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Sábado 31 de junio de 2070 (50 de la Era Fukuyama)

septiembre 20, 2011

Simone yacía plácidamente a mi lado cuando descorrí las cortinas para observar el movimiento de la calle. Realmente había agitación. Traté de despertarla para echarla de casa. No quería que se acostumbrara a aquella clase de comodidades. La chica fingió dormir con cierta obstinación, pero finalmente accedió a levantarse. Tenía un bonito cuerpo y unos pechos ya desarrollados para su edad. Le preparé un desayuno suntuoso a base de huevos de avutarda de criadero –los de gallina, más caros, me los reservaba para mí–, zumo de baobab con una naranja exprimida, harina con levadura horneada y lonchas de cocodrilo fritas. Además de café con leche en polvo. También le cedí parte de mi revuelto de entrañas de tortuga, muy rico en proteínas. Después le dejé escoger un vestido de los que Iris dejó en casa –olvidó muchos– y le regalé un juego de bragas sin estrenar. Finalmente la eché con cajas destempladas, pues no se quería ir e incluso me propuso quedarse a vivir como sirvienta.

Una vez solo, aproveché para ducharme tranquilamente. Seguidamente me vestí con una chilaba blanca y las babuchas.

Bajé a la calle y me dirigí a la compuerta 560–O 430–C, que se encontraba en un solar derruido a pocos metros de casa. Entré en el solar y activé la ultrapalm. Comprobé que García me había transferido el software que le había pedido y pulsé mi clave de oficial de la PEM para que el receptor de la compuerta la reconociera. Bajo los escombros algo comenzó a removerse. Ayude a las grandes compuertas limpiando la superficie de pequeñas piedras y algún trozo de viga. Éstas comenzaron a elevarse hasta abrirse totalmente. Tomé el cuadro de mandos que había en la cara interior de una de las compuertas y accioné la subida del montacargas. El elevador recorrió lentamente los quince metros de ascensión hasta la superficie. Cuando la alcanzó, pude apreciar que no faltaba nada de lo que le había pedido al sargento.

El ciclomóvil tenía el contador nuclear cargado. Tomé la ASL y me la guardé en el bolsillo de la chilaba. Me puse el casco, acerqué a mi boca el tubo que iba conectado a los depósitos de gelatina megahidratante y me cargué a la espalda la mochila con el juego de Amplificadores de Ondas Cerebrales. También puse dentro el traje protector. Cerré las compuertas y me dirigí en ciclomóvil hacía la Glorieta de Bilbao. Como era sábado, el mercado de esclavos estaba en plena ebullición. Bajo las valvas de los márgenes de la plaza se reunían los raptores con sus últimas presas: inmis recién llegados que habían cazado durante la semana en las distintas zonas de acampada, que solían ser la estación vieja de Atocha, los parques enmarañados de zarzas y las casas fantasma del cinturón sur, que nadie habitaba por encontrarse demasiado lejos del centro.

Los raptores vendían a chicos y chicas jóvenes de las más diversas razas: negros de todas las etnias imaginables que hablaban lenguas extrañísimas e indescifrables, norteamericanos rubios y con ojos azules, también morenos y tostados, indios americanos, bereber de los desiertos, turcómanos y mongoles expulsados del Imperio Popular Chino… Los comerciantes los compraban para usarlos en los comercios como mozos de carga, dependientes, cocineros y aprendices del oficio. O simplemente para que cuidaran de sus hijos. No era un mal destino: un esclavo no tenía libertad, pero comía caliente y dormía bajo techo. Aunque fuera en el suelo. Y si el amo era decente, incluso se libraba de las palizas.

Un tratante de origen senegalés que conocía bien, un don llamado Rudolphe Gomis, me hizo una señal con la mano para que me detuviera. Frené y me paré en medio de la plaza para atender a sus requerimientos.

–¡Rudy! –le grité desde el ciclomóvil. Se acercó lentamente entre el gentío. Cubierto por una chilaba y camuflado bajo las gafas de sol
–Salam mon frere. Tout bien.
–Todo de maravilla, bro. ¿Y tu familia?
–Oh, bien mi familia –se rió con alegría–. Mujer muy bien, hijo pequeño cada día más grande, tú tienes ver, mon bro Ibárruri. Mis hijas sin marido, por si vienes tú–se río.
–Estupendo, me alegro –dije atajando una salutación que podía durar horas–; ¿Querías decirme algo?
–Oh, qué bruscos sois los blancos. Todavía no he acabado de contarte de mi familia… Pero en fin: Hakim me dijo que quería verte, que tenía algo muy importante que decirte. Me dijo que te mandase a casa de tu amigo el cristianista. Está ahí. Ese muchacho es no es razonable. Valeroso pero insensato. Oh, no sé mon frere. Tal vez esté buscando la bendición de las siete potencias. Ese chico cree en esas cosas –Rudy se exaltaba, gesticulaba con los brazos ostentosamente y se golpeaba la cabeza–. Esos americanos están intoxicando a nuestra gente con sus creencias en el dios Zumbi y esas mentiras de los bárbaros. Yo no creo más que en el dinero, bro. Si yo quiero fortuna sé a quién acudir. Hay muchos urba en el estado que aprecian mi mercancía.

El cristianista era Yehuda Berkowitz, mi viejo conocido de Lavapiés que, entre otros títulos, ostentaba el de conocer los ritos cristianistas norteamericanos como nadie. Además de practicarlos y ser un acreditado ingworo o sacerdote cristianista. En cierto modo Rudolphe tenía razón, pues era absurdo que un hombre culto creyera a estas alturas en dioses y fuerzas sobrenaturales. Pero había que comprender que Yehuda era por origen un cristianista americano, y su afición a las ofrendas, las figuritas de santos y guerreros negros era el vestigio de su pasado en un país regido por el fanatismo religioso.

Mientras Rudolphe se alejaba a golpear con una larga vara de polivinilo a un esclavo díscolo, yo me bajé del ciclomóvil y me dirigí, sin saber muy bien por qué, a una joven muchacha de la partida que no dejaba de mirarme. Era una norteamericana rubia, muy joven, casi una niña. Iba vestida con un trapo de color rosa sucio y llevaba el pelo estropajoso.

–How old are you? –le pregunté mientras ella bajaba la cabeza y no se atrevía a mirarme a los ojos. Con ambas manos cogidas, dispuso los brazos en un doble arco que le cubría los pechos y el sexo.
–Fiveteen –dijo.
–How have you arrived here? –insistí.
–Ya yo puedo hablar español, si el señor lo quiere, pues –soltó con cierto orgullo y elevando la mirada.
–¿Dónde lo aprendiste? –inquirí sorprendido.
–Trabajé en Miami de sirvienta y luego en las lomas del cafetal, entre Santa Clara y Trinidad –dijo con un español de muy marcado acento cubano.
–¿Eres de Miami? –quise saber.
–Mis padres eran inmis ahí. Pero los limpiaron y me quedé solecita. Ya el señor ve.
–Y llegaste aquí en barco. ¿No? Haciendo cama para algún marinero… –insinué.
–No llegué directamente. Y no hable tan alto el señor. Sidi Gomis quiere que diga que soy virgo para venderme más caro. Así fui hasta África. Después crucé el desierto en las caravanas y luego el puente del estrecho hasta Algeciras. Ese sí que es un estado grande, señor. No como Madrid.
–¿Y por qué te viniste entonces?
–Demasiado calor –respondió–. Y demasiados inmis. La policía mata mucho.
–¿Cómo es el desierto africano? –quise saber.
–Oh, no es tanto desierto como la gente piensa aquí, señor. Yo creo que es peor el que hay entre Madrid y Algeciras. Tiene bastantes árboles y hierba. Me recuerda los campos de más allá de Santa Clara, por Jagüey Grande.
–¿Sabes que te envidio? –le dije mirándola a través de mis gafas negras. Ella bajó la cabeza no entendiendo nada–. Hablas de sitios que no conozco ni puedo imaginar. No –proseguí–. Claro que no lo sabes. En fin… ¿Cómo te llamas?
–Joanna –dijo tímidamente.
–Bien, Joanna. ¿Te gustaría vivir como los urba?
–¿Qué son los urba? –me preguntó.
–Los ricos –le expliqué–. Aquí los llamamos urba.
–Claro –soltó con ingenuidad.

Llamé a Gomis. Este se acercó con premura al oler que podía hacer un buen negocio.

–¿Por cuanto me venderías a esta muchacha? –le pregunté.
–Oh, muy cara para ti, bro. Es una virgen y pienso venderla a los urba –dijo gesticulando–. Muy cara para tu bolsillo.
–Bien –asentí–. En ese caso me largo. Hasta otra, Rudy.
–¿Pero no vas a intentar pujar por ella? –me reprochó el tratante tomándome por un brazo.
–Si es virgen será carísima –alegué–. Yo no puedo permitirme semejante derroche.

Gomis bajó la mirada y me reconoció que la muchacha no era virgen. Me dijo que le fastidiaba que no lo fuera, cosa que él mismo había comprobado con su dedo, porque era joven y lista. Los urba hubieran pagado mucho por ella, porque poseía un bello cuerpo. Se acercó a la chica y le arrancó el harapo rosado. Joanna ni se inmutó. La miré con un poco de pudor y le dije que sí, que era bella.

–Fija un precio, Rudy –solté–. Me la quedo.
–¿Para qué la quieres, don? Tú siempre dices que te parece mal el comercio de inmis –replicó astutamente.
–Sabes de sobra que de vez en cuando compro alguna chica para engordarla y vendérsela a algún urba con garantías. No al primero que puje, como hacéis vosotros. Mírala, está en los huesos. Necesita cuidarse y comer bien. En unos meses estará estupenda y entonces los urba pagarán su buen dinero por ella –respondí.
–Oh –replicó el tratante–. En ese caso ya me encargo yo de engordarla y vendérsela a los urba.
–Venga Rudy, corta ya –repliqué ante sus reticencias, cuya única finalidad era aumentar el precio de la pieza–. Sabes perfectamente que tú no puedes hacerlo. Tienes demasiados esclavos y te cuesta mucho dinero mantenerlos. Pero yo sí me puedo dedicar a una sola inmi. Luego la vendo a buen precio. Es negocio para todos, ¿no? –concluí–. Fija un precio.

Gomis no terminaba de convencerse. De hecho, insistía en su vocación de comerciante por obtener el máximo beneficio. Finalmente, tras varias dilaciones y frases entrecortadas, accedió por seis mil euros. Un buen precio, pues yo calculaba sacar unos quince mil por la muchacha. Allí mismo hicimos la transferencia desde mi ultrapalm a su banco.

–Joanna –le dije a la chica–, ahora soy tu amo –ella sonrió tímidamente.
Saqué de la mochila el traje protector y le dije que se lo pusiera, a pesar de que le quedaba enorme. Luego la subí al ciclomóvil y conduje hasta mi apartamento. Una vez allí le di un vestido corto de Iris.
–Ahora tengo que salir. Si eres lista, como creo que eres –añadí–, no te moverás de aquí. Puedes mirar por la ventana y ver lo que hay en la calle. Ese sería tu lugar si te escaparas. Notarás que aquí se está bien y no hace calor. Puedes bañarte. Puedes comer lo que quieras, poner música o ver películas en el DVD. Yo te enseñaré cómo se hace.
–Sé hacerlo –me interrumpió.
–Pues tanto mejor. ¿Seguro que sabrás apañarte?
–Claro, papito –respondió–. He servido casas mucho mejores que ésta.

Volví a la calle con la certeza de que Joanna no se iría. Monté de nuevo el ciclomóvil para dirigirme a Lavapiés. Quería hablar con Hakim. De paso, tal vez podría también tener una conversación con Yehuda.

Enfilé hacia la Gran Vía. Una vez allí, sorteando las palmeras y los baobabs que agrietaban el firme, recorrí la calle Montera hasta la desierta Puerta del Sol. En todo el trayecto no vi una sola alma. El calor azotaba mi espalda y una sensación de acuciante sed me hacía sorber con avidez el agua que la gelatina megahidratante soltaba avaramente.

Desde Sol continué hasta Tirso de Molina, donde dejé el ciclomóvil, bloqueándolo con la ultrapalm. Descendí caminando hasta la calle Esgrima. Se acercaba el medio día y los inmis se habían retirado para esconderse en los portales. O bajo plásticos y cartones de cajas de Mercamadrid. Una vez frente al solar que habitaba Yehuda, golpeé la puerta tres veces seguidas, y luego dos veces espaciadamente. Al poco me abrió. Iba vestido con unos pantalones cortos y una camisa guayabera blanca de la que sobresalía su barriga oronda. Unas piernas flacas y lampiñas sostenían aquel cuerpo. Tenía una cara gruesa y una barba larga, blanca y tupida de patriarca. También su pelo era blanco y largo.

–¡Hombre! Mi buen amigo Aslan. Pasa. Llegas a tiempo para la misa.
–No me jodas, Berkowitz, que estás otra vez con el cristianismo.
–Para eso me pagan estos hermanos. Y no creas que no les entiendo. Yo les comprendo bien, porque siento como ellos. Los europeos sois unos descreídos –dijo riéndose y rascándose la enorme barriga–. Venga, entra y déjate de monsergas.

Entré en el oscuro y fresco pasillo que conformaba la antesala de la estancia de Yehuda. Me condujo por un túnel de color azul –plagado de hornacinas con velas, flores e imágenes de santos guerreros y vírgenes cristianistas– mientras me iba contando la fiesta que se preparaba en el otro extremo de su apartamento, en el amplio patio interior cubierto con triple filtro del que Yehuda se había apropiado en su día. Nadie iba a usarlo de todos modos para nada, así que ningún vecino protestó. Al contrario, la decisión fue celebrada por los habitantes del edificio y del barrio en general, pues Yehuda preparó un terrero, que es como los cristianistas llaman al lugar santo de sus ceremonias.

Llegamos al terrero, cuyas paredes estaban cubiertas de plantas exóticas y floridas que Yehuda había conseguido sobornando a los don que trabajaban en Mercamadrid. Nos detuvimos ante los practicantes, todos vestidos de blanco impoluto. Los hombres comenzaban a tocar perezosamente los tambores, a agitar en ritmo creciente las calabazas secas llenas de semillas, a golpear los tubos huecos de caña el uno contra el otro y a palmear para acompañar el compás. Las mujeres traían cuencos con cerveza baobab y la mezclaban con zumo de naranja y otros líquidos extraídos de plantas y semillas que me eran desconocidas. La mayoría de los hombres eran rubios y con ojos azules, americanos puros, pero también los había negros. A estas sesiones solían sumarse los gitanos, habitantes seculares del barrio y últimos cristianistas de Europa. Y los adeptos africanos que, sin duda en conexión con los ritos de sus lugares de origen, creían que el cristianismo podía ayudarles a cumplir sus objetivos. Generalmente, cuando la ceremonia no era exclusivamente norteamericana, los gitanos se encargaban de los cantos y las palmas.

En el centro del patio había un gran paño blanco. Encima de éste cuatro tazones de porcelana, uno de los cuales contenía uvas, otro algo parecido al aceite, otro agua hervida y un cuarto una hogaza de pan horneado. También había seis velas encendidas en los extremos del paño, y cuatro tizas amarillas dispuestas en cruz. Además de un vaso de agua y un jarrón con unas florecillas blancas y azules. Las mujeres comenzaron a ordenar los objetos y a pasar los cuencos con la mezcla ritual a los hombres. Los primeros en beber eran los invitados, los no americanos. Uno de ellos era Hakim.

–Hoy pedimos a Oxalá, padre de los hombres e hijo del Zumbi, Dios creador de todo –me dijo Yehuda mientras yo lo observaba con un preventivo escepticismo.
–Ya –respondí–. Y se nos aparecerá la Virgen María y nos cubrirá de flores.
–No seas frívolo. En mi país no durarías un día con tus opiniones. Allí estas cosas son Ley de Estado.
–¿Y por qué os vinisteis entonces? –solté–. Aquí esto está mal visto. Incluso yo, como policía, debería denunciaros en nombre de la Ley de Sanidad Cultural. Me estáis contaminando a la población autóctona con este folklore. Lo de los músicos pase, eso está bien. Pero las bebidas y las cochinadas que acabáis haciendo… Y supongo que hoy toca el numerito con sangre de gallina.
–Vinimos porque nosotros somos poco dogmáticos. ¿Cómo diría? Heterodoxos es la palabra. Tendrías que ver las cosas que hacen allí.

Los músicos, que acababan de beber, se estaban acelerando: los negros golpeaban cada vez más fuerte los tambores. Los americanos blancos, que vestían tan solo pantalón de algodón e iban descalzos, se ponían las manos en la cintura y comenzaban a bailar su extraña danza dando vueltas sobre sí mismos. Uno de los gitanos que palmeaba se adelantó y cantó al viejo estilo flamenco una oración que rezaba aproximadamente:

Ochalá, padre mío
Apiádate de mi quejío
Porque si grande es la rueda del mundo
Más grande es tu poderío.
Ay, ay, ay, rueda, rueda, padre mío
y muéstrame tu poderío.

Tras cantar el gitano, volvió a su lugar en el círculo, en torno a los bailarines, y el redoble se aceleró y a la vez se diversificó en diferentes sonidos. Los bailarines danzaban en círculo, cada vez más de prisa y con menos orden, entrando en una especie de estado semiinconsciente. El patio se iba llenando de gente y el ritmo era más fuerte y frenético. De repente llegó un negro vestido de pies a cabeza con abalorios de plata y se situó en el centro de la danza, trazando un baile contorsionado y extraño. Hakim se adelantó con su tambor y le hizo el ritmo. El bailarín se puso de rodillas frente a él y simuló hacerle una felación. Los americanos rodaban y rodaban mientras las mujeres les daban de beber. El gitano repetía continuamente su plegaria en torno al terrero. De vez en cuando alguno de los bailarines se detenía y comenzaba a temblar mientras parecía que los ojos se le iban a poner en blanco. Pero las mujeres le daban de beber y el tipo volvía a girar. Yehuda y yo nos mostrábamos apartados. Quería llevármelo a un rincón tranquilo aprovechando que el patio se había llenado de fieles, pero me retuvo.

–Observa esto –dijo– y comprenderás. El Exú –el hombre completamente envuelto en plata– marcará el camino con la tiza.

Efectivamente, el hombre plateado, que según la tradición cristianista era el mensajero de las siete potencias santas, tomó una de las cuatro tizas del terrero. Se acercó a mis pies y dibujó en el suelo que yo pisaba un círculo con una estrella de cinco puntas dentro. En cada una de las puntas dibujó extraños signos y en el centro de la estrella una especie de trompeta. Seguidamente bailó para mí y el gitano se acercó y me cantó:

Santa Bárbara da la entrada
Y este mundo de dolor
Cambiará con su espada
Este hijo de Changó.
¡Aaay, ay, ay y ay!
Este hijo de Changó
Con la espada hará justicia.

Todo el mundo me vitoreó y las mujeres quisieron que bebiera cerveza bendita, pero la rechace. No tenía tiempo para borracheras místicas. Una de las mujeres se acercó con una gallina en una mano y un cuchillo en la otra. Frente a mí le rebanó el pescuezo al pobre animal, derramando la sangre sobre el círculo. Me hice a un lado para que no me salpicara. Pero el patio estaba lleno y ya todo el mundo andaba borracho. No pude evitar que me rociaran de sangre. Al fondo vi a Hakim, que se acercaba medio borracho. El Exú volvió a bailar para él y todo el mundo se hizo a un lado mientras Hakim cogía una tiza del terrero y dibujaba a los pies del hombre plateado un círculo con un arco y unas flechas cruzadas en su interior. Todos gritaron en coro:

Oxossí protection
good hunter needs

Por fin –mientras, uno a uno, todos dibujaban frente al Exú las peticiones a las diversas potencias santas del cristianismo– conseguí llevarme a Yehuda al interior. Entramos por una habitación donde había unas escaleras que llevaban al piso superior. Allí estaba el despacho de mi amigo: grandes paredes repletas de estanterías con libros de toda especie (novela, poesía, ensayo filosófico, trabajos científicos…). Un cuadro de Tàpies, Composición, que era el orgullo del norteamericano. Una gran mesa de trabajo con un ordenador bastante moderno y una Underwood en una esquina, junto a un centenar de cuartillas en blanco ordenadas. Tal vez la centenaria máquina de escribir era un símbolo de reafirmación de su amor por el pasado. Siempre que había subido a su despacho la había visto ahí. Pero nunca le vi utilizarla. ¿Para qué?

–¡Esos bárbaros me han puesto perdido de sangre! –me quejé mientras Yehuda se dejaba caer en su butaca.
–No deberías ser tan irreverente –me cortó con voz seca a la vez que me servía una copa de ron–. No sé si te has dado cuenta en tu ignorancia enorme, pero el Exú te ha dado la entrada. Y no estaba previsto. Nadie sabía que ibas a venir. Oh, mi amigo, si creyeras un ápice comprenderías que eso significa algo.
–¿Algo? –pregunté inquieto.
–Mucho –subrayó Yehuda–. El Exú te ha llamado a la justicia. Tu pompa gira –algo así como mi hada madrina– espera cosas de ti. Y el Exú también, y por supuesto, ya que él es un simple mensajero, lo espera el padre Zumbi y su hijo Oxalá.
–Si no hablas más claro no puedo comprenderte, Yehuda –solté–. Por favor, regresa a Descartes.
–Esto no tiene nada que ver con el método cartesiano –replicó él–. Deja a un lado tu cobarde racionalismo y responde como un digno hijo de Changó: ¿Estás en algún caso ahora?
–Para eso he venido. ¿O es que creías que me gusta ducharme con sangre de pollo? Con lo caras que están las putas gallinas.
–¿Se puede saber de qué se trata? –inquirió Yehuda con un semblante serio.

Me levanté de la butaca donde me había sentado y me moví lentamente por la habitación dilatando el momento de responder. Tomé en mi mano algunos objetos curiosos que el americano tenía en los estantes, junto a sus innumerables libros.

–La verdad es que venía a ver a Hakim, el raptor nigeriano. Pero tal vez en el fondo sea contigo con quien me interese hablar, pues sabes algo de máquinas de escribir. ¿No es cierto? –dije señalando a la Underwood. Yehuda asintió–. Hace dos semanas desapareció el secretario Ramallaes –miré a Yehuda de reojo para ver cómo reaccionaba, pero se mantuvo impasible.
–No creo que esté vivo –objetó Yehuda.
–No. Yo tampoco –reconocí–. Pero tiene que estarlo y tengo que encontrarlo, porque me van a pagar muy bien.
–Ramallaes… Hum –meditó.
–Un pez gordo –dije.
–Pero entre los urba hay muchos peces gordos –opinó–. Y se mueren cada día otros tantos. Nadie es insustituible y ellos deben saber que ese tipo está muerto con toda probabilidad.
–Deberían –dije–. Pero no lo quieren creer así. No sé por qué. Bueno, en realidad sí lo sé. O quieren que lo crea así: el tipo tenía unos informes que desenmascaraban a las mafias del reciclaje. Al parecer los capos quieren entrar en los consejos de administración de empresas importantes del Estado. Y eso a los urba les aterra. Pretenden recuperar esos archivos porque, dicen, no tienen ninguna copia.
–Pero si hace dos semanas que desapareció…
–Ya. Esos archivos deben de estar destruidos a estas alturas –reconocí–. Si es que realmente existen. Mira, esa es la excusa que dan para buscarle. Yo creo que por alguna razón, las mafias, más que destruir los archivos, quieren abrirlos. Y en caso de que eso fuera cierto, no es menos verdad que se tarda semanas en acceder a la clave de la ultrapalm de un alto funcionario. Según esa hipótesis estarían intentándolo. O torturando al pobre tipo. Yo que sé.
–Quieres creer lo que dicen esos urba –apuntó Yehuda.
–Quiero el dinero de esos urba –repliqué–. Si ese tipo está vivo lo encontraré. Si no, lo haré revivir y se lo llevaré. No tengo nada que perder.
–Eso es cierto –reconoció Yehuda–. Por probar… ¿Quién sabe en el fondo cuál es la verdad? Y si encima te trae al pairo… En fin. Los urba no son tontos y por mucho que mientan, si te dicen que lo busques debe ser que el tipo está vivo.
–Así es –aseveré–. Pero el problema es que sólo sé que estaba obsesionado con algo llamado las Trescientas Holandesas.

A Yehuda le mudó ligeramente la expresión del rostro. Se puso un tanto pálido y comenzó a mesarse nerviosamente la barba.

–Las Trescientas Holandesas, vaya… –soltó para sí, aunque en un tono ligeramente audible.
–¿Qué son? –inquirí mirándole fijamente. Yehuda me dedicó una mirada esquiva y fugaz.
–No sé –murmuró–. He oído alguna vez hablar de eso, pero todo vaguedades, datos imprecisos… Casi una leyenda.
–¿Una secta cristianista? –pregunté. Yehuda se turbó todavía más. Su rostro enrojeció.
–Podría ser –dijo sin mucha convicción–. Aunque…
–¿Aunque? ¿No andarás metido en cosas raras a tu edad? ¿Es algún tipo de secta? –insistí.
–Nada de sectas ni tonterías. ¿Acaso crees que todo son fiestecitas como ésta? Mira, chico, nuestra religión es la mejor del mundo. ¿Sabes por qué? Porque no hay otra. No hay nada más en qué creer cuando uno se levanta por la mañana en esta mierda de mundo.
–Y eso ¿que tiene que ver con las Trescientas Holandesas? –dije– ¿Qué son? ¿Vuestras Vírgenes Marías?
–Tu problema es que no escuchas, hijo –dijo enervándose–. Si escuchases vivirías mejor. Lo que te estoy diciendo es que la religión es sólo una tabla de salvación para desesperados, una excusa para seguir mirando este sol mortífero cada día. Pero no esconde verdad alguna en sí misma si no se tiene una fe ciega. Y los urba no la poseen, no creen en nada. Y sin embargo están tan desesperados como nosotros. ¡Tanto! ¿En qué pueden creer en su mundo tecnológico y racional, tan absurdo, sin poesía, sin amaneceres limpios, siempre debajo de la tierra, corriendo para arrebatarle el tiempo a la muerte? ¿En qué pueden creer?
–Pueden creer en su mundo cómodo, próspero y pacífico como nunca ha existido. Eso es más que suficiente para seguir viviendo –aduje.
–¡Eso es una forma de religión como cualquier otra! –exclamó–. ¿Y si dejan de creer que su mundo perfecto es una maravilla, si se plantean que puede existir algo mejor? ¿Dónde lo pueden encontrar?
–¿En las Trescientas Holandesas? –dije por intuición.
–No sé que diablos son esas Trescientas Holandesas –soltó excitado–. No sé de qué me hablas. Ya te he dicho que he oído el nombre alguna vez, pero nunca relacionado con nada concreto. ¡Simplemente trato de explicarte que…!
–Yehuda –le interrumpí–: céntrate. ¡No sé, ni me importa, qué coño tratas de explicarme! ¿Conoces lo que son las putas Trescientas Holandesas o no?
–No –soltó lacónicamente.

Suspiré, miré a Yehuda de reojo, que ahora se había relajado. Le di la espalda unos instantes y saqué un Amplificador de Ondas Cerebrales del bolsillo de la chilaba. Era una fina placa de plástico transparente que, aplicada por el lado apropiado, se fundía a los pocos segundos con la piel. Me la puse en la palma de la mano y me acerqué a Yehuda. Le coloqué ambas manos amistosamente en sus brazos descubiertos y le dije:

–Está bien, calmémonos y trata de ayudarme. Hasta ahora sólo sé que ese tipo era un intelectual, que leía, que era un maricón como tantos otros, y que coleccionaba máquinas de escribir. Con esto no voy a ninguna parte. En cambio, creo que esas Trescientas Holandesas sí son importantes para saber qué ha pasado con Ramallaes. Si pudieras orientarme, aunque fuera con el dato más nimio…
–Lo único que he oído sobre ellas es que son algo así como la justicia suprema –dijo de sopetón.
–¿La justicia suprema?
–No sé si son un ente abstracto, un objeto o un grupo de personas o seres… –explicó–. Más bien se diría que vienen a ser una leyenda que corre entre los cristianistas. Ya te digo que nadie sabe lo que son. La mayoría ni siquiera habrán oído hablar de ellas. Pero yo he escuchado ciertas conversaciones en el pasado en que se las nombraba como arma justiciera.
–Como algo que haría justicia –murmuré para mí.
–Eso es. Pero sin especificar qué eran –subrayó.
–¿Cuándo oíste hablar por última vez de ellas? –pregunté.

Yehuda suspiró, se le veía atosigado por el calor y el alcohol ingerido.

–Hace muchos años ya –dijo–. Lo siento, Aslan, pero no puedo ayudarte más. ¿Ya has buscado el significado de la palabra holandesa?
–Hum –rumié–: o una tía de la antigua Holanda o una salsa. Lo busqué en la red. Y no creo que ninguna de las dos definiciones sea válida. No me imagino a Ramallaes obsesionado por trescientas tías. Y mucho menos por trescientos cuencos de salsa.

Yehuda suspiró.

–Ahora –dijo– es hora de rezar con los hermanos.

Acepté, pues no quería insistir más de momento. Ya habría tiempo de hablar sobre el tema con más calma.

Bajamos al patio, donde el ambiente se había relajado considerablemente, pues los bailarines estaban agotados y los demás aturdidos por la cerveza bendita. Algunas parejas todavía se acariciaban apoyadas en las paredes del patio. Muestra de que había habido algo más que baile. El Exú había desaparecido. Los músicos, incansables pero en a un ritmo mucho más lento, cantaban una canción de plegaria. Yehuda se situó en el centro del patio y los músicos callaron.

–Axé, oh brothers and sisters –dijo.
–Axé! –corearon todos reanimándose.
–Axé and it’s time of silence! –dijo Yehuda
–It’s time of silence –coreó la multitud.
–Time of forgiving –Yehuda.
–Time of forgiving –el coro.
–Time of repentance –Yehuda

Lo mismo repitió el coro.

–The big hour. Axé to all those who practice the cristianism!
–Axé!

Seguidamente todo el mundo se levantó en silencio y con la cabeza baja. Las parejas no se miraron al despedirse. Los bailarines, ayudados por sus mujeres, se fueron renqueantes a dormir hasta el día siguiente. Quién sabe si esperando el próximo sábado de bendición, como lo llamaban ellos. Hakim se acercó sonriente y, después de reverenciar a Yehuda, me saludó:

–Axé, don. Qué sorpresa más grata saber que profesas –dijo–. What a surprise!
–No profeso –respondí–. Aunque, como ves, me gustan los estampados de sangre de bicho degollado –Hakim se río–. Estos cabrones me han dejado la chilaba hecha un asco. ¿Qué querías decirme?
–¿A qué te refieres? –soltó extrañado–. Yo no quería decirte nada.
–Gomis dijo que me buscabas para decirme algo importante –insistí.
–Yo no le he dicho eso –replicó riéndose aún bajo los efectos de los psicotrópicos ingeridos durante la misa.
–Me ha dicho que querías decirme algo importante –volví a insistir.
–No alucines, don –dijo el negro–. Yo le he dicho a Rudy que si me buscabas podías encontrarme aquí, pero nada más. Makama me dijo ayer que querías hablar conmigo. Ese tío es un exagerado. No tengo nada importante que decirte. Además, ¿por qué molestarte? –añadió cambiando de tema– Hoy es tú día: Oxalá te ha hablado por el Exú y Zumbi quiere algo de ti. No pasa todos los días. You lucky man and come with me to hund inmis now that Oxossí is with us.
–¿Te vas de caza ahora? –le pregunté aceptando que Gomis, como buen africano, se había excedido en sus suposiciones.
–Claro –dijo Hakim–. Buena hora, don. Las cinco de la tarde. El sol cae ya y se puede circular bien. Además hoy es día de mercado y todos los raptores están en las plazas. Hoy no hay competencia. Ven conmigo y verás qué material. Sé de un sitio muy cerca donde se esconden cientos de inmis recién llegados. Será sencillo, llevaremos el DAF.
–Cielos –solté–. ¿Ahora te has comprado uno de esos viejos autobuses que funcionan con hidrógeno?
–Claro, don –respondió entusiasmado–. Caben muchos esclavos dentro. Y ya verás cómo anda. No corre, pero llega a los sitios. El hidrógeno es muy caro, don.
–Está bien, asentí, pero antes quiero dejar mi ciclomóvil en casa.
–¿Tienes ciclomóvil? –preguntó– ¡Jolie! Me llevas a Atocha y vamos al DAF. Yo te digo dónde guardar el ciclomóvil. Mis hombres lo vigilarán.
–De acuerdo –asentí con un suspiro–. Por cierto, hay un tema que quería hablar contigo. He comprado una chica a Rudy para vender a los urba. Es una norteamericana joven y guapa. ¿Podrás colocarla? Yo la engordaré.
–¿Una rubia delgada que se llama Joanna?
–Exacto –asentí sorprendido.
–Te la ha colado Rudy –río Hakim–. No es buena.
–¿Cómo que no? ¡He pagado una fortuna por ella! ¡Seis mil!
–Es mala, es un demonio –dijo entre risas–. No hay quien la dome. Muerde. Y además es una bruja. Y sé lo que digo. Yo la cacé para él. Te traerá problemas. Ya sabes cómo son los urba te la devolverán al primer mordisco y no podrás deshacerte de ella.

Hakim no paraba de reírse y yo comenzaba a enfadarme de verdad por mi ingenuidad.

–¡Y por seis mil euros! Ja, ja, ja ¿Por qué no preguntas antes? Te tendrás que casar con ella. Ja, ja, ja. A esa no la van a querer en ningún harén.

Hakim seguía riéndose, así que en mi indignación salí de casa de Yehuda sin despedirme, empujando a los pocos creyentes que quedaban y caminaban todavía resacosos de tanta fe.

–Espera –me dijo Yehuda alcanzándome en la puerta; me volví hacia él, tenía cara de estar muy preocupado–. Ven mañana después del rastro y tal vez te explique lo que son las Trescientas Holandesas. Es muy poco cuanto puedo decirte porque es cuanto estoy dispuesto a hacer por ti. Quiero creer en el Exú y quiero pensar que tú eres un digno hijo de Changó. Que tu pompa gira te proteja, amigo mío. No sé si hago bien, pero haciendo poco hago tanto para bien como para mal. Y para todos poco. Ya me entenderás si realmente el Exú tiene razón. Que Oxalá te bendiga, amigo.

–Eso suena muy grave, Yehuda –le dije extrañado de su turbación.
–Sólo recuerda esto –añadió–: la fe del que no puede creer en lo que no ve reside en lo que toca –después dio media vuelta y penetró en la casa.
–Así que la chica no vale nada –le dije una vez estuvimos en la calle a Hakim, que había cambiado sus hábitos de creyente por una chilaba blanca, las gafas de sol y el turbante que le cubría toda la cara. Y del cual sobresalían unos enormes auriculares conectados a un viejo diskman.
–Bueno –concedió–. Algo se podrá hacer con ella si promete portarse bien. Ahora, don, voy a conectarme. Quiero escuchar un poco de música.
–¿Qué escuchas? –pregunté con curiosidad.
–Bisbal. Really good, don –dijo levantando el pulgar.

Caminamos en dirección a Tirso de Molina. El calor era tan asfixiante como lo había sido cinco horas antes. Las calles estaban completamente desiertas. En el centro de la plaza, la estatua del dramaturgo estaba muy inclinada. Desplazada y a la vez sostenida por las raíces de un enorme baobab. El adoquinado original se veía reventado por las palmas que habían crecido.

Me puse el casco. Me subí al ciclomóvil y lo encendí. Conminé a Hakim a subirse y nos desplazamos hacia la boca de la RAF, en el otro extremo de la plaza. Descendimos por las escaleras y nos adentramos hacia las vías abandonadas. Encendí los faros y seguidamente acoplé la ultrapalm al manillar del ciclomóvil: se activó el Programa Especial de Vías Muertas, un radar que dibujaba la red de vías en desuso y que en la PEM utilizábamos para desplazarnos en casos de urgencia.

Circulamos por oscuros túneles espantando grandes ratas. También pasamos por una charca que se había formado en una depresión de la vía. Al pisar un pequeño cocodrilo ciego el vehículo casi se desequilibró. En menos de cinco minutos llegamos a la Sala Central de Abastos de la estación de Atocha (SCA). Éste era el lugar donde cada ocho horas los don pobres que trabajan en Mercamadrid eran recogidos o devueltos al Distrito Financiero.

Tras mostrar mi ultrapalm a los ciberagentes, entramos en la sala y después en uno de los inmensos elevadores. Ascendimos a la estación y desde allí salimos a la superficie. Hakim me indicó el camino a un viejo aparcamiento cubierto que ataño sirviera para los coches de los viajeros que cogían el AVE, un rudimentario tren que rodaba en superficie y que unía el estado con las ruinas de Sevilla. ¡Un tren que sólo podía alcanzar los trescientos kilómetros por hora!

Allí estaba el DAF, otra reliquia del pasado, muy apreciada por los raptores por su capacidad de carga de inmis. Además funcionaba por combustión de hidrógreno. Éste era relativamente fácil de conseguir, aunque a costosos precios, pues los urba lo utilizaban como fuente de energía doméstica. Un viejo DAF podía costar unos 100.000 euros. Una suma nada desdeñable, pero asequible para una banda de raptores que consiguieran colocar una partida en un buen harén. El trasto conservaba las listas superiores negras y la chapa roja, ahora de un rosado corroído y débil, casi ácido. Junto a él, esperaban los hombres de Hakim, la mayoría procedentes de países árabes y africanos. Iban ataviados con chilabas blancas y el rostro cubierto por las gafas y el turbante. Portaban, apoyadas en el hombro, ostentosas armas láser, ya pasadas de moda. Hablaban en criollo, mezclando francés e inglés a partes iguales. Realmente el castellano era la lingua franca, pero no la más usada entre los inmis.

Aparqué el ciclomóvil donde me indicaron y no pude evitar mirar hacia el fondo. El aparcamiento estaba situado sobre un promontorio. Se observaba desde allí todo lo que un día fueron los distritos de Madrid Sur. En el pasado tuvieron gran vitalidad gracias a la inmigración interior. Alimentaron pueblos como Getafe, Leganés o Alcorcón. Ahora no eran más que montañas, muertas y huecas, de ladrillo oscurecido por la lluvia ácida: una extensa masa negra e informe que no terminaba nunca y tan sólo transmitía una sensación de profundo silencio.

Nos subimos a aquel extraño aparato que había acabado siendo el DAF. Los raptores le habían hecho algunas modificaciones, la más notable de las cuales había sido sustituir las ruedas de caucho por grandes cadenas de oruga que hacían retumbar el suelo a su paso. Además, en el techo habían practicado un orificio, en el centro del autobús, por el que un hombre controlaba una metralleta láser. Los asientos habían sido arrancados y en su lugar había barras longitudinales con un sistema de esposas magnéticas.

Salimos del aparcamiento, arrastrando a nuestro paso coches abandonados. Pasamos por delante del Museo del Prado y rodeamos los restos de la estatua de la Cibeles. Continuamos por la calle Alcalá. A lo lejos se veía, en la bifurcación con Gran Vía, un gran ángel de hierro coronando la cúpula de un edificio renegrido. Tenía colgado un cartel con una inscripción gigantesca que rezaba:

Madrid 2070 ¡Bienvenidos al infierno!

Cruzamos la puerta del Sol y nos encaminamos por Arenal. Antaño una calle que ahora había recuperado su atávica condición de arrollo. Un lecho arenoso y seco cubría la vía y el DAF se movía con más lentitud. Nos detuvimos a la altura de la calle Bordadores. Se abrieron las puertas laterales y bajamos. Teníamos que ir con cuidado, pues entre el lecho arenoso se escondían numerosos alacranes africanos. Hakim disparó su láser contra una lengua de suelo. Decenas de alacranes salieron a la superficie retorciéndose calcinados. La zona quemada nos servía de guía para saber por dónde teníamos que pisar.

Anduvimos hasta la plaza de San Ginés y nos detuvimos a las puertas de lo que antaño fue una iglesia. Penetramos en el interior y los hombres de Hakim comenzaron a disparar en la oscuridad en todas las direcciones. Se oyeron cientos de gritos desgarradores. Los raptores encendieron las linternas de sus fusiles. A medida que iban viendo a aquellos seres tumbados en el suelo les pateaban y disparaban su munición. Los inmis, ignorantes y asustados, corrían hacía las paredes. Estaban desnudos y sucios. Eran en su gran mayoría negros y norteamericanos. Uno de ellos, un tipo blanco, moreno y fornido, quiso abalanzarse sobre uno de los hombres. Pero éste lo fulminó con una ráfaga de láser que lo dejó convulsionándose en medio de un charco de sangre y fuego.

Apuntando con sus linternas, empezaron a separar a las mujeres. Hakim les tocaba los pechos y las nalgas de una manera mecánica. Les miraba los dientes, los ojos, les pellizcaba los labios y las seleccionaba. Tomaron dieciséis chicas, todas ellas negras y jóvenes, y las obligaron a ir hacia la salida. Poco a poco, aquella gente miserable se fue apartando de las paredes y situándose de nuevo, con su mirada triste, sobre los gastados suelos de mármol.

Los hombres de Hakim subieron su botín al DAF. Pusieron a las chicas una pulsera magnética y accionaron los imanes de las barras.

Arrancamos y el vehículo se llenó de gemidos e imprecaciones en idiomas ininteligibles a los que nadie hacía caso. Nos deslizamos hacía la plaza de Opera, donde estaban las ruinas de lo que fuera el Teatro Real, hoy un inmenso solar. Y también el Palacio Real, sede del Gobierno del Estado. Desde el mismo, podía otearse la gran ciénaga de la Casa de Campo, que allí llegaba a fundirse con la ciudad. En épocas de sequía, los cocodrilos se adentraban por los callejones para alimentarse de inmis.

Regresamos a la plaza de Cibeles, deshaciendo el camino andado. Las chicas seguían gritando. El hombre que estaba situado en la parte superior disparó su metralleta al aire, por lo que fue abroncado por Hakim. Dentro del DAF alguien sacó botellas de cerveza de Baobab y comenzó la celebración por el fácil botín obtenido.

De repente una mina nos frenó de golpe. El autobús resistió bien la carga explosiva, a pesar de que destrozó parte de los bajos. Las chicas se pusieron a gritar histéricas y los hombres las amenazaron con sus armas, obligándolas a mantenerse en un silencio preñado de pánico. Los labios les temblaban y comenzaban a brotarles lágrimas de los ojos. Nadie salió del vehículo y el tipo del techo se agazapó en su agujero mientras movía la metralleta de un lado a otro.

–¡Son nuestras! –gritaba–. ¡Esta captura es nuestra y no nos la quitaréis! ¡El negocio es nuestro!

El silencio se prolongó todavía unos minutos más. Nosotros, agachados, esperábamos el ataque inminente. Yo había sacado de mi bolsillo la ASL y la sujetaba en la mano izquierda.

Desde una procedencia desconocida, un proyectil impactó contra el triple filtro delantero del vehículo rompiéndolo. Se formó una gran nube de humo. Los hombres desactivaron las pulseras magnéticas, abrieron las puertas traseras y obligaron a las muchachas a salir. Éstas se resistían, pero fueron empujadas. El silencio regresó y sólo los gritos de las mujeres lo quebraban. No sabían hacia dónde correr. Cuatro nuevos botes de humo estallaron alrededor del autobús y todo se hizo confuso. Hombres vestidos con monos blancos y mascarillas antigás salieron de una alcantarilla cercana y se metieron con sus armas en la nube.

Durante un cuarto de hora largo combatimos en la confusión. Siguiendo mi instinto, no me aparté del DAF y conseguí colocarme debajo de él por la parte trasera. Allí choqué con un cuerpo y comencé a luchar hasta que uno de los insultos de mi adversario me hizo saber que se trataba de Hakim. Con amargura, admitió que había perdido la batalla y propuso no moverse de ahí.

Sonaron disparos y gritos. Y finalmente sólo las toses de las mujeres. Mientras, se disipaba la niebla de humo y éstas eran conducidas por los hombres de los monos hacia la boca de la alcantarilla.

–La gente de Sánchez –dijo Hakim–. Ese cabrón me la ha vuelto a jugar.
–Hay que reconocer que el hijo de la gran puta es muy listo –se me escapó. Hakím me miró de reojo con un punto de ira.

La alcantarilla se cerró, la visibilidad volvió a ser completa y salimos de debajo del reventado DAF. Un panorama desolador, compuesto por los hombres de Hakim muertos, nos recibió.

–Lo siento por tus chicos –dije.
–No importa –soltó Hakim mientras recogía los fusiles desperdigados por el suelo–. Sabían a lo que se exponían. Afortunadamente no vinieron todos.

Apretadas junto a la estatua había tres chicas que habían conseguido despistar al grupo de Sánchez.

Desnudamos a tres de los muertos y vestimos a las muchachas. Las inmis gritaban. Hakim las obligo a callar a punta de fusil. Les preguntó si hablaban francés o inglés. Resultó que dos de ellas hablaban yoruba. Hakim se entendió con ellas en este idioma. ¿De dónde procedían? Ellas dos de Nigeria. A la otra no la conocían. ¿Ya no quedaba gente que hablase inglés en Nigeria? Apenas. Los que trabajaban en las casas de los patrones del norte. Ellas fueron sirvientas del capataz de una región-granja, propiedad del estado de Amsterdam, hasta que los rebeldes socializaron la empresa y mataron al patrón. ¿Cómo andaba la guerra? Ellas sólo sabían que su zona la habían tomado los revolucionarios. Huyeron porque se quedaron sin trabajo y los rebeldes las marginaron por haber servido a los oficialistas. Habían llegado unas semanas antes escondidas en un vagón del tren que cruza el estrecho. Habían sobrevivido comiendo los muertos de la calle que no estaban demasiado podridos y bebiendo el agua residual que salía de los edificios de oficinas.

–¿Qué vamos a hacer con ellas? –pregunté.
–Tú, nada, don –replicó Hakim– este no es tu negocio.

Se quedó pensativo, mirándolas fijamente, mientras ellas dejaban traslucir en sus ojos el miedo.

–La más alta me gusta –soltó con entusiasmo–. Tal vez podría servir en mi casa. Tengo dinero para mantener a una de ellas, pero no sé si quiero gastármelo en mujeres.
–Véndelas en el zoco el sábado. Son jóvenes y fuertes.
–Sí –decidió–; me quedaré con la alta y a las otras dos las venderé. ¿Quieres alguna? La más bajita tiene unas bonitas caderas.
–No, gracias, ya tengo bastante con la norteamericana.

Subimos los cinco al DAF y, milagrosamente, Hakim consiguió que arrancara. En el centro del vehículo, el suelo se había abollado.

–Tendré que reforzarlo por debajo con una plancha de acero –opinó Hakim.
Activó la barra magnética y las chicas volvieron a quedar sujetas. Nos pusimos en marcha en dirección al palmeral del Paseo del Prado.
–Hakim, ¿sabes algo sobre la compra de empresas por parte de las mafias del reciclaje? –le pregunté mientras, cubiertos hasta el último centímetro de piel, pues la luna delantera había caído, nos desplazábamos. Él conducía y yo iba apoyado en el salpicadero. Hakim se rió:

–Eso se oye desde que el mundo es mundo, don. Unos porque temen que pase y otros que lo desean. Busca a un comerciante del zoco enfadado por los atracos y pregúntale. Te dirá: “Ah, estos urba no se ocupan nada de nosotros. No les interesamos ni siquiera para tomarse la molestia de matarnos. Pero espera a que las mafias crezcan a su amparo. Un día les robarán su mundo”. En cambio, si con quien está enfadado es con las mafias, porque le han subido los precios, exclamará: “Estos tipos no tienen límite a su ambición y los urba no se dan cuenta. Un día se quedarán con sus empresas y nos quedaremos sin urba. ¿Qué haremos entonces? Porque las mafias son peores que los urba”. Sí, don, tan viejo como el mundo.

–Pues ahora –aseguré– parece que es real. ¿Has oído algo por ahí?

Hakim volvió a reírse estruendosamente.

–¿Has oído algo tú, detective Ibárruri? ¿A qué se dedica la PEM?
–A resolver querellas entre empresas, generalmente. Y a exterminar a los inmis de vez en cuando.
–Pero no a escuchar. No bajas al bar de Makama por las noches, don. Te quedas en la puerta de casa. Si bajases, sabrías que las mafias llevan ya mucho tiempo en las empresas. Yo escucho allí a los lugartenientes de las mafias y deduzco, don. Aprendo rápido –dijo con orgullo.
–Ya lo veo –asentí.
–Mira, es demasiado dinero el que mueven como para que no llame la atención de los urba –dijo.
–¿Quién lo mueve? ¿Sánchez?
–¡No me jodas! –exclamó– Sánchez es un mierda, por eso se dedica a robar a los pobres como yo. Los jefes ricos ni siquiera viven entre nosotros. Se han hecho urba y se mueven por ese mundo entre reverencias. Incluso poseen clubes de rollerball. Ellos arman ejércitos, suben y bajan precios, pero ya ni se acuerdan de que existimos. Por supuesto, los urba les aconsejan cómo multiplicar su dinero y ellos van entrando en las empresas. Lo normal.
–Pero a los urba no les gusta que se sepa. De hecho niegan a toda costa que eso suceda –reflexioné–. Tal vez porque siempre sucedió.
–Cuanto más lo niegan los urba, más adentró están las mafias. Hasta que los urba acaban siendo los verdaderos mafiosos –concluyó Hakim.
–Me dijo Makama que buscabas a uno –soltó el raptor.
–Makama es discreto –repliqué irónicamente.
–No lo es cuando va marihuano –opinó.
–Ramallaes –dije–. El secretario del presidente.
–¿Desaparecido aquí?
–Eso creen los que me contrataron.
–Ramallaes “el mariposón”, le dicen.
–¿Quién? –pregunté extrañado.
–Los chicos de las bandas. Compra muchachos a muy buen precio. Dicen que les pone casa en el centro y los visita, pero realmente nadie lo ha visto. De todos modos, todos los chicos locos quieren que les compre.
–Osea, que se supone que venía mucho al centro –inquirí.
–Eso dicen en Lavapiés. Cuentan que muchas de las mejores casas las ocupan sus chicos locos. Y que tiene amigos entre los cristianistas.
–¿Es cristianista?
–No lo sé, don. Yo nunca lo he visto en misa. Pero pudiera ser. Ya sabes que a algunos urba, por divertirse, les gusta oír misa. ¿Preguntaste al ingworo Berkowitz?
–Sí, pero no quiso ser claro –respondí–. De todos modos, no es lógico que ese dato no aparezca en el Registro de Vidas Privadas.
–Entonces será que no lo es –dedujo Hakim–. Es mejor ser un inmi o un don pobre. Los urba y los don funcionarios estáis registrados hasta las pelotas.
–Será que no lo es… o que alguien no quiere que me entere de la verdad –dije.

Llegamos a Atocha y aparcamos cerca del ciclomóvil. Hakím bajó a las muchachas y me siguió en dirección a la SCA. Descendimos en ascensor y el negro se dio el lujo de mostrarme su flamante ultrapalm con acceso a los ciberagentes. Pasamos el control y ellos se dirigieron al andén de espera de la RAF. Yo tomé una de las vías en desuso en dirección al barrio. Poco antes, al despedirme de Hakim con un apretón de manos, le había dejado uno de mis interceptores en la palma.

Ascendí con el ciclomóvil por las escaleras de la estación de Bilbao y entré en mi calle. Era ya de noche y el bullicio del sábado se hacía estruendoso al calor de los tambores de los árabes. Algunos inmis calentaban en las resistencias aguardiente casero con café. La gente comenzaba a estar borracha. La muchachas me hacían proposiciones, pero yo sólo quería salir del aturdidor bochorno y meterme en la fresca comodidad de mi hogar.

Aparqué el ciclomóvil dentro del portal y subí las escaleras con paso cansino. Abrí la puerta y me dirigí directamente al baño. Me desnudé por completo y me metí debajo del agua fría de la ducha. Luego fui a mi dormitorio. Allí estaba Joanna, dormida con el vestido puesto. Olía bien. Supuse que se habría bañado. La tomé en brazos y la conduje a otra habitación, donde tenía una cama de repuesto. No se despertó ni siquiera cuando la posé en el lecho. Regresé a mi cuarto y me puse unos vaqueros cortos y raídos y las zapatillas de caucho. Fui al despacho y revisé los mensajes recibidos, pero no había nada interesante. Puse un disco compacto de Miles Davis, Kind of Blue. Tomé la botella de ron que tenía escondida en el cajón de la mesa y me serví un trago directo de la botella.

¿Qué sabía de nuevo respecto al caso? Sabía que las Trescientas Holandesas eran reales, importaban. Al menos le importaban a Yehuda. De lo contrario, no se hubiera turbado de aquel modo al mencionarlas yo. Y probablemente también eran importantes para la doctora Flores. Y para Romaguera y Santamans. O bien la mujer de Ramallaes se había empeñado en que el secretario no tuviera noticias directas de las holandesas, o Romaguera me había ocultado a mí su existencia. Yehuda aseguraba que eran sólo una leyenda, pero me había dado la impresión de que su cara, al hablar de ellas, delataba que las consideraba mucho más que un mito.

Ahora bien, sabiendo que Ramallaes tenía amigos cristianistas lo más lógico era que, dado su nivel intelectual, Yehuda fuera uno de los personajes a los que visitara. No me creía que Ramallaes practicara el rito religioso. Era un hombre de mente sólida, con una gran capacidad de análisis, según se desprendía de su trayectoria vital. Pero, por alguna oscura razón que no alcanzaba a comprender, se relacionaba con esa gente. En ese caso, ¿quién me podía asegurar que Yehuda y la doctora Flores no se conocieran? Tal vez por ello habían urdido un plan para despistarme y facilitar así la huida del doctor. De ese modo, yo estaría persiguiendo una pista falsa mientras él se centraba en lograr sus verdaderos y desconocidos objetivos. ¿Cuáles? A saber.

Quedaba clara una cosa: se llamase como se llamase, el doctor poseía algo, o algo había en su persona, que creaba conflictos y reclamaba el interés de alguna gente importante. Podía perfectamente llamarle Trescientas Holandesas hasta que descubriera su verdadero nombre.

Había, además, un punto oscuro respecto a Romaguera y Santamans: me había mentido en lo referente a la vida privada de Ramallaes. De los muchos datos que se contaban en el Registro de Vidas Privadas, sólo unos pocos me parecieron relevantes. Que fuera homosexual no era especialmente interesante desde el punto de vista policial. Que coleccionara máquinas de escribir podía considerarse una excentricidad a la altura de su posición social. Pero que viajara con frecuencia al mundo inmi… Y que tuviera amistad con cristianistas. Era algo que debía de estar registrado. Y no cabía error posible. Vidas Privadas era infalible. Allí estaba todo sobre todo aquel que era alguien. Es más, lo que no tenía sentido es que intentasen alterarlo deliberadamente. Primero porque no era posible. Y también porque Vidas Privadas realmente no servía para nada.

El Registro de Vidas Privadas nació a principios de este siglo a raíz del Caso Ballesteros, cuando un poderoso banquero fue acusado por los tribunales de diversos delitos. Ballesteros exigió al juez poder presentar, como prueba de su honestidad, toda la información que sobre su persona y sus negocios pudiera reunirse. El juez aceptó y Ballesteros aportó al juicio, y a la opinión pública, una detallada relación de su entramado de influencias y negocios.

Por supuesto, el banquero sabía que no podía ganar el caso, pero esperaba que, al aceptarse como prueba su “archivo personal”, en el que aparecían vinculados a sus trapicheos los nombres de importantes miembros del Gobierno y la oposición, éstos frenarían la causa para no verse implicados.

El Gobierno no supo darse cuenta de la peligrosidad de aquella información y toda la clase política se vio salpicada de tal manera que los partidos tradicionales tuvieron que desaparecer en bloque ante el clamor popular, que vino precedido por graves disturbios.

Tras este caso tan notorio se creó el Registro de Vidas Privadas. Comenzó recopilando información de personas importantes y poderosas, pero con el avance de la tecnología y el desarrollo total de la red, Vidas Privadas se ocupó de la vida de todos los ciudadanos urba y de los don funcionarios. Prácticamente todo aquel que manejaba un ordenador estaba en ahí.

¿Cuál era la finalidad del mismo? Hay un dato que la explica muy bien: Vidas Privadas sólo se abría en casos excepcionales y la información que recogía solamente podía hacerse pública con una orden judicial. La intención era que todos los urba supieran que estaban registrados sus trapos sucios. Cuando un urba acusaba a otro frente a un juez, éste dictaminaba una apertura de los registros de ambos contendientes. Como aquello no beneficiaba a nadie, todo el mundo se cuidaba mucho de entrar en litigio. El que Vidas Privadas se hubiera abierto apenas una decena de veces en los últimos cuarenta años probaba su éxito.

Sólo cabía una hipótesis respecto a la vida privada de Ramallaes: yo no había visto su registro auténtico, sino una página especular; una imitación perfecta y manipulada del verdadero.

Di un nuevo trago a la botella de ron y me dejé caer sobre la silla de aire denso, sintiendo en mi espalda el placer de aquel lujo urba. Recordé entonces que había colocado dos amplificadores, uno a Yehuda y otro a Hakim. Encendí la ultrapalm. Ordené que activara el programa de Amplificación de Ondas Cerebrales. Exigí situación y aparecieron en pantalla dos mapas holográficos, uno de Lavapies y otro de mi barrio. Ordené aproximación al primero y el mapa de Lavapiés se amplificó y se definió la situación del sujeto. Pude apreciar el edificio de Yehuda y el patio interior, donde parecía estar. Pedí un perfil escrito y aparecieron en la pantalla los siguientes datos:

Edad: 56
Genero: Hombre
Estatura: 185 centímetros
Peso: 100 kilogramos
Constantes psicológicas fundamentales: Ligeramente elevadas en gradiente ascendente
Tensión arterial: Normalizada dentro de los límites
Entalpía: Generación de calor cerebral alta
Entropía: Negativa
Tensión psicológica: Normal o alta
Círculos obsesivos: En actividad elevada
Alteraciones histéricas: Inexistentes
Constantes de pánico: Bajas
Carga libidinal: Estable

Ordené el paso al siguiente plano y una aproximación detallada del mismo. En la pantalla apareció uno de los edificios cercanos a mi casa, probablemente uno de los apartamentos de Hakim. Pedí una mayor concreción y el punto de emisión se centró en un espacio rectangular, que quizás fuera un salón o un dormitorio. Demandé un perfil del emisor:

Edad: 24
Genero: Hombre
Estatura: 175 centímetros
Peso: 75 kilogramos
Constantes psicológicas fundamentales: Alteradas por sustancias tóxicas
Tensión arterial: Alta
Entalpía: Generación de calor cerebral reducida
Entropía: Negativa
Tensión psicológica: En reducción
Círculos obsesivos: Inexistentes
Alteraciones histéricas: Activas
Constantes de pánico: Bajas
Carga libidinal: En plena descarga

Así que Hakim estaba desfogándose. Probablemente estaría con su recién adquirida esposa. O con las tres muchachas a la vez. Quién sabe. No había duda de que el negro era un portento de vitalidad. Era joven y no perdía el tiempo.

De repente sonó un pitido en el primer mapa, que ahora estaba reducido en una esquina de la pantalla. Una voz me avisó de variaciones en el perfil del emisor:

Edad: 56
Genero: Hombre
Estatura: 185 centímetros
Peso: 100 kilogramos
Constantes psicológicas fundamentales: Notoriamente elevadas en gradiente ascendente
Tensión arterial: Alta en gradiente ascendente
Entalpía: Generación de calor cerebral muy alta
Entropía: Negativa
Tensión psicológica: Muy alta
Círculos obsesivos: Bloqueados
Alteraciones histéricas: Altas
Constantes de pánico: Altas
Carga libidinal: Disparada

Exigí una aproximación detallada a la zona de emisión y apareció el plano del apartamento de Yehuda, por donde el punto de emisión se movía de forma aleatoria, cambiando continuamente de habitación, regresando al patio, saliendo de él para volver… Todo indicaba que estaba siendo víctima de un ataque de locura. O quizás una persecución. Exigí de nuevo un perfil:

Edad: 56
Genero: Hombre
Estatura: 185 centímetros
Peso: 100 kilogramos
Constantes psicológicas fundamentales: Muy alteradas
Tensión arterial: Riesgo de infarto, elevada cantidad de adrenalina en el torrente sanguíneo
Entalpía: Generación de calor cerebral excesiva
Entropía: Negativa
Tensión psicológica: Muy alta
Círculos obsesivos: Bloqueados
Alteraciones histéricas: Muy altas
Constantes de pánico: Muy altas
Carga libidinal: Muy alta

El punto de emisión acabó deteniéndose en el patio y la señal cada vez se hizo más débil. Pedí un perfil inmediato:

Edad: 56
Genero: Hombre
Estatura: 185 centímetros
Peso: 100 kilogramos
Constantes psicológicas: Degradadas
Tensión arterial: Descendiendo a nula
Entalpía: Generación de calor en descenso precipitado
Entropía: Inicio de entropía positiva
Tensión psicológica: En descenso
Círculos obsesivos: Elevados
Alteraciones histéricas: Inexistentes
Constantes de pánico: Bajas
Carga libidinal: Nula

La señal acabó por establecerse de un modo intermitente en la pantalla hasta que desapareció.

Emisión extingida. Probable muerte cerebral del sujeto.

Eso confirmaba que lo que poseía o buscaba Ramallaes, y por lo cual le perseguía –¿por qué no decirlo así?– Romaguera y Santamans, no tenía otro nombre que el de Trescientas Holandesas.

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