y ofrece una sola toma de conexión por cable. A raíz de ello, comencé a sacar partido a la conectiviadad wifi del iPod Touch que ella me había regalado las pasadas navidades, y que hasta la fecha sólo usaba en su vertiente más musical.

A partir de entonces comenzó un proceso de experimentación que ha durado varias semanas. Primero con Simplify Media, un programa que permite escuchar en streaming en el iPod Touch, y en el iPhone, las canciones almacenadas en el disco duro del ordenador. El programa va de maravilla y desde mi iPod puedo, vía wifi, manejar en cualquier lugar de la casa (son dos plantas) mi audioteca, gestionada por Winamp. Una primera conclusión es que con esta aplicación se puede ir por la calle escuchando las canciones en el iPhone vía 3G y con tarifa plana (de lo contrario la factura de datos puede ser de órdago).

Una segunda conclusión más maligna es: ¿qué sentido tiene andar cargando las canciones en el iPod si se las puede escuchar vía Internet desde el disco duro del ordenador central? O mejor: ¿qué sentido tiene comprarse un iPod de 16 o 32 Gigabytes si con uno de 4 Gigas pasaríamos de sobra, e incluso con uno de un solo Giga, siempre que tuviera conectividad?

La siguiente etapa de experimentación fue pensar que si podía acceder a la radio vía wifi, pues igual le incorporaba de golpe y porrazo una nueva cualidad a mi iPod. Y más todavía: si podía acceder a un reporsitorio musical tan inmenso, ponderado y fascinante como LastFm, eso significaría que no sólo no tendría que preocuparme por los Gigas que compro en cada iPod, sino que ni siquiera tendría que preocuparme de comprar el relleno de los Gigas: las canciones. Pensé que si había una aplicación que me permitiera tener LastFm en un iPod con conectivad wifi, se acabó no sólo el guardar canciones, sino también el comprarlas.

Y la hay… La aplicación existe y funciona; tanto en el iPod como en el iPhone… 😀 Y esto último significa tener acceso a toda la música del mundo vía 3G y por un precio de tarifa plana. El futuro es ese, eso está clarísimo. ¿Qué harán ahora iTunes y compañía? LastFm te invita a comprar las canciones en la tienda de Apple, pero ¿quién quiere comprar algo que se puede conseguir con un solo clic?

La respuesta es bastante más obvia de lo que parece: LasFm facilita un puente directo entre el artista y su público; más directo al menos que el que ofrecían las discográficas, porque cada canción que suena lleva toda la información sobre las próximas fechas de gira del intérprete, el lugar, el mapa de la ciudad, el precio de las entradas… Y por supuesto la posibilidad de comprarlas en la tienda de iTunes… ¿O es que pensábamos que Steve Jobs era tonto?

Otras cosas interesantes que se revelan con la inclusión de LastFm en el iPod: hay que abandonar la obsesión por la capacidad de almacenaje y concentrarse en mejorar la conectividad a redes de acceso a datos. ¡Más wifi y menos gigas!, ese es el próximo grito en las nuevas tecnologías.

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Me paso a Winamp

octubre 21, 2008

Este es el aspecto gráfico de mi Winamp

Tengo el Windows Media Player corrompido (maravillas del sistema Vista) y el VLC me parece demasiado austero para usarlo como reproductor de audio. Es genial para vídeo, pero para escuchar un playlist de canciones sabe a poco: tiene un ecualizador muy básico y no muestra carátulas, además de ser más feo que un ministerio soviético.

Por otro lado, el iTunes me parece un tostón: lento, pesado y complejo de usar para algo tan sencillo como arrastrar un archivo musical y volcarlo en el reproductor. Ya sé de sobras que para otras cosas es genial, pero es el tipo de programa que JAMÁS usaría a diario.

Respecto a las alternativas libres, Songbird es muy bonito, pero es la beta más eterna que he visto en mi vida. De Amarok ni hablamos: trabajo en Windows por necesidad profesional, y aunque tengo Ubuntu instalado en el PC, no voy a andarme pasando cada dos por tres de un sistema operativo a otro para escuchar un disco. Ya sé que KDE tiene una versión para Windows, pero YO SÓLO NECESITO UN REPRODUCTOR, no un escritorio entero. Y algo parecido sucede con Rhythmbox

Así que sin saber muy bien cómo, he ido a parar a este desarrollo veterano que tenía olvidado: Winamp. Se ha renovado y la versión gratuita es bastante maja, con multitud de diseños y un sonido muy aceptable, en calidad CD. Me muestra carátulas, me permite acceder a mi audioteca en remoto desde otros dispositivos, como móviles, me regala descargas de Emusic (mi tienda de música favorita), me gestiona vídeos, me hace de sindicador de contenidos y hasta cuenta con un pequeño navegador. En fin, merece la pena.

Y mucho ojo porque con esta estructura podría imponerse en el sector del móvil como plataforma multitarea de referencia.

Sí, ya se que no es software libre. ¿Y?

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¡Fon funciona!

octubre 17, 2008
La fonera junto a un disco pirata de... ¡Ramoncin!

La fonera junto a un disco pirata de... ¡Ramoncín!

Como he contado en un post anterior, adquirí una «fonera» por consejo de mi colega Antonio Delgado. El tema era conseguir habilitar un router monopuerto para que tuviera wifi. La compra la hice por Internet en menos de un minuto y al día siguiente se me comunicó la orden de pedido por SMS a mi Blacberry. En dos días hubiera tenido la «fonera» en casa de no ser por fallos de logística entre la empresa de mensajería y yo. Pero bueno, a la tercera fue la vencida y el cacharro estuvo en mis manos al día siguiente, y junto con él una antena de amplificación impresionante. El precio total, sobre los 40 euros.

Ahora en casa tenemos wifi por un tubo, y con la antena pegada al cristal de la ventana, detectamos la señal, aunque muy débil, en la playa (vivimos en Sitges), que está a unos 300 metros. El único problema es que hemos tardado 3 días en poder habilitar totalmente las dos redes, la privada y la pública, debido a que el firmware se actualiza a través de los servidores de Fon, que se demoran más de lo debido en confirmar los cambios. Pero ahora ya está solucionado y hay wifi no sólo en toda la casa, sino en todo el edificio. 🙂

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¡Cuidado que viene el MP3!

octubre 14, 2008
Oiga, amigo, ¡cuidado con eso que lo carga el Diablo!

Oiga, amigo, ¡cuidado con eso que lo carga el Diablo!

Esta mañana muchos medios de comunicacón digales se hacen eco de un estudio del «Comité Científico de los Riesgos Sanitarios Emergentes y Recientemente Identificados» (CCRSERI) sobre lo malo que es el MP3. El «Comité Científico de los Riesgos Sanitarios Emergentes y Recientemente Identificados» es uno de los tres comités científicos no alimentarios e independientes que asesoran a la Comisión Europea sobre seguridad de los consumidores, salud pública y medioambiente.

Pues bien, dicho comité asegura que el uso de auriculares conectados a reproductores de MP3 con excesivo volumen podría causar sordera al 10 % de los europeos. Más allá, el estudio incide en el riesgo de escuchar reiteradamente música con aurticulares; una advertencia que ya se hizo en su día con el Walkman y el DiscMan. Y, ciertamente, tener enchufado todo el día un pinganillo con la música a todo trapo no puede ser bueno. Como siempre, el secreto está en la mesura.
Y hablando de mesuras, o de desmesuras, lo más doloroso no es el impacto del sonido contra el pabellón auricular mediante un reproductor de música en formato MP3, o MP4 o Ogg o tantos otros formatos de audio digitales que corren por ahí. Lo verdaderamente doloroso es el tratamiento que le dan a la noticia nuestros medios de ¿referencia?. Primero auspiciando el falso alarmismo y el simplismo, y segundo confundiendo los términos tecnológicos a fuer de no molestarse ya en aplicar el mínimo rigor.
Así, todos los medios vienen a decir que un importante estudio determina que abusar de sonido alto, en este caso identificado verbigracia con el formato MP3, es peligroso. Acaban de descubrir América. También podrían decir que el JPGE te deja ciego si miras muy de cerca durante mucho rato y sin parpadear una imagen en este formato.
Pero lo curioso son los titulares que los medios aplican:
El País:
«El abuso del MP3 entraña un grave riesgo de sordera»
Se recomienda entonces no tomar más de dos dosis al día y por la vía oral…

ADN:
«El 10 % de usuarios del MP3 pueden quedarse sordos»

Pues oiga, entonces mejor que coja otra línea de bus o bien opte por el Metro.

El Mundo:
«Hasta 10 millones de europeos podrían perder la audición por el MP3 o el iPod»

Mejor perderla por estas vías que por el oído. El MP3 siempre se puede borrar y el iPod, pues se compra otro y se recupera la audición.

Público:

«UE advierte a los jóvenes que bajen el volumen del MP3»

Pues eso: con comprimir el archivo un poco más en un Zip o un Rar, ya se dejan de tener problemas con la Unión Europea.

¿Divertido eh? Pues no.
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No nos interesan

octubre 10, 2008

Hoy, comiendo con David Sancha, resposable de la web de El Periodico de Catalunya, me ha surgido una visión curiosa. Al parecer David acude con regularidad a un ciclo de conferencias sobre diversos temas relacionados con las nuevas tecnologías. En una de ellas, que versaba sobre la publicidad online, el ponente explicó la siguente anécdota: Un anunciante acudió a la agencia Ogilvy para promover una campaña sobre un producto para adolescentes. Propuso tres frentes para sus anuncios: 50 % en televisión, 30 % en prensa y 20 % en radio.

El publicista le explicó al anunciante que el público objetivo al cuál se dirigía la campaña ni ve la tele, ni lee periódicos ni escuchala radio. Le propuso que probara con Internet y el anunciante le miró sorprendido. «¿Pero es que se pueden hacer cosas ahí?», le pregunto. El anunciante no era consciente de que su target de consumo se concentra mayoritariamente en este medio. Por supuesto, no sabía ni que existía una cosa llamada redes sociales…

Me queda la incognita de si el publicista le explicó las entrañas de la nueva estructura social que supone la Red, así que me otorgo el privilegio de acabar la historia a mi manera. Yo imagino que el anunciante, al saber que su público era el que formaba las comunidades online, dijo: «mire, a mi esa gente no me interesa». Y se fue a otra agencia con el deseo de que le vendieran una realidad más a su gusto.

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Nuevo en el «movimiento»

octubre 8, 2008

Son curiosas las razones por las que uno se apunta a determinadas cosas. Fon lleva tres años predicando una «revolución» de redes wifi (hasta consiguió financiación de Google y Skype por 18 millones de euros) que de momento no sólo no se ha producido, sino que ha ido en el sentido contrario.

Cuando nació la idea de Fon había en las calles de Madrid (donde entonces residía) multitud de redes abiertas a las que uno podía conectarse. Recuerdo un viaje en coche con el ordenador encendido en el que las redes se sucedían en el detector y uno podía ir pasando de una a otra (casi) sin perder la conexión.

Ese sueño duró poco. Sea por lo que fuere, las redes comenzaron a aparecer con el candado y ya no había manera de conectarse. Cuando decidí regresae a Barcelona, pronto hará dos años, ya no podías conectarte a no ser que te fueras a la plaza de Santo Domingo y por cortesía del Ayuntamiento.

Así, Fon, que vendía como un «movimiento» el poner su marca a tu wifi abierta para hacer un negocio a pachas revendiéndola (o simplemente compartiendola a cambio de tener tú también wifi gratis en otros sitios) vio su «revolución» frustrada por la involución de las redes abiertas. Nosotros hicimos en su día un análisis del invento.

Pero la vida da muchas vuelta. Ahora se llevan los router monopuerto. Te los cuelan como quieren a cambio de más velocidad de acceso. Pero en realidad te quedas tú sólo con un montón de «Megas» y una sola entrada Ethernet. Los routers monopueto son onanismo puro: Algo muy placentero pero que por fuerza se disfruta en soledad. Si viene alguien a casa, o si tu pareja quiere hacer teletrabajo, tienes que andar compartiendo cable como si de una pipa de agua se tratara: un rato tú, un rato yo.

A mí me colaron uno a un precio muy ventajoso por 10 «Megas» que rara vez he alcanzado. Cuando quise cambiarlo por un router wifi, me dijeron que debía escoger otro servicio «menos barato». Pregunté a mi colega Antonio Delgado por una posible solución y me aconsejó Fon.

Me fui a su página, metí mis datos, compré por 34 euros (IVA no incluido) la Fonera (en realidad un trasnformador de la señal del monopuerto en wifi) y pagué. La ventaja es que por ese precio me aseguran que voy a tener por fin wifi en casa, con una señal incluso más potente que la que me puede ofrecer mi ISP, a cambio de dejar parte de mi ancho de libre abierto a otros «foneros» como yo. Ya veremos cuando llegue el aparatito… De momento la compra ha sido rápida y sencilla. Si soluciona mi problema estaré encantado.

Las demás ventajas de Fon de momento me traen al pairo, pero quién sabe de cara al futuro si me será úti. Conviene estar con las revoluciones en tiempos tan revueltos como estos.

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En manos del señor Antonio

octubre 7, 2008
Foto de Daniel Lobo bajo licencia CC

Foto de Daniel Lobo bajo licencia CC

Lo que viene a continuación es la historia que un inmigrante ecuatoriano me relató en un trayecto desde el Ikea de L’Hospitalet a la plaza Universidad de Barcelona, sentados ambos en la cabina de un camión de transportes. No entro a juzgar si es cierto o no, exagerado o preciso, literario o verosímil. Lo expongo porque me parece tan ejemplificante como inquietante.

El señor Antonio llegó a España en 1999 procedente de Ecuador. Comenzó a trabajar subcontratado para Ikea como transportista y montador de muebles. En cuanto se estableció mínimamente, llamó a su mujer, su hijo y su cuñado. Todos encontraron pronto trabajo: ella como cuidadora de una pareja de ancianos; ellos también para Ikea como montadores y transportistas subcontratados.

Uniendo los cuatro sueldos, consiguieron el capital mínimo para dar la entrada para un piso en L’Hospitalet de Llobregat (Barcelona) mientras un banco les financió una hipoteca a bajísimo interés sin casi exigencias. (El señor Antonio aseguró haber visto con sus propios ojos prestamos personales concedidos con nóminas falsas). El piso les costó en el año 2001 112.000 euros.

Al cabo de cuatro años decidieron poner el piso en venta para conseguir un capital extra con el que financiar la construcción de una casa en Ecuador, lugar al que siempre han pensado en regresar el señor Antonio y los suyos. Llegaron a ofrecerles 240.000 euros, pero rechazaron las ofertas por creer que todavía podían sacar más rentabilidad a la inversión, que podían vender más alto.

Sin embargo, esa oferta fue la última. A partir de entonces los interesados por el piso dejaron de llamar y el cartel de «se vende» cogió polvo. Ahora el piso se ha devaluado hasta los 180.000 euros, una cantidad todavía superior al precio de compra. Pero ya nadie llama para interesarse.

En este contexto de sobra conocido, al señor Antonio y a tantos otros, Ikea prescindió de sus servicios; rompió el acuerdo y los dejó sin contrato preferente. Lejos de desesperarse, ellos se apostaron con sus furgonetas y camiones a las puertas del Ikea de L’Hospitalet para ofrecer sus servicios más baratos. Allí siguen. Acechan a los clientes que salen del centro comercial con sus voluminosos paquetes y les proponen servicio de transporte por 40, 60, 100 euros… Precios irresistibles. Puede vérseles cada día de diez de la mañana a diez de la noche excepto domingos. Son caras indias, caucásicas, gitanas, eslavas… Tienen las lecciones del mercado bien aprendidas.

Un dia el señor Antonio echó cuentas y vio que hasta la fecha sólo había pagado los intereses de la hipoteca. ¿Cómo? Sencillamente porque dicho interés había multilicado por cinco su valor con la crisis económica. Si la letra inicial era de 400 euros, ahora estaba en torno a los 900 euros. Es decir, que si bien había comprado el piso barato, lo estaba pagando muy caro; y así debería ser durante los próximos 30 años…

El señor Antonio decidió dejar de pagar la hipoteca y pasar a la creciente lista de morosos hipotecarios. Entre otras razones porque en sus planes está volver pronto a Ecuador, y si quiere hacerlo con un mínimo de capital para construirse una casa, no puede pagar una hipoteca de casi 1.000 euros.

Han pasado cuatro meses hasta que el banco se ha puesto en contacto con el señor Antonio, y no ha sido para reclamarle los impagos o amenazarle, sino para hacerle una propuesta desesperada: el banco se queda el piso, pero a cambio el señor Antonio paga un alquiler razonable y mantiene la opción de volver a retomar la hipoteca en cuanto pase la crisis y de este modo recuperar el piso. El señor Antonio aceptó.

Pero sigue pensando en regresar en tres años a Ecuador, y entonces se desentenderá de la hipoteca. Al banco no le quedará más remedio que quedarse con un piso devaluado y de difícil liquidación. ¿Uno o un millón? ¿Cuántos señores Antonio hay?

A mí me parece comprensible lo que hace el señor Antonio; el capitalismo es eso: El fuerte explota las necesidades del débil en nombre del supuesto beneficio mútuo. Ahora el señor Antonio, que es el fuerte porque no tiene nada que perder, explota la necesidad de liquidez del banco. Sin embargo, rezo porque el señor Antonio decida volver lo más tarde posible a Ecuador.

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Lección Número 1 del blogueo

octubre 6, 2008

No se te ocurra empezar a escribir sin detectar, rotular y estigmatizar la función de borrado…

Tenía preparado un bonito post sobre la crisis financiera, pero se fue al carajo… Tal vez otro día.

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El dilema de la «Espe» americana

octubre 3, 2008

Sarah Palin, esa Esperanza Aguirre a la americana, es el gran dilema de la campaña de McCain, y también del propio candidato. Él mismo la escogió por su tirón mediático, algo que ya ha demostrado sobradamente que tiene. Palin cae simpática, gusta a los norteamericanos por su frescura, su desparpajo y su cinismo a la hora de expresar sus retrógradas convicciones morales, del mismo modo que el cinismo interesado de la presidenta madrileña impacta y sorprende hasta a sus adversarios. Cada vez que Palin aparece en pantalla, que su voz se deja oír, McCain se acerca un poco más a Barak Obama en las encuestas. Aunque sea poco.

Las cámaras la adoran, sin duda, como se ha vuelto a hacer patente tras su estreno en el debate de los vicepresidentes. Hoy todos los medios coinciden en que si bien Joe Biden fue mucho más consistente, la atracción de la noche fue Palin.

Pero del mismo modo en que los focos magnifican sus virtudes, las sombras las oscurecen en la mente de sus conciudadamos. Tras unos días de olvido, éstos ponen la imagen de Palin en su verdadero sitio: Ella, más que nadie y desde luego más que McCain, es la heredera de las ideas y preceptos neocon que encarna el desahuciado Bush. Ella es la culpable simbólica y subconsciente de la actual crisis financiera, de la guerra de Irak, de la Patriot Act y del desaforado gasto militar. En esto también se parece a Esperanza Aguirre: Ambas necesitan estar constantemente en el candelero para hacerse querer (o más bien perdonar), porque de lo contrario emerge su verdadero retrato.

Cuando Palin aparece en el escenario todo son sonrisas; pero cuando se aparta de la escena pública, cuando sus labios carnosos y sus ojos risueños dejan de ser el tema principal de las tetulias políticas, las encuestas condenan a caer en picado a su jefe de filas, y precisamente por tener al lado a Palin.

Así es el dilema de McCain: Sin Palin no tiene nada que hacer; ella es la que le está dando vuelo al viejo héroe del Vietnam. Pero si tira demasiado de ella traicionará su ideario (¿le importa?), convertirá la campaña en un festival berbenero digno de «Lo que yo te diga» y de paso se arriesgará banalizar la peor crisis financiera desde la 2ª guerra mundial, en palabras de George Soros. Y eso no se lo perdonaría nadie. Y menos que nadie los americanos. Esta vez (casi seguro que) no.

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¿Por que no wifi y sí 3G?

octubre 2, 2008

Viene a raíz de esta noticia de el País. Muy sencillo: La infraestructura de las redes móviles pertenece a las operadoras; la de las redes fijas, en la que está basada actualmente la mayor parte de la conectividad wifi, pertenece a los operadores dominantes de cada zona o país, que la «ceden» a los demás proveedores de acceso. Es mejor gastarse el dinero construyendo tu propia plataforma que depender de tu rival para existir. Y si no que se lo pregunten a Google.

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¿Hacia una Internet móvil? Sí, pero ¿barata?

octubre 2, 2008

Leo en Canal PDA que los operadores móviles y los fabricantes de terminales han impulsado un sello de garantía para los teléfonos de tercera generación que sean capaces de conectarse a Internet vía las redes de móviles. «Mobile Broadband» se llamará el sello identificativo. Esto me hace pensar en las predicciones de mi amigo Ed Sagres, que ya hace un año vaticinó el advenimiento del «tutum mobilis» que estamos viviendo ahora. Ed se preguntaba en la columna que nos escribió para Consumer Eroski, si los móviles llegarían a dar la patada el ordenador. Él auguraba que sí, pero ¿tan rápido?

El caso es que en menos de doce meses hasta los ordenadores se han vuelto móviles, véase sí no los principales usos que se le da al Asus EeePc y otros de su estilo: llamar por Skype desde el extrajero, descargarse y ver películas en cualquier sitio, enviar o recibir mails… ¿Mejor que con una Blackberry? Hombre, no: el peso también cuenta. Ahora bien, entre el peso y las funciones estos dos aparatos está la piedra filosofal. Sólo hay que dar con la tecla. Yo ya predije en una de mis novelas que la cosa estaría cercana al peso de la Palm.

Pues bien, si se tiene el aparato sólo se necesita la Red. En principio se pensó en la wifi como modo de conexión itinerante, pero ahora parece que no. Las redes wifi que hace un par de años proliferaban generosamente, ahora estan cerradas a cal y canto y los tiempos en los que uno podría navegar en las plazas de las ciudades españolas parecen ahora mixtificaciones de la memoria nostálgica. Ni la iniciativa Fon pudo salir adelante más allá de un círculo reducido de usuarios, cuyo número desconozco.

Y muerto el wifi comunitario, llega la hora de las redes móviles. Proliferan en todas las morfologías, desde antenas USB para facilitar el HSPA a Smartphones tipo Blackberry, N96 o iPhone. Principalmente 3G se supone que será la red estrella que nos permitirá acceder al mundo digital, pero… ¿a qué precio?

La tecnología móvil es cara, sumamente. Y no porque a las operadoras les cuaje el subir los precios arbitrariamente, sino porque andar colocando antenas por los tejados de los edificios supone un alto régimen de gastos, tanto tecnológicos como de permisos y de obra. Y si bien es cierto que el sistema tiene visos de ser exitoso, no lo es menos que a más usuarios, más peligro de colapsar las redes y por lo tanto más inversión para evitar dicho colapso. Los operadores españoles saben mucho de esto: De colocar antenas en Estepona, Marbella y otros centros de turismo internacional para que los extrajeros puedan llamar masivamente en verano. No en vano, han sido los principales damnificados por la eurotarifa decretada por la UE para las llamadas en roaming.

Es decir, que el coste de la inversión para una Internet masivamente móvil que no se colapse tiene por fuerza que repercutir en los precios de acceso que pagará el usuario. Tal vez se equiparen a los que actualmente tenemos para la conexión de banda ancha, pero dudo de que sean más bajos.

En resumen, que Internet será móvil muy posiblemente, pero no más barata, lo que va en contra de la declaración del acceso a la Red como un derecho universal, tal como lo piden diversas asociaciones. Por otro lado, una Internet de pago se antoja como algo que de cara al futuro no se termina de entender, si se piensa que el negocio va a estar dentro de la Red, y no fuera. ¿Se imaginan un centro comercial al que hubiera que pagar para acceder?

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Carta abierta a Antonio Guisasola

enero 21, 2011

Señores de promusicae: Veo que han cambiado ustedes de mamporrero. Antes era el señor Muñoz, que lo han quemado, y ahora este tal señor Verdú (¿hijo de un mediático autor de ensayos?). Les remito al señor Sergio Picón de la discográfica Aloud Music, o al grupo D’callos, que aseguran que les va de maravilla con su negocio low profile. Tal vez es tiempo de redimensionar su negocio, de pensar en cambiar de modelo y de despedir a una cuanta gente más. Si lo hace Seat, Nissan, Sony, y compañía, ¿por qué no lo iban a hacer ustedes? Son el pasado, igual que ellos: jódanse como ellos y como otros tantos negocios de la era industrial. Espero que les aprueben la ley Sinde y les deseo lo mismo que el gran Pepe Rubianes les deseó a los que se llenaron la boca con el vocablo «españa» en los tiempos de debate del estatut de catalunya… A ver si les revienta en el oj…