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300 HOLANDESAS/LA NOVELA: Viernes 30 de junio de 2070 (50 de la Era Fukuyama)

julio 26, 2011

Me levanté algo tarde. Salté de la cama y descorrí las cortinas de terciopelo rojo de la habitación. Una luz pálida pero consistente llenó la pieza. A través de los triple filtro del balcón pude observar que las valvas de la calle estaban acopladas. El calor arreciaba y tuve que subir el termostato. En el resto de la casa, fui descorriendo cortinas para que entrase la luz. Moni Penny pegó un salto en verme y se me acercó. De mala gana, le acaricié la cabeza y nos dirigimos a la cocina. Del enorme refrigerador saqué un cartón de leche –Made in Moçambique, ponía en el reverso– y le serví un plato. También le di unas cuantas tiras de proteína e hidrato de rata. Yo no tenía hambre y me dirigí al despacho.

Miré allí el cuadro que tenía en la pared de enfrente. Violón y Guitarra, de Juan Gris. Cortesía del abuelo. Sonreí. Puse un disco de vinilo. Comenzó a sonar la voz áspera y a la vez dulce de un tipo que se llamó Chet Baker. Cantaba I get along without you very well. Me fui silbando a la ducha y dejé que el agua fresca resbalara por mi cuerpo desnudo. Llevándose con sus pequeños latigazos todo mi embotamiento. Fue entonces, bajo el chorro de agua, cuando comencé a reflexionar sobre el caso que me habían encargado. La verdad es que no sabía si creer a Romaguera y Santamans. No estaba seguro de que esos tipos no me estuvieran tendiendo una nueva trampa. Aunque tampoco encontraba motivos por los que me pudieran desear ningún mal. Al contrario, a Romaguera y Santamans creía caerle bastante bien. Por parte de Montera, Sciorini y Fernández–Hirsch, con decir que eran mis principales clientes bastaba… Aquello, por extraño que pareciese, tenía visos de ir en serio.

Salí de la ducha con el doctor Ramallaes en la cabeza. Me dispuse para ir a desayunar al zoco del Dos de Mayo. Me calcé unas babuchas amarillas y me cubrí con una chilaba azul celeste. Salí de casa y bajé en penumbra las escaleras que conducían al portal. Accedí al exterior tras ponerme las gafas de sol y cubrirme la cabeza con un turbante. Anduve por los apestosos callejones, sorteando los regueros de légamo y soportando los olores que se condensaban con el terrible calor. En las esquinas, los inmis vendían fruta medio podrida. También arroz con alubias rojas. Las cocinaban en perolas que mantenían calientes con resistencias conectadas a baterías de coche. A pesar de que la utilización de automóviles estaba extinguida, éstas soportaban bien el paso del tiempo. Además, tenían la ventaja de que el ácido sulfúrico era fácil de obtener mediante la destilación de la lluvia ácida. Los inmis subían por la noche a los tejados y conectaban las baterías a las placas fotovoltaicas para cargarlas.

Normalmente, a estos vendedores ambulantes solían comprarles inmis todavía más pobres. El precio de una ración de alimento era un euro. Conseguido mediante favores sexuales o el robo.

Al cruzar la calle de Carranza me tapé el rostro con el pañuelo y apreté el paso. Era una vía demasiado ancha y estaba al descubierto, sin valvas. Me desvié por Manuela Malasaña, ya otra vez bajo el triple filtro. A medida que me aproximaba al zoco, proliferaban pedigüeños de toda raza y color. Pedían el euro de rigor y ofrecían un variado elenco de objetos a cambio del mismo. Muchos de ellos ni siquiera estaban en pie: simplemente sentados. Fumando hierba o aspirando cola de soldar triple filtro. Extendían sus marchitas y ulcerosas manos a mi paso. Los sorteaba como podía, a pesar de que los grupos de mendigos eran cada vez más densos. También había traficantes de medicinas. Y vendedores ambulantes de miserables objetos robados. O encontrados en las calles de los barrios no habitables: lámparas, juguetes vetustos, alimentos pasados, maquinaria inutilizada…

Finalmente alcancé el zoco, cubierto en parte por valvas circulares en los márgenes de la plaza. Me moví entre los toldos de los comercios, laberínticamente dispuestos, hasta llegar al local de desayunos de Makama Owosu–Ankomah, en la esquina con la calle Daoiz. Servían allí buen café y abundante rancho con especias picantes. Además de algunos platos exquisitos de origen magrebí. Saludé al enorme negro que era Makama y él me dispuso una mesa apartada en la sombra del tugurio. Junto a un ventilador. En su aparato de música sonaba una tonada árabe suave y lánguida. Makama tenía preferencia por todo lo árabe a pesar de que su familia era originaria de Ghana. Llegaron a principios de siglo cruzando el estrecho en un tipo de embarcación sumamente inestable llamada patera. Ahora, setenta años después, Makama y los suyos podían considerarse don a todos los efectos.

–Buena voz, bro –le dije refiriéndome a la mujer que cantaba a través de los altavoces.
–Se llamaba Natacha Atlas –me dijo entusiasmado–. Lo compré –se refería al compacto– a uno de los manteros de los alrededores del mercado. No sé de dónde lo habría sacado. Not easy to find that kind of cd’s now.
–Not easy –respondí–. Lo habrá robado. Ya no quedan joyas de estas en la calle.
–Están todas en tu casa –rió Makama al decirlo–. O en la mía.

Se refería a que ambos, estando asentadas nuestras familias en esta tierra, éramos voraces recolectores de restos culturales de antes de la gran catástrofe climática. La mayoría de los don vinculaba su valor social a su pasado. Y éste estaba indefectiblemente ligado a la cultura. No era raro, pues, que todo don que se preciase acumulara en su casa o comercio miles de discos, decenas de cuadros y centenares de libros, fotografías y otros objetos que atestiguasen su conocimiento de un pasado común que ya no era más que una entelequia.

–El disco estaba nuevecito –comentó Makama mientras me traía un café y un plato de alubias con huevos fritos espolvoreados de pimienta y curri–. Y resulta que la tía que canta no era mora sino de Bruselas –dijo estallando en una gran carcajada.

Comí y me bebí el café en silencio, acunado por la sombra, el ventilador y la voz de la tal Atlas. Admirando las fotos de familia antiguas que Makama tenía en las paredes. Auténticas fotos de Ghana. Del tiempo de sus abuelos. Envidiaba, más que nada en el mundo, aquel sol que inundaba las imágenes familiares de altos hombres y culonas mujeres negras expuestas a la libertad de unas calles sin valvas, sin sombras eternas ni limitadas por un cielo tóxico. Envidiaba la sensación de poder sentir el calor de la mañana o el atardecer sin pánico ni prevenciones.

Cuando terminé, avisé a Makama. Él iba, como yo, con su chilaba y las gafas de sol incluso dentro del bar y bajo el gran toldo verde. Se acercó, cogió una silla y se sentó a la mesa conmigo.

–Dime, bro.
–Tengo un caso caliente entre las manos. Mucho dinero. Pero también mucho lío –le comenté en tono confidencial.
–Explícate.
–Ramallaes, el secretario del presidente, ha desaparecido. Quieren que le encuentre.
Makama me miró con una sonrisa enorme y blanca. Indiferente tras sus gafas de sol redondas y simpáticas.
–Pues que se joda si se ha perdido –soltó sin perder la sonrisa–. ¿A nosotros qué? No hacen nada por nosotros los putos urba.

Asentí, aunque sin sonreír. Yo sí vivía de ellos y sus líos.

–Además –prosiguió–, si se pierde un capullo de esos, los urba ponen a otro y ya está. Acuérdate cómo hace cinco años, en el accidente del magneto suburbano, murieron no sé cuántos urba.
–Mil –dije–; era hora punta. Y murieron dos concejales y el jefe de la PEM.
–¿Y qué pasó? –se preguntó Makama. Ya no sonreía–. ¡Nada! Los cambian y ya está. Su sistema no necesita de humanos. Está al servicio de los humanos, pero puede prescindir de ellos.
–Ya. Pero me pagan por encontrar a ese cabrito –repuse.
–¿Mucho? –preguntó con una mirada pícara.
–Mucho –admití.
–Y cuándo lo encuentres ¿qué harás? Yo le pegaría un tiro –opinó para sí sin mucho enfado. Simplemente porque ese era su punto de vista.
–Yo no puedo hacer eso. Tengo que devolverlo vivo a su urbanización –alegué.
–Si pagan, pues vale –dijo Makama–. ¿En qué puedo ayudarte?
–Por tu local pasa mucha gente. la hierba que cultivas en el invernadero de ahí atrás –señalé la pared del fondo del local, donde una puerta accedía a un solar derruido– es de las más preciadas de la ciudad. Tú sabrás por tus amigos si alguien a secuestrado a Ramallaes. Las noticias vuelan.
–Aquí a nadie le importa quién es ese tipo –adujo Makama–. Ni lo conocen. Podrían reconocerlo por las fotos que ven en el Times, pero no saben leer. Además, para ellos ese tipo es un urba más –razonó–. Pero si te pagan, preguntaré. ¿Cuánto te pagan?
–Mucho más de lo que vale esta plaza –dije.
–¿Cuánto? –insistió.
–Casi un millón –solté finalmente reduciendo considerablemente el importe.
Makama se quitó las gafas para mirarme fijamente con la boca abierta.
–¡Estos urba se han vuelto locos! –exclamó– Un kilo por un funcionario de mierda.
–Ten en cuenta que ese tipo es un secretario –intervine.
–¿Pero qué tiene ese tío para valer tanto, por muy secretario que sea? ¿El elixir de la juventud, una máquina que acabará con la hiperradiación?
–Puede que algo de eso –respondí con desgana–. Quién sabe –dije levantándome–. Lo que les preocupa no es exactamente el tipo en cuestión… Tú entérate de todo lo que puedas. Ya sabes que si resuelvo el caso tendrás un local nuevo y más amplio, bro.

Se río a mandíbula batiente. Me señaló y dijo:
–Tú lo resolverás, seguro. Y seremos millonarios. Y casaré a mi hija contigo.
–En todo caso yo seré millonario, bro. Y tú tendrás un local jolie, jolie. Chic –le aseguré con una media sonrisa y obviando el tema de su hija.
–Y otra cosa: ¿crees que debería contactar con Sánchez?
Makama se quedó pensativo mientras le reclamaban en otra mesa.
–Creo que tú, especialmente, no le caes muy bien, bro –dijo finalmente–. Eso hace que sea peligroso contactar con él.
–Luego mejor no me acerco a su entorno.
–No sé –insistió Makama mientras se entendía en francés con dos comerciantes árabes que estaban pidiendo su comida–. Antes podrías preguntar a tu amigo Hakim. Él trata con Sánchez.
–Pues ayer por la noche no estaba muy contento con él. Y casi me las cargo yo.
–Pero eso era porque Sánchez le tangó hace dos días con una partida de chicas. No creo que el negro tenga nada contra ti, sino contra los cabrones como Sánchez. Ese tipo cree que por ser don tiene derecho a aprovecharse de los inmis que hacen bussines with’em.
–En fin, bro –dije con prisas– ese Sánchez va a acabar jodiendo la convivencia con los inmis que tanto nos a costado construir. Contactaré con Hakim. Lo peor que puede pasar es que tenga que matarlo. O él a mí. Salud, mon frare.
–Salud, mon bro. ¡Un millón por un urba! ¡Madre mía! –iba diciendo Makama mientras se acercaba a los comerciantes hambrientos.

Salí del tugurio de Makama al asfixiante calor tras ponerme de nuevo las gafas. Me distraje mirando las mercancías que vendían en los puestos mientras pensaba en la desaparición de Ramallaes. La gente se agolpaba debajo de los toldos comprando la verduras frescas que los trabajadores de Mercamadrid habían traído antes del amanecer. También carne importada de categorías inferiores a la que comían los urba, pero proteína al fin y al cabo. Pescado congelado que se derretía hasta pudrirse… En otros puestos vendían repuestos de todo tipo y para toda la gama de electrodomésticos imaginables: válvulas, compresores, portalámparas, bombillas, tornillos, tuercas, teclados de ordenador de segunda mano, cables…

Más adelante, la zona de legumbres: lentejas, garbanzos, semilla de frijoles blancos, rojos, negros, maíz del Brasil, de México… También semillas de baobab, muy baratas y apreciadas. El baobab era de los pocos árboles capaces de resistir la hiperradiación. De sus frutos se obtenían excelentes bebidas refrescantes, muy parecidas a las limonadas, y la mayor parte de la cerveza que se consumía en el Distrito Financiero. El fruto era también un buen sustituto de la quinina. Y por lo tanto de la especulación farmacéutica en el mercado negro. Sobre todo cuando en la estación húmeda aparecían las epidemias de disentería.

Me detuve ante el puesto de un carnicero indio cuyo cartel rezaba: Delicatessen. Vendían pechuga de cernícalo de ala atrofiada, entrañas de tortuga de la gran ciénaga, filetes de cocodrilo y los inmejorables muslos de la avutarda de zarzal. Como conocía al tipo, conseguí que me fiara un par de muslos y media docena de topos de cloaca. A Moni Penny le gustaban mucho. El sabor era parecido al de las ratas. Le estimularía el apetito por la caza.

Salí del zoco en dirección a mi apartamento. Las calles estaban despejadas. La mayoría de mis convecinos estaban a esas horas durmiendo o trabajando. Otros andarían sisando o trapicheando con marihuana para sobrevivir.

Entré en casa sin problemas tras mostrar al lector de la puerta mi ultrapalm y poner después sobre la misma el dedo corazón de la mano izquierda. Moni Penny dormía en uno de los sofás. Me metí disparado en la ducha y estuve largo rato bajo el chorro de agua. Quitándome de encima el aletargamiento que me había producido el calor. Y tratando de reflexionar sobre el caso. Tenía razón Makama. ¿Por qué pagar quince millones por un funcionario, por muy eficiente que fuese? La respuesta fácil era: “Tenía los archivos”. Pero no me cuadraba que no existiera, en alguna parte, una copia de los mismos. Cualquier ordenador oficial, e imaginaba que todo ordenador conectado a la red, realizaba una copia automática de todo lo que se decía y ordenaba. De los gráficos que se construían. De los mensajes enviados… Y ésta iba directa a los conmutadores de censura, donde se registraba absolutamente todo. Puede que en el caso de altos funcionarios, y dada la confidencialidad de los archivos sobre mafias, no se hiciera copia. Para que no fuera interceptada por los informáticos a sueldo de éstas. Cabía esa posibilidad. En ese caso cobraba sentido la alarma de Romaguera y Santamans. Pero, por el mismo motivo ¿no era lo lógico efectuar una copia, o muchas, fuera de red?

Por otro lado, trataba de imaginar por qué las mafias tendrían interés en secuestrar a Ramallaes. ¿No era más fácil robarle? ¿O usar un interceptor de información sofisticado? Fuera del ámbito red, las ultrapalm eran mucho más susceptibles de penetración de virus degenerativos. Y las mafias tenían dinero de sobra para agenciarse el mejor interceptor del mercado, si es que tanto les iba en ello. Con que un tipo, con el interceptor en el bolsillo, se cruzase con Ramallaes, en menos de un minuto habría que decir adiós a los archivos. ¿Para qué arriesgarse a secuestrar un super urba que lleva una nutrida escolta?

Deduje que había un alto porcentaje de probabilidad de que Romaguera y Santamans me hubiera mentido respecto a los archivos. Ponderé la posibilidad de que el tema Ramallaes estuviera relacionado realmente con el tráfico de armas. O el desvío de éstas a las mafias. Sería lógico que Romaguera y Santamans no quisiera hablar de esto con un policía. Aunque fuese por cortesía. Pero bien pensado: ¿necesitaban más armas de las que ya tenían las mafias? Al contrario, no les importaba perderlas. Las armas servían para defenderse en el mundo inmi. Y quizás eran lo más barato de conseguir. Bastaba con ir a alguna zona de la ciudad, unas horas después de que hubiera habido una batalla entre bandas de recicladores, y recogerlas del suelo. O arrancarlas de las manos de los muertos. Desde luego era una empresa muy arriesgada, pero se podía conseguir un arsenal de excelentes láser por ese método. Todo el mundo lo sabía.

Las armas. ¡Bah! Los urba las compraban en otros estados y las repartían entre las bandas rivales. No les era ajeno que cuanta más división y violencia imperara entre los inmis, más difícil sería que pensaran en ellos y en el modo de desbancarlos de su cómoda vida. Aunque en realidad, las diversas revueltas que se habían producido a lo largo de los años demostraban que, por el momento, era imposible derribar a la sociedad urba. Ellos disponían de sus leales funcionarios don. Policías como yo que por un precio razonable recurríamos al arsenal estatal. Y desde determinados túneles accedíamos a la superficie de las calles del Distrito Financiero. Un metro cúbico de gas sarín, soltado a medio día bajo la cobertura de las valvas, se extendía rápidamente matándolo todo en menos de cinco minutos. Después, por la noche, bastaba con esperar a la apertura del triple filtro. Al día siguiente la atmósfera se mostraba limpia de revoltosos.

No había forma de expulsar a los urba mientras los don estuviésemos a su servicio. Y aún en el caso de que nos pusiésemos en su contra, nuestros amos tenían misiles sónicos, que a su paso reventaban todas las valvas. Nunca habían sido utilizados. Pero yo no dudaba, dada nuestra precaria defensa ante la hiperradiación, de que con un aparato tan sencillo les bastaría a los urba para acabar con nuestra sociedad. No había manera humana de vencerles. Era mejor estar con ellos.

Entonces, si tan invencibles eran, ¿por qué ese temor por los archivos de Ramallaes? ¿Era tan dramático perder un porcentaje del capital de un par de empresas? ¿Representaba algún peligro ese tipo desgarbado, miope y de pelo canoso que aparecía en todos los boletines junto al presidente?

Salí de la ducha ya despejado y aumenté en el termostato el frío ambiental. Descorrí un poco una de las cortinas y vi a dos inmis en la soledad de la calle. Un hombre y una mujer morenos. Vestidos pobremente, aunque no desnudos. Se arrullaban amorosamente en un portal. Decidí respetar su intimidad. No dudaba de que el callejón, a aquellas horas y con su hedor insoportable, era el mejor lugar para hacerlo sin que a uno le molestasen. Puse un disco de un tipo que se llamaba Bill Laswell. Era un compacto titulado Cuba Imaginaria. Interesante, aunque para mi gusto aquella música se acercaba demasiado a las remezclas que tanto relajaban a los urba. Lo más curioso resultaba que en el libreto del disco aparecían unas fotos de La Habana tal como era antes del gran desastre climático. Uno diría que aquellas tomas no correspondían al moderno estado actual de Cuba–Miami. Y menos a las imágenes y reportajes que se podían ver en la red de la modernísima ciudad de La Habana.

Uno más bien diría, al observar aquellas fotos de ruina, de grandes edificios vencidos por la herrumbre y el desprendimiento, de casas a medio caer abigarradas y olvidadas, que aquello eran imágenes familiares. Fotografías caseras. Cercanas. Tomadas el día anterior en nuestro Distrito Financiero.

Mientras la música comenzaba a sonar, me calcé unos vaqueros no demasiado viejos, mis zapatillas deportivas de caucho y la camiseta a listas de la policía estatal barcelonesa. Ya vestido y despejado, me senté en el despacho y puse la ultrapalm frente a la pantalla para recibir datos, llamadas y mensajes. Tenía varios mensajes publicitarios y un boletín de noticias que no me interesaban lo más mínimo:

–Aumenta la calidad del bacalao de las granjas flotantes canadienses.
–El salmón criado en los torrentes de Nueva Guinea baja su precio un 5%.
–La nueva línea de pescadilla cortada y congelada en la flota japonesa del pacífico sur ahorrará un 13% de los costes de mantenimiento.
–La situación en Nigeria parece tranquilizarse con el nuevo presidente, que ha prometido no subir los peajes de captura y crianza de las especies de teleósteos. Por otro lado…

Pedí un desarrollo de la noticia:
Por otro lado, según anunció ayer el mando aliado oficialista, los insurgentes revolucionarios, capitaneados por la Junta de Comandantes, han cedido terreno en el este y sur del país, atrincherándose en las cercanías del delta del Níger. Se están desarrollando duros combates en esta zona para expulsar a los rebeldes. Altos oficiales nigerianos opinan que en pocas semanas la guerra habrá terminado.

Imaginé que aquella noticia haría subir las acciones de todas las empresas de importación, congelación y logística de materias primas. Continué escuchando:
–UC Internacional presentará la semana que viene el estado de las investigaciones sobre un nuevo sistema de microcongelado de fibras sensibles. Con él, en un futuro próximo, será posible seleccionar las partes de los alimentos a congelar con el fin de reducir la merma de calidad en los productos. “Este sistema nos permitirá algún día centrarnos en aquellos tejidos más susceptibles a la descomposición y respetar el resto de la pieza, que se mantendrá en refrigeración simple”, ha asegurado el presidente de UC Internacional.
–Se abren tres nuevas granjas de Doradas en Mauritania con capacidad para procesar un millón de piezas diarias. En el capital mixto del proyecto participan empresas y entidades financieras de Madrid, Barcelona, París y Marsella.
–Las ciudades de Norteamérica sufren escasez de alimentos.

De nuevo pedí desarrollo:
En Norteamérica más vale ser campesino que obrero en una fábrica. Las reformas económicas emprendidas por Donald Runsfeld III en julio del año pasado han conducido a muchas industrias, que funcionan al ralentí, a la imposibilidad de pagar la totalidad de los salarios. Una caída de ingresos de hasta el 70% en muchas familias y el fuerte incremento que han experimentado los precios de los alimentos han causado un deterioro severo en las condiciones de vida de muchos norteamericanos que habitan ciudades como Nueva York, Chicago o Los Angeles. Estos se han visto obligados a invertir el 90% de lo que ganan en alimentos. “Y esta comida ni siquiera es adecuada, no incluye carne ni pescado; muy pocas proteínas, principalmente cereales y vegetales”, explica el ministro cubano de Asuntos Norteamericanos, Jaime Robaina.
Según Robaina, las autoridades de Washington “se han olvidado por completo de los fundamentos de la economía de mercado, centrando sus esperanzas en superar la crisis a base de fe fanática y la movilización popular que ésta debería haber producido”. “Una vez más, nos veremos obligados a proveer a nuestros vecinos de ayuda humanitaria y a superar unas cuotas de inmigración ilegal ya de por sí insoportables para Cuba–Miami”, concluyó Robaina.

No presté más atención a las noticias, aunque me quedaba todavía el doble por revisar. Me aburrían enormemente, incluso sentía asco físico cada vez que tenía que oír sus contenidos.

Seguidamente abrí un boletín con catálogos de productos varios, la mayoría lejos del alcance de mi bolsillo. Las imágenes se sucedían en la pantalla mientras una voz iba recitando sucintas frases publicitarias:
–Alimentos de Brasil; sin comparación. La mejor fruta del planeta al mejor precio. Encargue ya sus mangos, sus papayas, sus plátanos… No lo dude y mañana mismo los tendrá en su casa.
–Nueva línea de otoño; prepárese para la estación que viene. Los mejores trajes para el mejor ejecutivo. Lana de Argentina, de ovejas auténticas.
–Carne con calidad garantizada; terneras del Congo especialmente criadas para satisfacer su paladar.
–Cambie sus muebles para la próxima estación. En este catálogo podrá adquirir la colección más confortable: camas, sofás, divanes, mesas, sillas, estanterías… Todos realizados con las mejores maderas de la selva tropical y con la ergonomía garantizada para que usted los goce al máximo. No se lo piense dos veces; un nuevo mobiliario para un nuevo otoño.
–¡Viva el clasicismo! Ahora la moda son los cálidos y entrañables cuadros de Tiziano. Imágenes de otras épocas que le harán soñar. Realizados con las técnicas de plasma más innovadoras. ¡Bájeselos ya!
–Remezcle a su gusto. Usted nos dice sus temas favoritos y nosotros los remezclamos todos en una pieza única y memorable que no querrá que deje de sonar en su hilo musical.

Finalmente tenía un mensaje visual de Romaguera y Santamans:
–Buenos días, señor detective. ¿Ya ha ido usted al zoco a desayunar? Qué exótico –llevaba puesto un traje gris marengo, una camisa verde clorofila, una corbata azul celeste y unas coquetas lentes redondas de montura rosa: todo un dandy–. No me diga que ustedes los don no viven una vida interesante en comparación con la nuestra.
–Hijo de puta –murmuré mientras él se reía de mí en la pantalla.
–Espero que ya esté usted despejado; seguro que ayer tuvo juerguecita en el barrio… Pero vayamos al grano, si queremos salir ganando todos. ¿Quién sabe? En mi urbanización han dejado un apartamento libre. Tendría que ver qué espacios y qué comodidades. Y en la urbanización tenemos una magnífica sauna. Entre usted y yo: con magníficas chicas.

Romaguera y Santamans se río sardónicamente.
–Ya ve, amigo mío –prosiguió–: ¡Qué vida! Y usted también podrá disfrutarla si las cosas salen bien. Haré que le reserven el apartamento por si acaso. En fin, sólo quería darle la dirección de la mujer de Ramallaes, por si quería hablar con ella. Aunque imagino que ya habrá pensado en ello. De todos modos no está de más que le facilite un poco el trabajo. Se llama María del Mar Flores, y vive en el Distrito de La Granja, urbanización Toreau III, edifico ocho, planta primera. Pórtese bien cuando vaya allí, Ibárruri, que son gente fina –bromeó–. En fin… La cosa no está para ironías –se corrigió–. Ya sabe: seis días, contando hoy, para encontrarlo. No me falle, detective, y será debidamente recompensado. No tendrá que hacer más de policía al servicio de los urba. Usted será uno de nosotros y otros le servirán a usted mientras ocupa un amplio despacho en una alta planta de una de las mejores empresas del Estado. Yo me encargaré de que su vida sea regalada si no me falla. Ahora tengo que dejarle. Un saludo afectuoso, amigo mío.

La pantalla se apagó. Cambié el disco y puse un viejo vinilo que había adquirido la semana anterior en el rastro de Lavapiés, que se celebraba los domingos. Ese día los vecinos vendían sus objetos caseros por dinero. O los cambiaban por otros más nuevos o que reclamaban su interés. Generalmente se solía vender lo que se había recogido durante la semana por los pisos de los barrios abandonados del Distrito Financiero. Aquella gente de Lavapiés, mayoritariamente don pobres que trabajaban en Mercamadrid y norteamericanos, eran la casta más miserable. Cuando no estaban descargando, se dirigían a la Castellana, a Colón o a la peligrosa zona de las casas del Viso para recoger cualquier cosa que encontrasen. El disco se lo compré a un viejo especialista en música antigua, un anciano norteamericano llamado Yehuda Berkowitz.

Se trataba del Trio en B Mayor de Brahms. Temí que el disco estuviese rayado y, todavía más, que se pareciese demasiado a la remezcla de violines urba. Afortunadamente la composición tenía pies y cabeza. Y una melodía maravillosa que no había oído antes. Me congratulé de haber dado con aquella pieza que completaba mis conocimientos sobre el viejo Brahms. Un compositor del estado de Hamburgo que murió en el Parque Temático de Ruinas de Viena.

Activé en la ultrapalm la clave que el día anterior me había adjuntado Romaguera y Santamans. Accedí oralmente al Registro de Vidas. Busqué al doctor Ramallaes y una voz me preguntó si quería un fotoreportaje, un documental o un informe escrito. Opté por el informe escrito. Apareció en la pantalla un extenso documento sobre la vida del doctor. Había nacido en Lisboa en 2005, pero su familia se trasladó ese mismo año a Madrid. Había estudiado en la selecta Universidad Estatal a Distancia, graduándose en 2028 como ingeniero informático. Más tarde obtuvo el doctorado con un trabajo titulado Procesos de Trasformación de la Cultura Dactilar. En ese año entró en las Juventudes Socialistas por un Estado Liberal (JSEL), incluidas en la Federación de Movimientos de Privatización de los Estados (FMPE). En 2032 los social liberales se hacen con el poder y el joven Ramallaes es destinado como embajador a Barcelona, donde pasa cuatro años.

A su regreso, trabajó durante diez años como director general de Tecnocultura, empresa encargada del desarrollo de la red digital primaria, que regulaba el funcionamiento de la maquinaria urba en los años treinta. Posteriormente abandonaría el cargo para ingresar en Logisfood, una importadora de alimentos de Nigeria. Viajó allí, como directivo de esta empresa, donde estuvo residiendo por un periodo de dos años.

En 2050 regresó a la empresa pública para integrarse al grupo de ingenieros que desarrollaron lo que se conoció como Proyecto Tarántula: el núcleo duro del entramado tecnológico que regía la sociedad urba, el cerebro que lo gobernaba todo.

En 2056 pasa a ocuparse de la campaña electoral del actual presidente del Estado, Wilfredo Rosales. A partir de entonces fue su consejero áulico y su secretario personal. Éste sería elegido en 2060 por primera vez y hasta 2066. Hacía cuatro años que Rosales había renovado su mandato.

El doctor Ramallaes conocía la escritura dactilar e incluso la caligráfica, por lo que se le consideraba un erudito. Además, no había perdido a lo largo de los años el hábito de leer.

Estaba casado con María del Mar Flores García, una ingeniera experta en domótica y ejecutiva de una empresa de animales de compañía. Domos, claro. No como Moni Penny.

El resto era bla, bla, bla. Todo eso lo habría podido encontrar yo sin necesidad de la clave de Romaguera y Santamans. Se lo hice saber oralmente al ordenador. Desde la página del registro se me permitió el acceso a los datos privados del doctor:

Era homosexual tapado, aunque últimamente se dejaba ver públicamente en los Serrallos de inmis efebos. Se interesaba por el pasado. Leía libros de historia, pero se abstenía de hacer comentarios intelectuales, considerados de mal gusto.

Nada más. Ahí acaba la lista de vicios inconfesables del doctor Ramallaes. Al menos de vicios que se pudieran confesar en el primer nivel del registro. No me era ajeno que había otros niveles a los cuales no se me había autorizado a entrar, pero tampoco creí que el doctor fuera lo que vulgarmente se dice un pieza. Ahora la prioridad era salir de casa y pasarme por el departamento si quería conseguir el equipamiento adecuado para patearme las calles del Distrito Financiero.

Consideré que no estaría de más acercarme a la sierra y visitar a la mujer de Ramallaes, por lo que antes de salir me vestí correctamente: traje púrpura, camisa amarilla y corbata rojo ciruela.

Una vez en las oficinas de la PEM, observé con hastío el bullicio de mis compañeros de siempre. Todos frente a sus ordenadores, conectados a los intravoces de sus ultrapalm y gestionando sus casos. Recorrí el largo pasillo y entré en mi despacho. Me senté, indiqué al mueble bar que se acercara y sus ruedas se accionaron para traerlo hacia mí. Lo abrí y tomé una botella de ron doce años que guardaba para los momentos de reflexión. Le di un pequeño trago y devolví la botella a su lugar. Me recosté en la silla y ordené un masaje ligero. Después llamé a García. Se presentó en poco menos de un minuto.

–Si tarda más, sargento, me puede encontrar muerto.
–Ya sé lo que quieres, Ibárruri –me respondió lacónico–. Esta mañana ha llegado una orden de aprovisionamiento para ti. ¿En qué andas metido que hasta los jefazos te hacen el trabajo burocrático?
–En lo que a usted no le importa –dije levantándome de la silla–. ¿Vamos allá?
–De acuerdo –cedió con gesto malhumorado.

Bajamos a la planta menos diez, donde estaban los arsenales estatales de la PEM. En realidad descendía uno hasta la planta menos doce, pues la altura de las naves era superior a doce metros. Su superficie excedía en cinco veces la de nuestro edificio. Allí, una cinta transportadora nos llevaba al sargento y a mí a través de los diferentes compartimentos.

–¿Qué vas a necesitar? –me preguntó García, mientras sostenía una tabla electrónica en su mano.
–No sé –dudé–. Tal vez una láser corta para empezar. Una de esas direccionales que apenas ocupan y que pueden tanto matar como dejar inconsciente.
–¿Con presión por impulso cerebral?
–Sí, claro. No creo que me dé tiempo a pensar si tengo que usarla.
–¿La ASL–430? –me preguntó García mientras me mostraba una imagen del juguetito en la pantalla de la tabla. Se trataba de un pequeño tubo recubierto de caucho azul cobalto, de unos veinte centímetros de largo y con una lente en cada extremo. Debajo de la imagen tridimensional aparecían los datos de potencia, calibre, velocidad de ejecución de orden, peso y manejabilidad del arma.
–Por ejemplo ésta –dije–. Sí.
–Tiene la potencia de un fusil de asalto –opinó García–. No es cosa de broma. Con esto puedes fundir un magnetomóvil.
–Bueno, tal vez necesite fundir un magnetomóvil –argumenté.
–Bien, como quieras –concedió el sargento–: un Arma de Sometimiento Ligera Modelo 430. ¿Qué más?
–Veamos la nave de desplazadores de superficie.

García desvió la cinta hacia la nave y al poco nos encontramos entre magnetomóviles de propulsión nuclear, ciclomóviles de baja y alta intensidad, carros de disuasión con mangueras para la dispersión de gas y torreones para instalar fusiles láser…

–Creo que me bastará con un ciclomóvil nuclear de alta intensidad. Uno que pueda alcanzar los trescientos por hora –dije.
–Eso gasta más que una feria tecnológica –se quejó García.
–No sea quejoso, Sargento. A usted le da lo mismo lo que gaste un trasto de éstos. Hágame caso. Deme lo que le pida y no se preocupe de lo que cueste. Ya sabe que las órdenes vienen de arriba.
–¿Pero en qué diablos te han metido? –insistió.
–En nada bonito, sargento. Consígame un ciclomóvil potente y haga que lo dejen mañana por la mañana en la compuerta 560–O 430–C. Yo lo subiré con el montacargas.
–Ya verás cómo te lo roban. O te dejarás la compuerta abierta y se colarán los putos inmis.
–Ni me robarán ni se colará nadie –respondí a las nuevas quejas del Sargento–. Los inmis les tienen pánico a esas compuertas. No se olvidan de que por allí sale el gas sarín. Pero en el caso de que alguno quiera colarse, usted sabe tan bien como yo que no conseguiría más que morirse de hambre en el laberinto de túneles. Y eso en el mejor de los casos. Si no se lo comen antes las ratas.
–De acuerdo –dijo García concediéndome una forzada sonrisa–. Y además necesitarás un casco con refrigeración y tubo para absorber la gelatina megahidratadora de los depósitos. Y un traje opaco. Y unas botas con suelas antiácido. ¿Algo más? –el sargento enumeraba mis necesidades y su voz era inmediatamente recogida por la tabla, que las registraba.
–Sí –asentí–: un juego de Amplificadores de Ondas Cerebrales. No sé, que sean tres o cuatro. Y no olvide transferirme el software de detección de las ondas. El mapa de superficie no es necesario. Mi ultrapalm ya lo lleva incorporado.
–Bien, hijo –dijo el sargento–. Mañana podrás recogerlo todo en la ubicación que has indicado. Y no olvides cerrar las compuertas luego.

Subimos de nuevo al departamento y yo evité entrar otra vez en mi despacho. Antes de que comenzara a caer el sol, quería visitar a la señora Ramallaes. O a la doctora Flores. Según ella prefiriese que la llamaran.

Una vez en la planta adecuada, la cinta transportadora me condujo al andén del TMM de la sierra. Esperé unos segundos a que pasara el directo a La Granja. Entré y me senté. Detrás mío entró un urba más bien bajo y elegantemente trajeado. Enseñó su tarjeta de pagos electrónicos y desde los intravoces se nos anunció a todos los que estábamos en el vagón:

Señor@s: el señor Sevilla se ha perdido hoy, por un fallo en una cinta, en una zona muy peligrosa. Pero ha logrado salir indemne. La Entidad de Transportes quiere felicitarle por su fortuna –todo el vagón aplaudió– y pedirle disculpas por nuestro error. Sabe que puede proceder a denunciarnos si lo desea. Pero tanto si lo hace como si no, esta entidad ha decidido resarcirle concediéndole crédito vitalicio para viajar en nuestros trenes. A partir de hoy nuestro servicio es gratuito para usted, señor Sevilla.

La gente aplaudió de nuevo. Le felicitaron y le cedieron el mejor sitio. En la ventana de cabecera. Donde mejor de apreciaba la velocidad. El tren arrancó.

En apenas diez minutos estaba descendiendo del TMM en la estación de La Granja. Se trataba de una sofisticada sala que tenía por techo una enorme bóveda de plasma. En ella se sucedían continuamente imágenes publicitarias, cuyo mensaje se podía sintonizar a través de los intravoces. Una hermosa luz lechosa bañaba el recinto, mientras sonaba de fondo la remezcla de violines relajantes. Había por todas partes frondosas plantas, cuyas raíces estaban inmersas en cultivos hidropónicos, procedentes de los más exóticos lugares. Como durante algunos años había trabajado en la sección de control de productos de una empresa de exportación vegetal, conocía muchas de aquellas lechugas. Una liana que colgaba del techo con anchas hojas verdes y blancas, en forma de corazón, era la referencia XK4500. Otra era la palma tropical MZ345. Había también flores de orquídea JC4356. Era una flor muy espectacular, que había sido convenientemente mejorada en los laboratorios para que desprendiese una fragancia que estimulaba la serotonina. Bastaba con olerla para que uno se sintiera especialmente eufórico. Era una planta un poco polémica, pues algunos jóvenes urba la usaban en sus fiestas como droga y se habían dado casos de intoxicación.

Una cinta me llevó hasta la urbanización en que vivía la doctora Flores. En un minuto me encontré frente al ascensor que ascendía a Toreau III. Me introduje en el elevador junto con algunos urba, a los que saludé educadamente, y uno de ellos dijo:
–Superficie.

El ascensor se cerró y ascendió. Una vez en la superficie, se abrieron las puertas y salimos a un inmenso patio de luces cubierto por una cúpula de triple filtro. Una auténtica selva tropical, con una gran piscina en el centro, se extendía ante mi vista. Una selva domesticada con cotorras y aves del paraíso que graznaban de vez en cuando. Una de ellas estaba postrada sobre uno de los caminos que llevaban a los ascensores de los distintos bloques. Me acerqué al animal y lo alcé. El ave parecía muerta y descoyuntada. Un urba –un hombre atlético de pelo rubio y tez morena, que vestía traje naranja y jersey blanco de cuello alto–, se acercó, me la arrebató con suavidad de las manos y dijo:

–Déjeme a mí, señor.
Manipuló hábilmente el animal. De repente éste soltó un graznido, agitó las alas, y volvió a descoyuntarse.
–¿Estropeada? –pregunté.
–No –respondió–. Yo diría que falta de batería. La subiré a casa y la meteré en el montacargas de reparaciones.
–Seguro que mañana ya está como nueva –dije.
–Seguro –aseveró el hombre atlético con entusiasmo–. Estos nuevos domos son increíblemente eficaces.
–Oiga –dijo poniéndome la mano en el hombro–: usted no es de aquí. ¿Verdad? Tiene pinta de don.
–Acertó usted –reconocí–. Agente de la PEM.
–Caramba –exclamó–. ¿Ha sucedido algo grave?
–Nada que no tenga arreglo –dije–. Esté tranquilo –el tipo me sonrió.
–¿Es cierto que ustedes viven en la superficie? –preguntó con una extraña excitación.
–Bueno, se podría decir que sí. Ni más ni menos –le respondí.
–¿Cómo es el exterior? –quiso saber todavía más agitado. Incluso con un punto de desesperación.
–No sé… No me fijo mucho. No se puede uno exponer cuando hay sol.
–Claro. Hay que protegerse –concluyó el urba un tanto decepcionado.
–Pero huele especial –dije sin querer.
–¿Cómo? –soltó él bruscamente.
–No… Nada –sonreí–. Una tontería.

Me despedí del urba educadamente y tomé la dirección del bloque donde vivía la doctora Flores. Estaba a unos treinta metros. Al llegar me detuve frente a un elegante y confortable ascensor transparente que se abrió automáticamente. El piso era el primero. A pesar de haber unas escaleras alternativas al ascensor, monté en éste. Mientras lo hacía pensé que no me extrañaba que los urba se pasaran su tiempo libre en el gimnasio. Su nivel de comodidades era atrofiante.

Salí del ascensor por una de las cinco puertas que tenía. La mayor era la frontal, por la que entraba todo el mundo. Las otras cuatro correspondían a los cuatro apartamentos de las diferentes plantas. Los que más se buscaban, según había leído en los boletines, eran los de las plantas bajas. Eran los que estaban más lejos de las radiaciones solares. En los superiores, a pesar de que las condiciones ambientales y de luminosidad eran perfectas, el nivel de radiaciones ultravioleta era ligeramente más elevado. Estaba comprobado científicamente, decían. Eran los pisos más baratos y costaban alrededor de cinco millones de euros.

Accedí directamente a la casa desde el ascensor. Tras mostrar mi ultrapalm al ciberagente de la entrada, éste se desactivó y pasé a un amplio recibidor. Una voz me ordenó que dejara la ultrapalm sobre una de las baldosas deslizantes. Así procedí. La baldosa se desplazó por el recibidor hasta los pies de un enorme tipo rubio y de ojos azules, vestido con un ajustado buzo de licra lila, que la recogió. El tipo la registró con su lector portátil. Seguidamente, tras devolvérmela, me invitó a seguirle. Entramos en una enorme estancia de un color crema muy suave, casi vacía. Un domo me pidió la chaqueta y me dijo que la recogería y la pondría en el armario. Le dije que no quería desprenderme de ella y el robot se disculpó por su torpeza.

El mayordomo, o lo que fuese, se presentó:
–Me llamo Ken –dijo con acento norteamericano–. Soy el asistente de los señores Ramallaes. Si tiene a bien esperar, la doctora Flores le atenderá inmediatamente. ¿Por qué no se relaja y se toma una copa mientras tanto? O prefiere un ansiolítico. Esta temporada los de sabor a cereza están deliciosos.
–Me tumbé en un moderno diván de aire denso. Ken dio la orden de masaje. Las válvulas comenzaron a girar sobre sí mismas a la vez que vibraban. El piso era del mismo color que las paredes. La luz que entraba por los enormes ventanales daba casi la misma tonalidad. Todo ello estaba pensado para incrementar la sensación de relajamiento y sosiego.
–Gin tonic –pedí. Al poco apareció una mesa camilla autodirigida que contenía la bebida en el punto de “poco cargado” –pues así lo había programado Ken– y una caja de ansiolíticos.
–Plantas, todas –ordenó el asistente.
Al momento comenzaron a situarse las diferentes macetas, deslizándose sobre el piso, en las esquinas de la estancia.

Saqué una píldora de la caja y me la llevé a la boca. La acompañé con un fuerte trago de ginebra. Después apoyé la nuca en el diván de masajes y dejé que el ansiolítico mezclado con alcohol hiciera su efecto. Cerré los ojos y me dormí durante unos instantes. Ya descansado, me levanté. Al hacerlo, el diván dejó de vibrar. Anduve, ante la ausencia de Ken, por la estancia admirándolo todo. Me acerqué a las grandes ventanas y vi el exterior. Las montañas peladas y escarpadas, con algunos baobab aislados y alguna que otra palmera. En la sierra, el clima era subtropical árido, por lo que la vegetación no se desarrollaba con facilidad. De todos modos, la lluvia era sensiblemente más limpia.

De repente se encendió la pantalla que cubría una de las paredes. La activó con la voz Ken, que pronunció la palabra “Guinea”. En el plasma de la enorme superficie aparecieron imágenes de un hermoso sendero plagado de cocoteros. Y hermosas mujeres negras danzando. La imagen era tan real que casi podía sentirme dentro de la escena. Pero sólo casi. Seguía estando en esa casa. A una temperatura ideal y una luminosidad inmejorable. Apartado del brutal sol que aparecía en la pantalla y lo cubría todo de un potente brillo. Sentí un ahogo de desesperación e impotencia. Me acerqué a la pantalla y toqué a las negras en tamaño real. Y la lejana bola de fuego… Inútil. Sólo era el tacto de la fina capa de cristal.

Ken regresó a la sala. Sonriente. Con un extraño casco de caucho en las manos.
–Veo que le impresiona la pantalla –dijo en tono displicente–. Es natural. Tenga en cuenta que ustedes no se exponen nunca al exterior. Es el Síndrome del hemisferio norte. Donde yo nací, el tipo de vida que tienen ustedes sería una bendición.
–¿Americano? –pregunté.
Ken sonrió de nuevo. Con una mueca triste, respondió:
–De Nueva York. Al norte. Una ciudad horrible. Todos escapan del hambre allí.
–Sí. Eso he oído –comenté–. ¿Siguen mandando los cristianistas?
–Ayer seguían –soltó–. Y me temo que tienen para rato.

Ken había mudado su rostro hacia una mueca de tristeza. Se quedó unos instantes pensativo. Pronto se recuperó y dijo:
–En fin. Lo que importa es que ahora estamos aquí. La doctora no tardará. Mientras, si lo desea, puede distraerse con esta matriz de Malabo. Es un reportaje muy interesante sobre la ciudad.

Ken me acercó el casco. Me tumbé de nuevo en el diván y me lo coloqué de modo que una especie de pequeñas bombillas rojas quedaron rozando mi frente.

Entré de pleno en un mundo de sensaciones placenteras. Comencé a notar aquel sol que tenía en frente y que me quemaba los hombros. Caminé por las aceras de la ciudad africana observando a los lados la frondosa vegetación que se desbordaba entre los pequeños, pero coquetos, chalés blancos. Saludé a un par de hombres negros, ataviados con panamás y vestidos con impecables trajes de lino, que se mecían en el columpio de un porche fumando grandes puros. Ellos me respondieron invitándome a que acudiera a refugiarme del sol y aceptara un cigarro. Dije que no, aunque agradecí la propuesta y seguí andando por aquella calle de Malabo. Sintiendo el sofoco de la humedad y el calor. A cierta distancia observé cómo una figura esbelta y oscura, envuelta en un vestido rojo, se me acercaba exhibiendo una sonrisa blanquísima. Era una negra bellísima. De generoso pecho y marcadas curvas. Me saludaba con la mano… Todo indicaba, por la sugestión de los movimientos y el contoneo, que aquella mujer quería tener una relación conmigo. ¿Dónde lo haríamos? ¿Entre los bananos del arcén? ¿Iríamos a alguna huerta?

De repente noté una presión en el hombro y volví a la realidad. Al salir de aquel estado matricial, mi cabeza pegó tal sacudida que mandé el casco al suelo.

–No se asuste –dijo Ken–. La salida de las matrices interiorizadas es, al principio, un poco violenta.
–Es increíble –solté algo aturdido.
–Debería probar los campos matriciales que hay en el parque del Alto Manzanares –me aconsejó–. Por cierto, la señora ya está aquí.
–¿Todo bien? –me preguntó una elegante y bien formada mujer sentada frente a mí en un sillón, de unos cincuenta años, ataviada con una chaqueta negra y una falda verde oliva. El pelo, castaño, recogido en un moño.
–Para siempre –respondí retrepando en el diván y quedando educadamente sentado.
–Señora Ramallaes o doctora Flores, como prefiera –añadí con toda la cortesía de la que fui capaz.
–Tráteme de doctora, por favor. Sólo soy la señora Ramallaes en público. Usted dirá.

La doctora parecía contradictoriamente serena, si se tenía en cuenta que su marido estaba desaparecido. Me quedé mirándola fijamente, observando cómo analizaba mi atuendo. Yo era consciente de que el púrpura no se llevaba aquella temporada entre los urba.

–Usted dirá –repitió ante mi dilación.
–Bien –comencé–. Supongo que no le es ajeno por qué estoy aquí. Su marido ha desaparecido y me han encargado su búsqueda. No tengo muchos datos de lo que le puede haber acontecido. En realidad no tengo por dónde empezar. Así que no se me ha ocurrido otra cosa que visitarla. Para que usted me perfilara, de un modo más o menos real, el carácter del doctor. Tal vez así encontremos una pista que nos ayude…
–¿No ha entrado usted en Vidas Privadas? –me cortó. Su interpelación me cohibió un poco y tardé en responderle.
–Si se refiere a las intimidades del doctor –dije finalmente–, efectivamente, las sé. Ahora bien, no veo que ellas me sirvan de mucho.
–Hay cosas de mi marido que chocaban directamente con mis intereses –soltó.
–Se refiere usted… Oh, puedo hablar –señalé a Ken. Éste sonrió.
–Por supuesto. Ken es como un hijo para mí –dijo la doctora mientras dirigía al fornido asistente una mirada cómplice.
–Ya… O sea que se refiere a la homosexualidad de su marido –concluí–. ¿Tan importante es?
–Digamos que en su día me afectó en lo privado.
–Pero lo ha superado –insinué.
–En lo privado sí –lanzó un fugaz destello a Ken–. Pero en lo público no me gustaría que se supiera. Señor…
–Ibárruri.
–Señor Ibárruri: en el mundo en que usted vive, ahí arriba, ¿la homosexualidad es un tabú?

Me quedé pensativo.

–No –respondí encogiéndome de hombros–. O no sé. Para mí no lo es. Y creo que para la mayoría de la gente tampoco. Al menos aparentemente. Hay otras prioridades mucho más importantes ahí arriba que las inclinaciones de cada uno.
–Ya –intervino la doctora Flores–. Es un mundo mucho más brutal,
–Exacto –aseveré–. Un mundo brutal donde todo cabe. En cierto modo, la tolerancia es una necesidad de la supervivencia. Todo el mundo tiene algo de valor, algo que nos puede servir en un momento dado. Eso hace que a cada uno se lo valore en función de sus virtudes, no de sus… ¿Rarezas?
–Sí, rarezas –intervino la doctora–. Aquí es una rareza la homosexualidad. Sorprendente, ¿no? Si supiera usted la cantidad de homosexuales que existen en nuestra sociedad… Hombres y mujeres, no crea. En el fondo es algo aceptado, puesto que existen saunas y serrallos. Pero siempre de un modo subrepticio, tapado.
–Una gran hipocresía –opiné.
–Puede –admitió ella–. O puede que no. Éste, no le debe de ser ajeno, es un mundo muy pequeño. Cómodo, sí, pero algo claustrofóbico. Y lo peor es que tenemos que llevarnos todos bien. Nos conocemos, la tecnología lo facilita. Ya sabe que nuestras premisas son: confort, tiempo y buena convivencia. La disparidad de caracteres no es un factor que facilite la convivencia. Aquí se tiende a la uniformidad de la mayoría. Y la mayoría es heterosexual.
–Bueno –repuse–. Creo que su marido eso siempre lo supo llevar bien. No en vano llegó donde llegó.
–Mi marido era, o tal vez debería decir es, un hombre de gran valía. Su único problema no era ser homosexual. También era lúcido. Y había muchos aspectos de nuestra sociedad que él desechaba con razonamientos bien fundados.
–Ya… ¿Cree que eso pudo tener que ver con su desaparición? ¿Me refiero a una purga o algo así? –aventuré.
–Oh, no –dijo la doctora con una sonrisa displicente–. Usted no conoce a fondo el sistema, querido señor. Estamos todos asimilados y bien asimilados. Mi marido era casi más valorado como crítico que por su ejercicio del poder. Cuando digo que ser lúcido constituye un problema, no me refiero a que lo sea para los demás. Sino para él mismo. Para su salud psíquica.
–¿Me habla de un suicidio?
–Quizás –insinuó–. O quizá no. El caso es que algo le pasó a mi marido. Y no fue accidental.
–¿Por qué cree que quieren que lo busque con tanta premura? ¿Qué opina del tema de…? Bueno… No sé si.
–¿Los archivos? –me preguntó mostrándome una sonrisa preñada de amarga ironía.
–Sí –admití–: ¿qué opina del asunto de los archivos?
–A mí marido le ha pasado algo. No sé si tiene que ver con archivos de Estado o con tejemanejes de Romaguera o lo que sea, pero…
–¿Tejemanejes de Romaguera? –la interrumpí–. ¿Cree?
Pensó la respuesta unos instantes, dilatándola quizá intencionadamente.
–No necesariamente. No quisiera despistarle, porque no creo que vayan por ahí los tiros. Pero no pensará que Romaguera es trigo limpio… –soltó.
–¿Y su marido? –me atreví a preguntar– ¿Lo era?
–Nadie lo es, señor Ibárruri. Y menos en el mundo de los urba.
–Tampoco en el de los inmis, señora Ramallaes –dije intencionadamente y ya cansado de sus enigmáticas respuestas–. No puedo perder más tiempo jugando al gato y al ratón con usted. Miré, le seré sincero: creo que a usted no le inquieta demasiado el paradero del doctor. Puede que me equivoque, porque no dudo de la admiración que le profesa. Pero sabe tan bien como yo que si ha salido fuera de la burbuja urba, dos semanas son demasiado tiempo para sobrevivir. Y más para alguien que no domina ese mundo. ¿O tal vez lo domina y yo no lo sé? –la doctora se mantuvo en silencio– Quizá estemos buscando a un fantasma. Pero si lo encuentro, aunque sea muerto, me pagan lo que no ganaré en el resto de mis días…
–Mi marido es un tipo sabio y ha estado en el exterior. No le menosprecie –intervino.
–Ya sé que su marido estuvo en el exterior. Lo que no sé es cómo regresó aquí.
–Yo tampoco, sinceramente –admitió–. El caso es que regresó y se casó conmigo.
–Cierto. Muy bonito señora. Me voy a largar si es que no tiene usted una pista en concreto sobre su marido. Algo que nos dé por dónde empezar –solté ya hastiado de tanta ambigüedad.

La doctora Flores me miró fijamente, clavando sus ojos de color miel en mi rostro. Como reprochándome algo. O tal vez insinuándolo o pidiendo ayuda desesperada. O invitándome a largarme.

–Hay algo que quisiera enseñarle –dijo–. Aunque sea por devoción a la memoria de mi marido, por el que usted cree que ya no me intereso. Acompáñeme.

Me levanté cansinamente, dispuesto a seguirla, aunque fuera sólo por respeto a la memoria de Ramallaes. Ken venía detrás cuando la doctora se volvió hacia él:
–Dear; you don’t have to follow us all the time –dijo.
Ken torció el gesto, inclinó la cabeza y se retiró al salón diciendo:
–Yes, lady.

La doctora me invitó a subirme a una baldosa deslizante, que nos llevó a través de un amplio pasillo hasta una sala oscura. Al entrar en ésta, las luces se encendieron.

–Es la colección privada de máquinas de escribir del doctor –dijo su mujer.

Habría unas doscientas o trescientas, dispuestas en gradas, como si la habitación fuera un teatro griego y las máquinas los espectadores. Un lujo para la vista de un don. Cada una poseía su genuino certificado de autenticidad, donde se indicaba el modelo, la procedencia, su estado de conservación… Una Olympia Allemagna Simplex S. Portátil del año 1938; una Remignton Portable con su caja maletín; una Royal Tipewriter, voluminosa, estrecha y alta como una joroba; una Underwood del año 1943, una Hermes, una Erika, una extraña Oliver… Observé que todos los certificados poseían un mismo membrete, que me era familiar: Yang Lee. Importación para coleccionistas.

Todo joyas de un pasado que daban fe de una cultura extinguida, de una manera de vivir basada en un ejercicio mental desaparecido. La escritura y la lectura, la proactividad del ser y la voluntad de miles de años de civilización se resumían en aquellos trastos bellos y obsoletos que en su día fueron considerados el máximo del progreso. Mucho ignoraban entonces sus creadores que con ellos se iniciaba la extinción, el fin del mundo para el que habían sido concebidos. Ni cincuenta años pasaron entre la más antigua de estas máquinas y el primer teclado de ordenador. En cincuenta años más la conjunción de letras, la palabra, carecería de valor alguno si no era como fonema estructurado. Como ruido sometido.

–Veo que le gustan –dijo la doctora en verme recorrer los estantes admirando aquellos aparatos tan inútiles como maravillosos.
–Soy un don –solté–. El tópico dice que nos gustan estas cosas.
–¿El tópico tiene razón? –preguntó.
–No –respondí–. Casi nunca. Pero en mi caso sí. Me gustan los chismes. Incluso creo que sabría usar una de estas. ¿Su marido sabía?
–Ya lo creo. Y muy bien. Y yo también sé usarlas. En esta casa somos intelectuales.
–Ah –solté no sin cierta ironía.
La doctora se puso frente a mí y bajó el tono de voz para hacerlo más confidencial.
–Señor Ibárruri, aquí las cosas no son lo que parecen. No está del todo mal, pero no es un mundo muy íntimo. Y para ciertas cosas las paredes tienen oídos –¿se refería a Ken?–. No crea que no me importa mi marido. El problema de nuestras diferencias conyugales no mitigaba nuestro mutuo amor, pero no me fío… De nadie. ¿Comprende?

Comprendía.

–Le he dado algunas pistas. Piense en ellas e interprételas como quiera. Siento no poder ser más explícita. Entre otras cosas porque, y le soy totalmente sincera, no sé en qué andaba metido mi marido. Pero sí sé que lo pasaba mal y algo lo turbaba. Había descubierto algo. O contactado con alguien. No sé… Algo que le quitó el sueño durante semanas y le sumió en una angustia febril. No sé cuántas han sido las noches que he pasado en vela, escuchándole gritar aquello de “las Trescientas Holandesas, las Trescientas Holandesas”. Una y otra vez.

–¿Las Trescientas Holandesas? –intervine intrigado. La doctora se turbó y suspiró.
–Sí. No sé qué demonios son. Y no he querido indagar. Creo que para eso usted es el mejor… O eso dice Romaguera –dudó unos instantes, se frotó las manos con nerviosismo y prosiguió–. Mire: no me fío ni de usted, pero quiero que trate de encontrar a mi marido. Y mientras lo busca yo podré seguir creyendo que está vivo. Espero haberle ayudado en algo. Es lo más que le puedo decir –comenzaron a brillarle los ojos. Tal vez de pena o de nerviosismo. Bajé la cabeza.
–Ahora debemos regresar –dijo–. Ya es de noche y a usted no le convendrá caminar por sus barrios a estas horas.

Regresamos en la baldosa deslizante. Ken nos esperaba en el salón con el gesto contrariado. La doctora le ordenó que me acompañara hasta la puerta.

–Puede llamarme siempre que quiera, el número de mi ultrapalm está en la guía –dijo la doctora despidiéndome.
–De acuerdo –asentí–; siempre que la necesite lo haré.
–Bien, detective… Por cierto, ¿sabe que usted y yo somos en cierto modo parientes? –soltó antes de desaparecer por el pasillo.
–¿Cómo? –me extrañé, pues no recordaba que ningún urba figurase entre mis antecesores.
–Iris, su ex mujer, está ahora casada con mi sobrino.
–Señora Ramallaes –solté con disgusto–, el día no ha estado mal, y quiero que acabe mejor todavía. No me lo amargue. De todos modos tomaré nota –añadí para no parecer tan brusco–. Dele recuerdos a Iris de mi parte.
–¡Oh! –exclamó–; disculpe. No recordaba que ustedes se toman esas cosas tan a pecho. Mil perdones.
–No se preocupe –dije tratando de nuevo de suavizar el incidente–. Y gracias por la copa y el ansiolítico.
Ken me llevó hasta la puerta.
–Oíga, muchacho: ¿cuál es exactamente su cometido aquí? –le pregunté llegando al ascensor.

El norteamericano me miró extrañado y sonrió enigmáticamente.

–Bueno –respondió–. Me ocupo de la casa y de la señora.
–Ya –solté–, pero la señora se pasa el día en la oficina, como todos los urba, y la casa la llevan los domos. Mire, no quiero parecer un envidioso, pero vive usted como un rey, si me permite la expresión.
–¿Como qué?
–Oh, perdone –me disculpé por utilizar un vocablo tan en desuso–. Vive como un urba. Y eso que el noventa y nueve por ciento de sus compatriotas, que son como usted inmis, viven en un barrio llamado Lavapiés. O peor: en la calle. Y no todos son tontos ni brutos, no crea. Escaparon, como usted, del hambre y el oscurantismo cristianista. Algunos son amigos míos, y los considero personas cultísimas. ¿Cómo se explica que haya tenido tanta suerte?
–¿Son ellos ingenieros informáticos? –soltó el norteamericano sonriendo triunfalmente– ¿Pueden arreglar un regulador de flujos, o el controlador de viscosidades de un triple filtro? ¿Conocen todos los programas que rigen los sistemas de esta casa? ¿Sabrían manejar un domo?
–De acuerdo –concedí–, me ha convencido. Así que usted también es de los que piensa que la tecnología nos acerca a Dios.
–Dios no existe en la Era Fukuyama, señor Ibárruri –dijo con cierto aire de superioridad.
–Se equivoca –repliqué–; Dios sí existe aquí dentro, entre sus amos, y es toda esta orgía de ondas por las que se pueden alejar de la realidad del mundo. Donde no está es en el infierno al que yo tengo que regresar. Debería visitarme, amigo, y le enseñaré cómo echamos de menos a Dios en mi barrio.

Le miré con crispación y él bajó la cabeza. No sabía por qué, pero me molestaba profundamente la actitud de aquel tipo.

–Venga y verá lo que es follar, y perdone la expresión, que no es muy urba, a cuantas mujeres quiera por un par de euros –proseguí–. Una moneda que es tan pequeña para ustedes que no pueden ni imaginarla. ¡A cuantas quiera! Venga un día a verme y tráigase una de esas botellas de ginebra. ¡Una! Podrá estar una semana follando gratis con las mejores tías del planeta. ¿Le hace el plan o prefiere seguir tirándose a la doctora? Porque me da la impresión de que a eso se dedica. Mire, a esa mujer como mucho le quedan veinte años de vida. Entonces ¿usted qué hará? Yo se lo diré: le echarán a la calle porque ya no valdrá para chapero. Será cuando nos veamos en Lavapiés. Y conocerá lo que es la falta de Dios.

Me miraba con rabia. Sentía que si yo no hubiera sido superior socialmente a él, si él no fuera un pobre inmi norteamericano, me hubiera vapuleado hasta matarme.

–Perdone mi brusquedad; –me excusé tratando de serenarme mientras me masajeaba pesadamente las sienes–. Últimamente no duermo bien y ando todo el día cabreado –mentí–. No hace falta que me acompañe más, gracias, conozco el camino.

Finalmente me decidí a bajar por las escaleras. Paseé un rato entre la selva tropical que los urba habían creado en su espacio comunitario. Me pareció tan extensa como la glorieta de Bilbao y, a su manera, muy íntima, pues estaba llena de senderos, placitas y rincones recogidos donde brotaban grandes y coloridas flores. Me senté en un banco y miré hacia el cielo de triple filtro, ya casi oscuro. Una especie de primate se me acercó y me miró fijamente. Lo tomé en mis manos y noté el mismo calor, las mismas palpitaciones que cuando alzaba a mi gato. Sin embargo, al estamparlo contra el tronco de una palmera, el mono no chilló ni se debatió entre temblores, como hacían las ratas gigantes que de pequeño cazaba en las calles con mis amigos. Sencillamente aquel domo se quedó tieso y sus ojos revelaron la ausencia de vida real. Mañana alguien lo resetearía y cambiaría las piezas rotas. Si es que había alguna.

Salí de La Granja. Llegué a la estación del TMM, donde me torturó de nuevo la remezcla de violines. Quince minutos más tarde ya estaba entrando en mi calle entre el incipiente tumulto de la noche. Por el camino me encontré a Simone, la bonita adolescente que venía tres veces por semana a limpiar mi casa. Estaba algo borracha y también caliente, pues así me lo hizo saber. La invité a subir. Sabía que a la chica, más que acostarse conmigo, lo que le apetecía era una ducha fría, comida caliente, alguna bebida decente y dormir fresca y en mullido. Pero la experiencia me había mostrado que este tipo de muchachas sabían recompensar bien las comodidades que se les ofrecían.

–¿Te has acostado últimamente con muchas, don? –me preguntó mientras subíamos la escalera–. La última vez me pasaste el sida.
–No te preocupes. Ya me lo curé. Me lo pegó una de Lavapiés.
–Esas guarras no se vacunan –soltó.
–No seas injusta –dije–. Esa gente es muy pobre, y ya sabes que los genomarcadores no son precisamente baratos.

Mientras ella se bañaba y se empapaba de jabón importado, un lujo impensable para quien normalmente se frota con los burdos jabones de grasa de rata que repartía el Estado, calenté una enorme cola de cocodrilo que tenía en la nevera. Cenamos cómodamente con música ambiental de los Beatles y bebimos cerveza de baobab. Simone devoró posteriormente un racimo de uvas como quien llevase mil años sin probar algo dulce.

Nos disponíamos a entrar en combate cuando comencé a pensar en esas dos palabras: Trescientas Holandesas. Dos torpes sintagmas que podían significar muchas cosas en contextos muy diferentes. Eran la poquísima información que le había sacado a la mujer de Ramallaes. Así pues, el asunto se presentaba más retorcido de lo conveniente. ¿Por qué no me habló Romaguera y Santamans de las Trescientas Holandesas? ¿Tal vez porque no sabía que existían? ¿No se lo había comentado la doctora a él? Cabía la posibilidad de que la mujer de Ramallaes le hubiese ocultado ese dato.

Qué era una holandesa: esa era la pregunta. La palabra podía ser un gentilicio, pero desconocido para mí. Si hablara de nigerianas, o ganesas o americanas… Conecté el ordenador y me puse en red para buscar la palabra. Por los intravoces oí:
Holandés: Individuo procedente de Holanda, antiguo territorio conformado por lo que hoy son los estados de Rotterdam, Amsterdam y La Haya. También salsa que se prepara con huevos y mantequilla. También antiguo idioma centroeuropeo que fue sustituido a principios de la Era Fukuyama por el inglés.

No creí que ninguno de aquellos significados fuera el que yo necesitaba. Tras realizar un par de búsquedas infructuosas, opté por relajarme y recurrí a los ansiolíticos. Tomé uno de concentración media, que me hiciera olvidar el tema hasta la mañana siguiente pero que no disminuyera el ardor que sentía por el cuerpo de Simone. Me desnudé, coloqué el brazo del tocadiscos sobre un vinilo de un tipo con pinta de inmi que se llamaba Bob Marley, y me dispuse a jugar a amos y esclavas con mi inmi adolescente.

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